Opinión
Europanolis


Periodista
El otro día, buscando novedades digitales sobre Ucrania, tropecé con un influencer de musculitos tensos que gritaba a la cámara encolerizado y arrojaba una cachimba de cristal contra una estantería. El pibe había palmado sus ahorros en la criptomoneda $LIBRA, la estafa auspiciada por Javier Milei, y ahora amenazaba al presidente argentino al más puro estilo Chucky de Cieza, como te encuentre te voy a enganchar bien enganchado, acho, ya verás. Y es que el último timo de los libertarianos resultó ser la más genuina representación de las dinámicas del libre mercado: miles de criptoprimos salieron escaldados mientras unos pocos espabilados se largaban con la pasta.
El viejo truco de la estampita se presenta hoy con rostros diversos y en circunstancias insospechadas. De hecho, basta una ojeada superficial sobre los titulares para encontrar estafas más ruidosas y sofisticadas que las del quilombo argentino. En Múnich, en los postres de la Conferencia de Seguridad, el diplomático alemán Christoph Heusgen rompía a llorar al constatar la quiebra del viejo orden internacional. En este caso, el estafador es Estados Unidos, que acudió a la asamblea con la cruz ardiente de JD Vance para cagarse en los muertos de Europa y casi exigirnos que nos afiliemos al Ku Klux Klan.
A los dirigentes europeos se les ha puesto cara de criptoprimos en cuanto se han dado cuenta del fraude. La semana pasada, Trump le contaba a un periodista del New York Post que había telefoneado a Putin con la intención de clausurar la guerra de Ucrania. Ahora los líderes de Estados Unidos y Rusia se sientan alrededor de una mesa en Riad y dicen que Europa no pinta un carajo en las negociaciones. A callar, que estamos hablando los mayores. Como hubiera dicho Milei, los capitostes europeos que alentaron la guerra en Ucrania son traders de volatilidad: jugaron a la ruleta rusa de la OTAN y les tocó la bala.
En los suburbios de la europeidad, marginados por el belicismo mainstream, siempre hubo voces que alertaron de lo que hoy todo el mundo ha entendido por las malas. Que la invasión de Ucrania era el último capítulo de una guerra subsidiaria entre Estados Unidos y Rusia. Quien desee rastrear los catalizadores del conflicto más allá del Euromaidan, se encontrará con las políticas expansionistas de George W. Bush, que en el ocaso de su mandato no solo firmó el despliegue de diez bases antimisiles en Polonia y un radar estadounidense en la República Checa, sino que además presionó para que Ucrania y Georgia quedaran bajo control atlantista.
En abril de 2022, varios políticos e intelectuales divulgaron un manifiesto que reclamaba una paz negociada en Ucrania. La hemeroteca está llena de espumarajos verbales contra los firmantes. Un escuadrón de plumíferos incendiarios sacó a pasear su ardor guerrero y disparó los epítetos más gruesos desde la confortable distancia de la retaguardia: putinistas, prorrusos, buenistas de manual, aquí lo que hacen falta son más armas y más cojones. Un columnista de El País acusaba a Varoufakis, Chomsky e Iglesias de pactar con “el fascismo de verdad” de Putin. Hoy, un millón de muertos más tarde, los líderes europeos suplican participar en las negociaciones.
La Europa que ayer demonizaba la paz hoy aprieta los puñitos incapaz de asumir su propia irrelevancia. Mirábamos a Rusia por encima del hombro y presumíamos de sanciones económicas que se nos volvían en contra. Se acabaron vuestros diamantes de Amberes y vuestras fiestas en Saint-Tropez, fardaba Josep Borrell con un retintín de tasca pendenciera. Hoy hasta nuestros socios de la OTAN nos toman por el pito de un sereno. Lo cierto es que Ucrania ha sido invadida por tropas de Moscú, pero Europa lleva ochenta años invadida por la agenda geopolítica de Washington, colonizada por sus bases militares y subordinada a los caprichos de sus mercados.
Ahora Macron convoca a los socios comunitarios, que corren como pollos sin cabeza y tratan de asomar el morro en una fiesta a la que nadie los ha invitado. En urgente asamblea de estafados, los mandamases europeos han creído dar con la respuesta a semejante humillación: gastemos más dinero en defensa, más armas, más madera. El propio Pedro Sánchez se ha subido al carro de artillería y pide duplicar el gasto militar en cinco años. Tanta murga anti-trumpista para terminar haciendo exactamente lo que nos reclama Trump: que apoquinemos sin rechistar en la caja común de la OTAN e invirtamos en misiles igual que un criptopanoli invertiría en $LIBRA.
¿Es perentorio engordar aún más la industria militar? ¿Para qué? ¿Para quién? ¿Para dar el gustazo a aquellos que nos imponen aranceles? ¿Para satisfacer a aquellos que se inmiscuyen en la política europea apoyando candidaturas de la derecha troglodita? ¿Para seguir abanicando a nuestros tutores legales de la Casa Blanca, esos que se pasean por Europa como un terrateniente esclavista por una plantación de algodón? ¿Vamos a seguir bajo la tutela de un delincuente condenado como Trump igual que fuimos marionetas de Biden, el charcutero de Gaza, el encubridor de Netanyahu?
Los mismos que pedían dinero para la guerra hoy piden dinero para la paz. Eso que llaman carrera militar no es otra cosa que una huida adelante, una estrategia suicida que en los últimos tres años ha servido para convertirnos en yonquis energéticos de Estados Unidos. Por eso, lo mínimo que debemos exigir a los padrinos del militarismo en Kiev, es que acepten con pudoroso silencio la derrota de sus argumentos. Que se sumen si quieren, pero en tercera fila, a aquellos que siempre promovieron el abandono de la OTAN y el desmantelamiento de las bases extranjeras. Que no queremos ser critpopringados. No queremos ser europanolis.
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