Opinión
La fórmula mágica de Vargas Llosa

Por Faci Peñate
Periodista
Si tu padre te llama “marica” porque dices que quieres ser escritor solo te caben dos cosas: guardar la pluma y olvidarte de tu sueño o ponerte a trabajar desde el alba hasta el atardecer. Mario Vargas Llosa optó por dedicar su vida entera a novelar la vida: la suya y la de la tía Julia, la de los chivos que reinan a su antojo, o la de un bar de mala muerte que se atrevió a llamarse “La Catedral”.
Tras su muerte, todos ensalzan la herencia periodística y literaria que deja, pero se olvidan de su obra no escrita, de sus charlas, plagadas de consejos para quienes quieren dedicarse a escribir y buscan con desespero la fórmula mágica. Él la compartió con estudiantes que le preguntaban por su genio.
Los ingredientes de un buen escritor o escritora son solo dos, según contaba el maestro: un mínimo de ocho horas de trabajo de lunes a sábado, sin despreciar los domingos, y un buen diccionario y una gramática siempre al lado. Cuesta creer que con una receta tan sencilla salgan libros inolvidables, pero para Vargas Llosa sin disciplina no hay talento. Pocos poetas y novelistas han nacido genios, como su admirado Rimbaud, los demás -decía- tienen que construir su talento a base de esfuerzo.
A partir de la disciplina comienza el proceso. Lo primero para el novelista peruano es descubrir el escritor que se quiere ser. Él lo hizo así. Buscó entre sus lecturas las que más le gustaban. Las de realismo latinoamericano eran las que se llevaban en sus comienzos, pero él encontraba cierto descuido, sobre todo en el lenguaje: “No basta con una buena historia”, repetía en sus conferencias. Su búsqueda acabó el día en que Madame Bovary cayó en sus manos. Allí estaba todo lo que buscaba y lo que luego perseguiría libro a libro: realismo con calidad artística, técnica, estructura, creación literaria y forma.
Detrás de Flaubert estaba un escritor obsesionado con la palabra justa. A Vargas Llosa le gustaba contar a los estudiantes cómo el autor francés descubría las palabras por el oído, leyendo en voz alta lo que había escrito hasta encontrar una disonancia. Cuando esto sucedía podía pasarse horas hasta encontrar el término preciso. No en vano invirtió cinco años en acabar su gran obra.
“Flaubert no nació genio. Lo alcanzó a base de perseverancia, de terquedad, de exigirse la perfección”, explicaba el escritor peruano, para rematar diciendo que “para la generalidad de los escritores no hay más que trabajo”.
Vargas Llosa también compartió su propio proceso hasta acabar una novela. Lo peor era encontrar el comienzo, pero hecho esto se lanzaba a hacer una versión rápida y completa. A partir de ese borrador caótico, comenzaba la segunda versión, donde trabajaba la historia y perfeccionaba la escritura. En la tercera versión, casi definitiva, su tiempo lo dedicaba a cuidar el estilo.
El maestro Vargas acababa sus novelas para comprobar que nunca eran lo que había sido el proyecto inicial. Los culpables, casi siempre, eran los personajes. Uno podía imaginarse al escritor encerrado en su despacho, como un Quijote loco, peleando con unos y con otros para plegarlos a sus deseos, pero cediendo al final, seducido por los más débiles o pícaros. Sin embargo, justo esa guerra con los protagonistas era lo que más le gustaba: “Es lo que más me estimula. Hay personajes que estaban destinados a ser secundarios y pasan a ser de primer orden. Los ves como luchan y lidian por tener presencia en la historia, mientras que otros que iban a ser principales se desvanecen y desaparecen”.
Vargas Llosa, como un personaje más de sus historias, también peleó consigo mismo y sus contradicciones para hacerse un lugar en la novela de su vida. Tuvo grandes momentos y otros en que costaba entenderlo o que cayera simpático, pero siempre fue fiel a su máxima de que la obligación del escritor es ser “genuino, auténtico, leal con lo que piensa, movido por sus manías y obsesiones”.
Para entender a este hombre, además de leerlo, hay que pensarlo. Decía que “escribir no es un trabajo, es un placer, aunque me cueste”. Y poco después añadía que su vida la organizaba en función de su trabajo. Total, que Vargas Llosa vivió una vida de auténtico placer.
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