Opinión
Qué fue de Echegaray, qué será de Reverte


Por Pablo Batalla
Periodista
-Actualizado a
La subversión de Beti García y Jugadores de billar, del asturiano José Avello, son dos de las mejores novelas del siglo XX español, pero las conoce poca gente y nunca salen en esos rankings que se hacen, ni en los manuales de historia de la literatura española. No fue porque se publicaran en una minúscula y oscura editorial independiente: la primera fue finalista del Premio Nadal en 1983 y la segunda fue primeramente editada por Alfaguara, en 2001. Quien las leyó quedó cautivado, alguna reseña hubo y fue buena, pero su estela se apagó rápido. Esto de la estela y el encenderse y el apagarse es una imagen que viene con frecuencia a la cabeza de los escritores. Uno lanza su libro a un lugar para llegar al cual tiene que atravesar una atmósfera espesa y abrasiva: la competencia con los otros cientos de libros publicados a la vez; una carrera en la que, por supuesto, no todos los contendientes echan a correr desde la misma raya. El punto de partida está más cerca o lejos de la meta en función de la potencia empresarial y publicitaria del sello que te publica; de tu propia inserción en un mundillo de saraos, contactos e influencias; de tu desparpajo o tu desvergüenza para llamar a sus puertas, etcétera. La calidad de la obra no es lo de más, aunque no sea lo de menos. Libros mediocres o directamente malos de solemnidad triunfan, libros excelsos no los lee nadie más que un puñado de amigos y parientes del autor. El triunfo, a veces, es tan azaroso como aquella vez que las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenaar se convirtieron en un inesperado superventas en España, treinta años después de escrito: habían preguntado en una entrevista a Felipe González qué libro estaba leyendo y había dicho ese, lo estuviera leyendo o no. Pero es difícil que te toque esa lotería. Otra de las mejores novelas que yo he leído, la extraordinaria Costas perfumadas, tampoco la conoce mucha gente. La escribió Agustín Vidaller, un lacónico aragonés que vive ajeno al mundo y sus saraos en un pueblo del Cinca Medio y no tiene redes sociales, asunto importante este en este tiempo de todos los diablos: ya hay desvergonzadas editoriales que exigen a los autores acreditar que tienen equis número de seguidores en redes como condición para publicarles un libro, dándoles igual que el libro sea el nuevo Cien años de soledad. En cuanto a Avello, él vivía, no en un pueblo, sino en Madrid, pero también rehuía el candelabro o al menos no corría a subirse a él, un asunto muy asturiano, resto perdurable de la vieja hidalguía universal y su cultura, su ethos. El hidalgo no corre a apañar pesetas, no se abalanza a agarrar del brazo a los gatekeepers de la fama, sino que dice: «Que vengan a por mí». Y, claro, no vienen. A Avello, como a muchos otros artistas talentosos de su tierra a lo largo de la historia, le pasó eso. Y por eso hoy poca gente conoce La subversión de Beti García y Jugadores de billar, aunque a eso está empezando a ponérsele remedio. Reeditadas por Trea hace unos años, ahora han saltado a Alianza, y el redimido Avello va convirtiéndose poco a poco en autor de culto.
Sí: a veces —pero no siempre: solo a veces— el tiempo hace justicia póstuma a los olvidados injustamente. Justicia de cualquiera de los dos tipos: la que consiste en enaltecer al inmerecidamente enterrado y esa otra que despeña del pedestal al enaltecido mediocre. Fernando Vizcaíno Casas vendía millones —literalmente millones— de libros en los años de la Transición, pero ¿quién se acuerda hoy de él? ¿Ubi sunt José Echegaray y Jacinto Benavente, nada menos que sendos premios Nobel? De Paco Umbral nos acordamos por Mortal y rosa y, si no, no nos acordaríamos; pero quién se acordará del capitán Alatriste y los perros parlanchines que no bailan y los senos germánicos que colgaban grandes y pesados, al día siguiente de que Arturo Pérez-Reverte deje de fumar y, por lo tanto, de escribir columnas, de ir a la Feria del Libro, de trajinar en Twitter, de salir en LaSexta Noche y El hormiguero, voceándole su asco por la deselegancia terminal del moderno Occidente a las hormigas de peluche; de producir, en fin, esa faramalla extraliteraria que es el sostén principal de unas novelas simplemente resultonas, en el mejor de los casos. A Reverte, el difunto Francisco Rico lo llamaba Bic Cristal, porque escribe normal.
Se lee, sin embargo, después de muerto a Avello, fallecido en 2015 y que no conoció la reedición de sus obras y el inicio de esta tardía popularidad; y se le lee porque él no era un Bic Cristal y sí escribió dos novelas de interés imperecedero. Yo invito al lector de esta columna a buscarlas y leerlas. Y también a pasar un tanto del canon y de los rankings de las cien mejores novelas de; a huronear en los márgenes, en los rastros de la cultura, donde a veces puede uno encontrarse los tesoros más increíbles.
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