Opinión
El encantador de humanos


Periodista
No sé si alguien en la sala se acuerda de El encantador de perros, aquella serie de telerrealidad que echó a andar en National Geographic y terminó en las pantallas de Cuatro. César Millán, curtido en los rigores del adiestramiento canino, irrumpía de improviso en la vida de una familia apurada y curaba todos los males de una mascota rebelde, un cachorro en la edad del pavo, un chucho peleón y malencarado. Hay que reconocer que el tipo tiene carisma y que sus métodos son terminantes. Al final del programa, uno se da cuenta de que no solo ha doblegado al animal sino que también tiene al propietario comiendo de su mano.
He visto por azar una vieja entrevista en El hormiguero y así sé que César Millán ha brindado sus servicios a una clientela de copete en la que no faltan Will Smith, Oprah Winfrey o Scarlett Johansson. Hasta se hizo cargo del Puli lanudo de Mark Zuckerberg cuando la criatura era aún tierna y maleable. Prevención pedagógica, lo llama. No obstante, sus hazañas más meritorias tienen que ver con animales resabiados, bichos de modales insurgentes que han perdido el respeto a sus amos. Son ellos el primer objeto de la reprogramación. “Si al perro le cambias la forma de ver el mundo, el perro deja el pasado y se enfoca en el presente”.
Los perros salivantes del experimento de Iván Pávlov nos mostraron que algunos métodos conductuales funcionan tan bien sobre un caniche o un rottweiler como sobre un sofisticado Homo sapiens. El hallazgo es lo bastante apetitoso como para aplicarlo a la psicología de masas. Los encantadores de humanos, desde el despacho opaco de un think tank de millonarios, se hacen las mismas preguntas que César Millán ante un terrier indisciplinado. ¿Cómo hacer que la humanidad pierda de vista su experiencia colectiva y se zambulla casi a ciegas en un presente sin futuro? ¿Cómo alterar a placer su forma de ver el mundo?
Hay una respuesta de camino corto. Basta agarrar un teléfono móvil para descubrir todas aquellas pequeñas trampas behavioristas que los desarrolladores digitales han tendido ante nuestros ojos: la dosis placentera del like, el rojo chillón de las notificaciones, los algoritmos con su sesgo de confirmación, el refuerzo intermitente con sus artimañas de máquina tragaperras. Las stories perecederas se aprovechan del principio de escasez y el flujo torrencial de publicaciones alimenta la ansiedad de la exclusión. Sabemos ya de largo que las multinacionales electrónicas se bañan en oro explotando nuestras pulsiones más primitivas.
Pero hoy no quiero hablar de la adicción digital. O no solamente. Y es que el otro día vimos a Macarena Olona en la Universidad de Granada y entendimos de primera mano cómo funciona la reprogramación canina. La ex diputada de Vox, consciente de que su presencia prometía tangana, se abalanzó sobre los estudiantes que protestaban a las puertas de la Facultad de Derecho. Aquel fugaz truco de magia consiguió no solamente que la Policía cargara contra los alumnos y se llevara dos detenidos, sino también que los medios de rancio abolengo pintaran a la ultraderechista como una intrépida Juana de Arco y al mismo tiempo como una desamparada víctima de las hordas rojas. Misión cumplida.
Ya no hay acto político espontáneo. Todo es inevitable performance, escenificación, gasolina audiovisual que desembocará en las redes sociales, generará titulares seductores, alimentará debates bizantinos y dejará una cuantiosa plusvalía de capital social a sus protagonistas. En este caso, un personaje obsoleto y amortizado como Olona ha conseguido arañar un último suspiro de viralidad y deja un gravoso saldo de criminalización sobre los estudiantes. Con suerte, las imágenes circularán por las arterias de la turbiosfera y encantarán a algún perro que haya olvidado ya de qué astilla viene ese palo.
La reprogramación mental surte su silencioso efecto. Ana Rosa Quintana, musa regente de la especulación inmobiliaria, lleva años de cristiana cruzada contra eso que los ricos llaman “okupación” y que mezcla en un mismo humo infumable el delito de usurpación, el allanamiento de morada, el retraso en los pagos del alquiler y los inquilinos con contrato que el cantarín Manu Tenorio quería desahuciar por el artículo 33. Las súplicas propietarias han sido atendidas. PSOE, PP, VOX y PNV han admitido a trámite una propuesta de Junts que se inspira en una antigua demanda de la ultraderecha en defensa instantánea de los desalojos. Desokupa manda y no tu panda.
El CIS nos ha dicho esta semana que la “okupación” —lo que los ricos llaman “okupación”— preocupa a un raquítico 1,6% de la población. Al contrario, el acceso a la vivienda es nuestro primer motivo de aflicción, de modo que la reprogramación mental parece haber afectado más a los partidos políticos que a sus votantes. El ruido mediático, no obstante, continúa y no va a parar hasta que cambiemos nuestra forma de ver el mundo, hasta que olvidemos su pasado de corrupción inmobiliaria, expolio habitacional y familias enteras expulsadas a la intemperie a golpe de porrazos policiales.
Los encantadores no descansan y siguen adelante con el plan de adiestramiento que han ofertado a sus clientes: los bancos, los fondos de inversión, las grandes empresas, los lobbies conservadores, los capitales sin escrúpulos ni fronteras. El último plan de reprogramación nos trae el hedor de la guerra. Los adiestradores europeos han corrido al auxilio de las corporaciones de armamento y se dejan la garganta en convencernos de que nos rasquemos los bolsillos. Lo llaman “defensa” aunque no queda claro quién debería atacarnos, pues el continente ya está repleto de soldados extranjeros pero no son rusos sino estadounidenses.
Ursula von der Leyen, educada en los laureles del ardor guerrero, compareció el otro día ante la Academia Militar de Dinamarca para regalarnos un discurso lleno de palabras mayúsculas que en realidad no dicen nada: seguridad, deber, honor, influencia, soberanía, liderazgo, desafío. Todo para justificar un incremento descorazonador del gasto bélico. “Si queréis evitar la guerra, debéis estar preparados para la guerra”, dice von der Leyen a los cadetes daneses. “La guerra es la paz”, decía el Gran Hermano de George Orwell anticipándose casi un siglo a las piruetas verbales de nuestra élite europea. Los encantadores de humanos vienen de una tradición longeva.
Ahora que los programadores mentales nos gobiernan, es buena hora de defender nuestra vida perra, libre, subversiva y sin domadores de medio pelo. Que el pasado es jodido, pero algo nos enseña. No tragamos a Olona porque las cunetas aún nos cuentan de qué pasta están hechos los retoños del fascismo. No tragamos a los vendedores de alarmas porque aún llevamos en las retinas los estragos del terror hipotecario y el nombre de aquella vecina arruinada que saltó por la ventana. Y no tragamos las pamplinas militaristas porque la historia nos ha enseñado quién termina pagando la factura de las escaladas bélicas. Encantadores de nada. A otro perro con ese hueso.
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