Opinión
Las elecciones vascas en 'santiagos bernabéus'
Periodista
Hace algunos años, mi amigo Alberto me planteaba un jugoso debate periodístico. ¿A quién debemos creer en el enjambre de opiniones gratuitas que inundan las televisiones, los periódicos y las redes? ¿Quién tiene más autoridad, pongamos por caso, para hablar del conflicto del Donbás? ¿Alguien que ha escuchado sobre su cabeza el silbido de los misiles? ¿Un periodista de guerra que acude a conocer la realidad sobre el terreno y tal vez chapurrea el idioma y ha leído algunos libros? ¿O quizá alguien que pontifica desde su casa y lanza al océano digital un repertorio de frases hechas igual que un náufrago desquiciado arrojaría una botella contra las olas?
Alberto quería hacer una defensa de los periodistas de la vieja escuela, esos que persiguen la noticia y dan testimonio directo en lugar de dormitar en el confort de las redacciones. Cómo no respetar a esa rara avis, esa especie en peligro de extinción cada vez más exótica y peor pagada. He disfrutado con las crónicas de Unai Aranzadi en América Latina. Admiro la audacia de Ane Irazabal. Me fascina la mirada de Olga Rodríguez sobre Oriente Medio. Ahora me dejo tantos nombres en el tintero que me siento en deuda con todos aquellos profesionales que se parten la cara por ofrecernos los matices más sustanciosos del panorama internacional.
El debate que planteaba Alberto, sin embargo, presenta muchos otros pliegues y contradicciones. Basta mencionar el caso vasco. Durante muchos años, nuestra tierra ha visto medrar un sucedáneo de reporterismo de guerra practicado por medios estatales que enviaban a corresponsales con ideas preconcebidas y un desconocimiento supino de la cultura y la lengua. Nosotros éramos los indígenas y ellos venían a dar cuenta de nuestras barbáricas costumbres, nuestros rituales sangrientos, nuestra adhesión ciega a cultos políticos de dudosa catadura. El periodista, de pronto, ya no era un periodista sino un evangelizador resuelto a salvarnos de nosotros mismos.
El ciudadano vasco no tiene empacho en escuchar consejos ajenos pero es de costumbres recalcitrantes. Ve Telecinco y Antena 3 aunque no vota a gusto de Pablo Motos y de Ana Rosa. Lee grupos de prensa con sede en Madrid a los que después decepciona en las urnas. “¿Qué estamos haciendo mal?”, se pregunta una y otra vez el núcleo duro de la tertulianía madrileña. Lo hemos intentado todo. Los hemos llamado “sociedad enferma”, “herederos de los terroristas”, “recogedores de nueces”. Pero ni con esas. Esta gente va a su bola, se hacen los simpáticos, te ríen las gracias y a la hora de la verdad te la clavan bien clavada por la espalda.
Y es que los vascos vivimos en la inopia. Allá por 2001, tras el fracaso de los acuerdos de Lizarra, el Gobierno de Aznar encabezó una ofensiva electoral para derrocar en las urnas a Juan José Ibarretxe. PP y PSOE urdieron un frente común y convocaron a la flor y nata de la intelectualidad madrileña en su lucha contra el lehendakari desleal, el proetarra, el jeltzale lunático que defendía la soberanía con un sibilino respaldo terrorista. En una foto ya antológica, Fernando Savater bendice la alianza entre Mayor Oreja y Redondo Terreros. Muchos años después, Aznar reconoció en sus memorias que se había repartido la lehendakaritza con el PSOE. Dos años tú, dos años yo.
El día de la noche electoral, las tertulias de la madrileñía eran un poema. Resulta que el electorado vasco, harto de paternalismos e intromisiones, le regaló a Ibarretxe una victoria arrolladora con una masa de votos inédita en nuestro pequeño país. ¿Por qué habían errado las expectativas unánimes de la prensa estatal? ¿Por qué no habían ganado el PP y el PSOE si todas las cabeceras daban por hecha la victoria, si la prensa nos bombardeaba día sí y día también con soflamas triunfalistas? La campaña, reconocía Fernando Garea en El Mundo, hubiera arrasado en cualquier lugar de España pero había ignorado un detalle menor: esta vez eran los vascos quienes votaban.
Esta semana, como un espejo pálido y anodino de aquellos días, las encuestas electorales prometen un resultado inquietante para las viejas guardias. El problema no es tanto que EH Bildu pueda imponerse en votos y escaños sino que el PNV y el PSE puedan perder su mayoría. Y ahí es donde entra el grupo PRISA, terminal mediática del PSOE, para introducir a ETA en la campaña electoral vasca bajo los mismos marcos mentales que el PP y Vox utilizan contra Sánchez. Primero estalla una polémica de poca monta contra Pello Otxandiano en Hora 25 y después recogen el guante Eneko Andueza en nombre del PSE y Pilar Alegría en nombre del Gobierno español.
Ahora que los sondeos aúpan a Otxandiano, reaparece la apelación machacona al terrorismo como un recurso desesperado para tratar de revertir esa tendencia. El PSE tiene que justificar de alguna manera su intención de permanecer instalado en el Gobierno vasco a la sombra del PNV a pesar de las discrepancias mutuas en materia de sanidad, vivienda, seguridad o economía. Y lo hace a costa de poner en riesgo al propio Sánchez, que abraza a EH Bildu como un socio preferente tanto en la Moncloa como en las instituciones navarras, y que ahora debe dar cuenta de sus contradicciones.
Al hilo del asunto, la prensa patria se ha llenado de sesudas reflexiones que responden no tanto a una observación imparcial de la sociedad vasca como a un deseo de intervenirla. Algunos no se interesan por nuestras elecciones sino por el impacto que tendrán sobre Sánchez y Feijóo. Otros van más allá y deducen que EH Bildu ha dilapidado su capital electoral o que Otxandiano está acabado gracias al conveniente comodín de ETA. Son los mismos que malviven encerrados en los estrechos marcos informativos de la M-30 y que miden las distancias en santiagos bernabéus. El domingo llegarán las caras largas. Estos vascos no se merecen que les expliquemos lo que tienen que votar.
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