Opinión
La habitación de al lado de Almodóvar

Por Rodrigo García Marina
Durante el mes de enero los hospitales de la comunidad de Madrid se colapsan. Las epidemias y el desmantelamiento de la atención primaria se alían para dificultarle aún más la vida a sus habitantes. Los pacientes quedan apelotonados, formando raíles de camillas por los pasillos de la urgencia mientras esperan por una habitación durante días. La atención se deteriora. Se restringen las visitas y se incumplen los aislamientos. Los sanitarios enfermamos, pero seguimos yendo al trabajo porque no existen planes de ampliación de plantilla. Acabamos fuera de hora, derrotados, con la sensación de haber hecho las cosas regular. La gente está enfadada. Es lógico. El caos resulta perturbador. Dentro de esta vorágine la gente sigue muriendo. Yo trabajo allí y convivo como tantos trabajadores con el proseguir incansable de la muerte. Conversaciones sobre las expectativas de vida, sobre la limitación del esfuerzo terapéutico, o las medidas de confort. Bombas de midazolam, morfina y butilescopolamina, familiares llorando en los pasillos, preguntas incómodas… Morirse es laborioso y contemplar la marcha de un ser querido, turbador. En la última película de Pedro Almodóvar nos encontramos con un peculiar relato que nos invita a preguntarnos al lado de quién queremos morir.
Martha es una antigua reportera de guerra enferma de cáncer que recibe la noticia de haberse quedado sin posibilidades de tratamiento curativo. Los hospitales que visita son muy distintos a los nuestros: habitaciones privadas, tiempos de dedicación exclusivos, decorados que borran de un plumazo el olor a desinfectante y fluidos. Sin embargo, esta vez el dinero no puede salvarla. Ella ha construido su vida desde el egoísmo, alimentando al monstruo insaciable de la realización hasta dilapidar sus vínculos. Una hija que no la soporta, los fantasmas de sus amantes o la superficialidad floral de las amigas que la compadecen son todo lo que le queda. Es una víctima de su tiempo. Cree fervorosamente que la clave de su éxito pervive en la liberación de las imposiciones del mundo. Estas incluyen la heteronomía de las redes de cuidado. Pero de repente se encuentra con su final. Atravesada por una suerte de feminismo liberal que la traiciona, su idea de independencia ya no le permite sostener un vínculo con la producción laboral o literaria. No es autónoma. Su cuerpo no le responde. Necesita ayuda.
En una de esas guardias de enero coincidí con una mujer que estaba en la urgencia por culpa de una infección respiratoria. Tuvo un día complicado. Toleró mal la diálisis, la sensación de falta de aire no cesaba y en algún momento llegó a pensar que se moriría así. A la tarde conseguí ingresarla. Encontraron una habitación para ella sola con el fin de aislarla evitando que se propagase el virus. Por la noche me avisaron las enfermeras diciendo que estaba desorientada. Es habitual que los ancianos, una vez enferman, pierdan momentáneamente las nociones del espacio y el tiempo en los hospitales. La encontré mirando por la ventana. ¿Qué son esas luces?, preguntó. ¿Cuáles?, ¿sabe dónde nos encontramos? No me tome por tonta, quizá sea mucho más inteligente que todos ustedes. Tras esta fresca se echó a llorar. Por el trasluz de la ventana, en la noche, se observaban las otras habitaciones del hospital encendidas albergando el dolor, la parálisis o las dudas de otros cientos de cuerpos enfermos. Estuvimos media hora hablando. No quiero estar sola en un cuarto, mis hijos no me quieren, tengo miedo a la oscuridad, me confesó. Cerré las persianas y encendí la luz del baño. Se apagaron los infinitos cuartos y quedó a su derecha las formas de aquel lugar solitario y raído. Yo tenía mucho trabajo, sabía que no dormiría en todo el turno, pero me quedé con ella hasta que se calmó. Le prometí que volvería a las doce para asegurarme que todo estuviera bien. Al cabo de un rato la encontré dormida.
En La habitación de al lado Martha pide a sus amigas más cercanas que le ayuden a morir. Ella no piensa atravesar los humillantes fallos corpóreos del final de la enfermedad. Quiere decidir el momento. Es una afirmación profundamente humana. No está en su mano determinar la extensión de su vida, pero al menos sí cuándo acabarla. La dignidad se restablece. En el sinsentido del dolor que acarrea la enfermedad terminal, especialmente cuando se cree no haberlo vivido todo aún, Martha puede tomar partido por algo. La muerte digna se instituye como derecho desde su propia casuística: se trata del ejercicio de la autonomía cuando la desgracia gobierna la totalidad de las cosas y el mundo se apaga. En 1964, Cicely Saunders, la madre de los cuidados paliativos, propone la denominación de “dolor total” para referirse a un dolor que va más allá del físico y ocupa todas las dimensiones vitales del paciente terminal generando una profunda desesperanza si no se abordan los planos sociales, espirituales y orgánicos de manera simultánea. Para ello es fundamental atender las peticiones que proporcionen sentido a la vida de la persona, incluyendo, si se pidiera, la muerte digna. Sin embargo, no es tan sencillo, en Estados Unidos no es legal. Pese a pedir ayuda, sus amistades consolidadas también tienen códigos, egoísmos y límites establecidos. ¿Cómo se ayuda a morir a una amiga de toda la vida? ¿No es preferible preservarla aun cuando se abren las heridas y el dolor o la imposibilidad lo ocupan todo? ¿Por qué el peso de mantener la imagen de un ser querido se confunde con la de preservarlo a toda costa? A veces es preferible no querer. Nadie está dispuesto a hacerlo.
En ese momento aparece Ingrid, una mujer del pasado con la que ya no guarda ningún contacto, pero que tiene el decoro de escucharla. Así surge lo inesperado. Pedirle un favor a una auténtica desconocida. La película de Almodóvar explora la idea de que a veces la amistad no necesita de grandes tiempos cronológicos, sino de una mirada generosa hacia un desconocido. Estar “al lado” es algo que puede sucederle a cualquiera si se posiciona con el otro. Si es más genuino. Si se entrega a su universo. Es una reflexión profunda contra el egoísmo social y toda la arquitectura del conocer-se que pauta la psicología y que alimentan las redes de la cultura capitalista. Adentrarnos en la vida, en las dudas, en los miedos y en dolor de los demás es más bello que hacerlo en el de nosotros mismos.
En los hospitales existen multitud de actitudes poco profesionales. No todas son perniciosas. Probablemente surgen de las jornadas interminables, de la relación patente entre la enfermedad, el dolor y la muerte con la que debemos convivir. La amistad a veces exige esa misma falta de profesionalidad, un acercamiento luminoso. Aproximarnos a los otros sin destrezas o conocimientos previos, sin muescas del pasado, sin deudas o pactos. El encuentro de Martha e Ingrid se caracteriza por una confusión ante aquello que trata de comprenderse. Por un lado, las intenciones de muerte de una, por otro, su hipnotizante compañía. El filme transcurre únicamente en la mirada de Ingrid, desplazando el corazón de la película el cual no se encuentra en la agonía de Martha sino en esa mirada y ese cariño intenso que nos regala a través de los larguísimos silencios que habita Julianne Moore. En la vida de Ingrid se despliega un duelo anticipado ante una eclosión de complicidad inaudita. Nace una amiga gracias al pacto que ella misma acepta con la gestión de su muerte. Acontece a su final. Si Ingrid fuera a un psicólogo, si viviera en los códigos contemporáneos del consumo, si la hubieran enseñado a atenderse, a priorizar sus necesidades, a escucharse por los altavoces tramposos de las interrogaciones que empiezan y acaban en una misma, no viviría la hermosura de su generosidad. No quedaría atravesada por el amor de Martha. No estaría llena por su amistad.
El mes de marzo en Barcelona es húmedo y frío. Vivo fugazmente en Gràcia. Me encuentro en un bajo con jardín donde un gato naranja hace de las suyas todas las mañanas. Hace un rato se durmió sobre el teclado y destartaló el texto. Escribo este artículo desde esta ciudad. Por las tardes recorro las localizaciones de las películas que rodó aquí. Conozco sus rincones a través de la mirada de Almodóvar. Pienso que el cine de Almodóvar tiene una extraña manera de ser siempre el mismo «enteramente otro». Una y otra vez. Quisiera preguntarle si hay alguien -un completo desconocido- en una habitación contigua, protegiéndole. La lentitud de sus imágenes es restauradora. Finalmente, Ingrid toma el sol junto con el cadáver de su amiga. Eso y aceptar su decisión sin cuestionarla es lo último que hacen juntas. Este viernes, después de la consulta, iré al cementerio de Montjuic para buscar el lugar donde se rodó la escena de Todo sobre mi madre. Es un momento especialmente conmovedor. Durante el entierro de Rosa, se encuentran en completo silencio Lola y Manuela. Pienso en esa paciente que tiene miedo a la oscuridad. Ella está en el final de su vida y yo me acerco silenciosamente a mi treintena. Convivimos con vértigos distintos, pero ambos nos sentimos solos. Somos completos desconocidos, pero le guardo cierto cariño a nuestra conversación. En los días que siguieron a su ingreso se acercaba a mí, tomaba mi brazo y decía: gracias, chico de rizos. No es muy profesional, pero a mi vuelta iré a visitarla a la residencia. Quisiera estar a su lado, ser su amigo, demostrarle que sí hay alguien ahí.
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