Opinión
Fantasmas sin permiso


Por Pablo Batalla
Periodista
Vuelven los Delinqüentes, para un concierto en abril de 2026 en conmemoración del vigésimo quinto aniversario de El sentimiento garrapatero que nos traen las flores. Y vuelven todos; los tres. También Miguel Ángel Benítez, el añorado Er Migue, fallecido en julio de 2024, a los veintiún años —y hace veintiún años—. Cuando lo leí, me temí lo peor: una resurrección con IA, un deepfake. Parece que no, que se trata simplemente de proyectar imágenes suyas, de un homenaje sobrio, bonito, no macabro. Fue grande mi alivio, porque grande había sido mi inquietud.
Nos hemos ido habituando a esas sofisticadas ventriloquías digitales. Hemos escuchado a Luis Aragonés hablar en un anuncio de LaLiga, ocho años después de su muerte. Antes habíamos visto y oído a Lola Flores reivindicar el acento andaluz en un anuncio de cerveza. Hemos ido debatiendo, también, si estos rescates ultratumbales son éticos, sin que importe mucho si concluimos si sí o si no, porque ese tren de alta velocidad sigue embalándose, impertérrito. Habitamos el tiempo en el que, si algo puede hacerse, se hace, y los deepfakes se hacen con alegría, pero pueden ser tan amables como una charla castiza del Sabio de Hortaleza en el Vicente Calderón o tan inquietantes como la perpetración de un falso vídeo porno de Scarlett Johansson o de Hannah Grundy, una profesora australiana perfectamente anónima, que descubrió con horror que uno de sus mejores amigos había estado creando imágenes y vídeos sexuales falsos con su cara, y los había estado colgando en una página de Internet.
La herramienta más poderosa de la historia de la humanidad —no hay más que ver los sismos geopolíticos que ya desencadena— no está en manos de un pequeño sínodo de guardianes juramentados, sumos sacerdotes del algoritmo, sino de cualquier alumno desaprensivo de tercero de la ESO que quiera usarla para calcografiarle la cara de una compañera de clase a la protagonista de un gangbang descargado de YouPorn. En Corea del Sur salió hace unos meses a la luz la existencia de un canal de Telegram con más de 220.000 miembros que creaban y compartían deepfakes sexuales, muchas de cuyas víctimas y perpetradores eran adolescentes.
El problema es mayúsculo, y lo engordamos alegremente cada vez que nos entretenemos —que nos entretienen como a cobayas— en generar fotografías de Taylor Swift vestida de manchega en la Feria de Albacete o comprobar, con un envejecedor digital, cuántas arrugas tendremos cuando tengamos ochenta años. Un problema también ecológico: los ciclópeos servidores que hacen falta para estas cosas chupan agua y hacen correr el contador de la luz a niveles de no creerse. Se calcula que para generar cien palabras con GPT-4 hace falta medio litro de agua y una cantidad de luz equivalente a la necesaria para alimentar 14 bombillas LED durante una hora.
Cuando yo pensaba que lo que iban a hacer con Er Migue era devolverlo a la vida de esta manera, y ponerlo a cantar las canciones del grupo que no conoció, se me agolparon las preguntas: ¿qué pensaría Er Migue de su deepfake? ¿Le gustarían esas canciones escritas después de su muerte; canciones que, de haber estado él vivo y seguir en el grupo, hubieran sido distintas de una manera o la otra? ¿Seguiría Er Migue en el grupo, o se habría separado de él por cualquier desavenencia que pudiera haber emergido en los últimos veinte años?
Cuando devolvemos la vida a un muerto, y le hacemos hablar, lo hacemos, obviamente, sin su permiso. El presente viola, secuestra al pasado para ponerlo al servicio de sus intereses. Dan permiso los familiares claro, pero se hace evidente que la cosa no rebosa de ética; que tal vez no debiera existir el derecho de obtener una billetada por poner a mamá o a papá o al tío o al abuelo a vender latas de Cruzcampo o una suscripción a la Liga, diciendo alguna cosa intensita que tal vez a ella, a él, le hubiera parecido una cursilada. Uno quisiera poder morirse sin miedo a que, después de empezar a oler las flores por debajo, lo pongan a decir o a hacer quién sabe qué cosa, a favor de qué hijos de puta. Er Migue, por suerte, puede seguir tranquilo; su descanso seguirá siendo en paz.
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