Opinión
La hora de las señoras

Por Pilar Gómez
Periodista cultural
“No hay señoras”, concluía Carmen Laforet en su artículo titulado Galantería, derechos, cortesía publicado el 18 de marzo de 1971 en Arriba, el órgano de Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S. (Sí, esto también pasó y, durante ese mes, la autora de Nada escribió allí a diario, o casi a diario, en un espacio de ubicación privilegiada –la página dos o la tercera– titulado El diario de Carmen Laforet). En ese texto, Laforet le enmendaba la plana con elegancia y firmeza a Julio Camba, que había descrito en un artículo cómo había presenciado en Londres un incidente en un restaurante: ningún caballeroso caballero inglés había defendido a una señora a la que habían echado del local. “Después de enterarse de que allí a las señoras no se las defiende por ser señoras, sino únicamente en el caso de que tengan razón, Camba comenta que en España, donde la mujer no tiene ningún derecho, es donde está mejor: en la calle puede verse: se le ceden los asientos en el tranvía, en la acera, se la defiende a capa y espada… Si las españolas llegan a emanciparse alguna vez, van a ver lo incómodo y lo caro que es tener derechos políticos, profetizaba falsamente… Es uno de los artículos de Camba al que yo veo envejecido”, afirmaba Carmen Laforet.
En un punto su explicación se convierte en una reflexión sobre las señoras y su presencia… más bien ausencia. Afirma Laforet que esa galantería o cortesía de la que hablaba Camba en los años 20, en los 70 había desaparecido: o sea, que ni galantería, ni cortesía, ni derechos. “Lo que más salta a la vista es el atropello y vejaciones de las ancianas, y aunque las jóvenes son algo mejor tratadas, lo son por la ley del más fuerte […]. Y además no existen las señoras”. En un caso claro de lo-que-no-se-nombra-no-existe, prosigue: “La palabra señora se usa poquísimo: casi siempre se usa para dirigirse a una asistenta en casa de gente educada, aunque sea rara la reciprocidad. La dueña de la casa suele ser, muy a menudo, mujer a secas. La palabra mujer es la que se oye en la calle. La emplean hasta los hombres que por estar obligados a un trato directo con el público son el exponente más inmediato de la cortesía de un país: taxistas, cobradores de vehículos públicos, empleados de comercio y hasta camareros nueva ola”. Y los ejemplos: “No se apure, mujer; gracias, mujer, etc., etc.”. Y la conclusión, de nuevo: “No hay señoras”.
Esa constatación contundente y razonada me lleva a una dedicatoria que siempre me ha parecido tan bella como enigmática, la de Carmen Martín Gaite en su libro Usos amorosos del XVIII en España: “Para Rafael [Sánchez Ferlosio], que me enseñó a habitar la soledad y a no ser una señora”. Se publicó en 1973, de modo que ¿qué pasaba con las señoras en los 70? Martín Gaite había ido más allá. No es que no existieran, como afirmaba Laforet, es que su dedicatoria manifestaba aversión ¿y quizá animadversión? Pero ¿qué eran, el ogro? Más bien qué no eran. Supongo que con ese nombre se designaba todo lo que era el no-ser o el ser dependiente: señora de la casa, señora de tal (siendo tal, obviamente, un señor…). Es posible que ser una señora en esa época fuera también el reverso de una mujer, una Antifémina por recordar la maravillosa obra de Colita con textos de Maria Aurèlia Capmany, donde planteaban esta teoría: “Y hemos pensado que valía la pena pensar en el reverso de la imagen de la fémina al uso. Lo más opuesto de la muchacha-bonita-de-un-metro-sesenta-y-cinco-que-nos-adora, como diría el varón semiculto. Las mujeres que se mueven, gesticulan, viven a través de estas imágenes ‘tan veraces como la vida misma’ son mujeres, pero no son en absoluto femeninas. ¿Es que la mujer para ser mujer no tiene que ser femenina? ¿O es que la mujer femenina es una de tantas clases de mujeres? Las mujeres que circulan por las páginas de nuestro libro son biológica y culturalmente mujeres. ¿En dónde las dejó pues la historia de la feminidad? Cuando se acuñó este específico concepto de feminidad, ¿alguien se acordó de ellas?”. Las autoras, por lo pronto. Antiféminas eran, por tanto, esas señoras en cuyas carnes se balanceaban vestigios de feminidad tardía. Nadie quería serlo. ¿Quién querría reivindicarlo? Pero ahora sí. Ahora Marta Sanz se presenta con un contundente “soy una señora menopáusica” en su artículo en El País (6 de junio de 2022), la colombiana Pilar Quintana se declara “señora de su casa” (Infobae, entrevista con Sergio Augusto Ramírez) e Isabel Coixet sueña con que la dejen en paz ahora que es “una señora mayor” (Cadena Ser, entrevista de Pepa Blanes y José M. Romero). Igual de importante que ellas, a las que conocemos, se reivindiquen como señoras es que lo hagan aquellas a las que no conocemos o conocemos con el filtro de la amistad y no con el los medios. Eso habla de corriente subterránea y de avistamiento (y advenimiento) de la hora de las señoras.
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