Opinión
En defensa del consentimiento
Por Antonio Antón
Sociólogo y politólogo
El consentimiento es el valor central de la Ley de garantía integral de la libertad sexual, conocida como la del ‘Solo sí es sí’. Se fundamenta en el cambio de paradigma acordado por el Consejo de Europa en el Convenio de Estambul, que es el tratado internacional más avanzado para la prevención y la lucha contra la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica, ratificado por España en 2014. La importancia de este criterio y su prioridad valorativa sobre las agresiones sexuales se ha destacado en la polémica sobre la reforma de la ley.
El consentimiento ha recibido críticas desde diversos ángulos y argumentos. Desde sectores reaccionarios y neoconservadores que defienden la imposición de privilegios dominadores hasta posiciones postmodernas basadas en la pulsión individualista del placer y el deseo, pasando por el enfoque neoliberal de la prioridad del beneficio propio y la apropiación del ajeno.
Desde esas posiciones, el acuerdo y el consentimiento son una rémora para realizar los objetivos propios y deben ser siempre frágiles, provisionales y dependientes del interés individual, auténtico motor de la acción humana para el liberalismo, o la razón del poder establecido, representado por los grupos dominantes y sectores reaccionarios. Frente a esas ideas conservadoras o individualistas, aquí explico la justificación teórica del valor del consentimiento, como elemento clave de las relaciones humanas igualitarias y libres, fundamento de la sociabilidad y la democracia, en el marco de una visión contractualista de la relación social.
El vínculo social entre individuos es 'relacional'. Presupone dos (o más) sujetos en una interacción interpersonal que puede ser voluntaria o forzada, igualitaria o no, libre o dependiente. La regulación de esa relación social se puede establecer a través de un contrato, expreso o implícito. Ese concepto formal significa también consentimiento y racionalidad sobre el equilibrio de intereses, aspiraciones, deseos, placeres… compartidos, con mayor o menor reciprocidad, pero siempre con intercambio de beneficios mutuos, aunque sean parciales o desigualdades y combinados con ciertos perjuicios.
Por tanto, la cuestión principal son los términos y condiciones del contrato y su proceso negociador. Y cómo quedan las ventajas y desventajas comparativas de ambas partes tras esa relación. No entramos en las especificidades del contrato mercantil, el laboral y el familiar y, en un plano más general, en el contrato social y de solidaridad colectiva, el pacto político nacional, estatal y de ciudadanía o el acuerdo laboral y de rentas. No obstante, caben algunas reflexiones generales para su aplicación en la conformidad de una relación interpersonal y, específicamente, referido al ámbito de la relación sexual.
Partimos de que no existe la pura libertad individual, como muestra el neoliberalismo, ni unas relaciones completas de igualdad de estatus y poder para pactar libremente. Frente al individualismo liberal (o ácrata) y el colectivismo (comunitario, marxista o conservador), en la modernidad se ha desarrollado la corriente contractualista, muy diversa, pero con algunos rasgos positivos que fundamentan una relación social equilibrada y consentida.
El contractualismo puede ser formalista, haciendo abstracción de esa desigualdad de las condiciones previas para la negociación del acuerdo. Pero lo destacable ahora es que hay reconocimiento de las dos partes, es relacional, debe estar convenientemente informado y, en términos relativos, asume la conformidad desde cierta voluntariedad; es decir, el consentimiento explícito o tácito da confianza a la relación y legitimidad al contrato.
La ausencia de consentimiento puede ser aceptación pasiva por impotencia y resignación ante la dominación impuesta, pero entonces no existe consentimiento voluntario y libre. En todo caso, puede generar inseguridad e incertidumbre. La concreción del acuerdo no es sinónimo de conservadurismo paternalista o paralización de la capacidad de iniciativa, innovación y agencia. La cuestión es que la capacidad de decisión individual y la actuación autónoma del poder se combinan con una negociación y pacto colectivo entre dos o más personas y grupos sociales, con intereses comunes.
Por tanto, se puede compartir un diagnóstico de las desigualdades de poder y dominación, interpersonal y estructural, con la correspondiente generación de resistencia y acción igualitaria-liberadora, individual y colectiva, y al mismo tiempo, llegar a acuerdos más o menos firmes y duraderos, de reciprocidad, colaboración y apoyo mutuo en que se basa un contrato colectivo, en el nivel micro o macro. La experiencia contractualista y su regulación se remonta a la tradición grecolatina y es básica para la modernidad democrática.
Así, son unilaterales el individualismo neoliberal y el proteccionismo reaccionario, que impiden la articulación de la agencia voluntaria de las personas para establecer vínculos y acuerdos colectivos de cooperación y beneficio mutuo. En consecuencia, el contractualismo no es un nuevo problema, sino que, convenientemente interpretado, forma parte de la solución de una relación social equitativa y beneficiosa para ambas partes. No necesariamente coarta la libertad individual, sino que la regula y la compatibiliza con intereses y aspiraciones comunes.
El contrato colectivo y su voluntariedad no es necesariamente una práctica o un enfoque liberal, ni el consentimiento tiene que ser complemente racional, transparente y duradero. Depende del proceso y el contexto. Tampoco tiene por qué estar asociado a la legitimación de la dominación o a una concepción puritana respecto de un sexo peligroso y desigual y, menos aún, favorecer la anulación de la capacidad autónoma y el sexo consentido de las mujeres. La conveniencia del consentimiento no conlleva la imposición de la represión sexual neoconservadora.
La cuestión es que el consentimiento es una garantía frente a la imposición, no voluntariedad o falta de libertad de la relación sexual. Si bien no lo resuelve todo y menos el punitivismo que enmarca la respuesta derechista contra la ley y su lógica de Estado securitario y proteccionista, que coarta la libertad individual y de agencia de las mujeres frente a la dominación 'patriarcal', es el mejor criterio para evaluar la violencia machista y proteger a las víctimas frente a la intimidación y la agresión sexual.
Lo positivo del contractualismo
Por tanto, la lógica contractualista no necesariamente es neoliberal o está bajo el marco del derecho mercantil. Supone respeto, reconocimiento, tolerancia, negociación, voluntariedad… y, sobre todo, consentimiento, aunque sea gradual, en proceso y reversible. O sea, el contractualismo, salvando su formalismo, puede ser interacción social equitativa y solidaria de personas desde los derechos humanos o los valores de igualdad, libertad y solidaridad. Enlaza así con las mejores tradiciones democráticas y emancipadoras.
La alternativa al consentimiento y la voluntariedad de una relación no puede quedar en la ambigüedad. Esa dinámica contractualista puede pecar de cierto racionalismo, si se interpreta el consentimiento como un hecho formal-racional, tal como jocosamente han criticado sectores conservadores. Pero frente a la razón (Descartes), la otra gran tradición moderna es la corriente empírica y pasional (Hume, Spinoza, Smith y reelaborada por Foucault) basada en el deseo -y el egoísmo-, todavía más opacado, esencialista y ambiguo que el consentimiento como relación voluntaria y no impuesta. Ambas, razón y pasión, tienen sus límites y unilateralidades.
En definitiva, el contractualismo y el acuerdo voluntario presenta ventajas, también para justificar la resistencia individual y colectiva, el conflicto emancipador frente a la dominación y la desigualdad. Histórica y filosóficamente el contractualismo es más bien progresista, o si se quiere, inicialmente, liberal burgués -frente al dominio del Antiguo Régimen, o sea la familia patriarcal, la Iglesia y la monarquía absoluta-, francés (Rousseau) y británico (Hobbes), así como constitucionalista (de la revolución americana). En el siglo XX lo adopta el socioliberalismo, el republicanismo cívico y la izquierda democrática del pacto keynesiano y el Estado social y de derecho. Por tanto, no es neoliberal ni reaccionario ni conservador. Supone la combinación y el equilibrio entre derechos (y obligaciones) individuales y colectivos.
Por otro lado, la acción igualitaria frente a la dominación patriarcal o la desigualdad de género forma parte de la tradición de las izquierdas y sectores progresistas y está en confrontación con el conservadurismo reaccionario que legitima la desigualdad y la dominación machistas.
En las relaciones sexuales puede haber un relativo pacto entre iguales con voluntariedad y, por tanto, consentimiento libre, hasta con diversos grados de desigualdad y poder. Por tanto, la relación sexual no es consustancial con la dominación, idea que llevaría a su restricción puritana -o al uso exclusivo de la masturbación-. Su objeto es el placer y la felicidad, no el peligro y el miedo.
El compromiso transformador de la ley de garantía integral de la libertad sexual ha sido contra la violencia machista. Violación, agresión, acoso y abuso son palabras claras de imposición de una acción contra la voluntad de la mujer, es decir, sin consentimiento y con coacción. Y ahí es cuando en la actual coyuntura no hay que tener ambigüedad y tomar posición clara: contra la violencia machista y por la garantía integral de la libertad sexual de las mujeres y colectivos discriminados. Eso no es ser proteccionista reaccionario ni quitar la capacidad de agencia de las mujeres, sino evitar la agresión dominadora y garantizar su voluntariedad en la relación sexual. Es amparo institucional ante la parte desventajosa del poder relacional para reequilibrar la desigualdad de estatus.
La ambigüedad de las posiciones intermedias
En conclusión, dejando aparte la crítica a las posiciones conservadoras, en el ámbito progresista también existen posiciones contrarias o problematizadoras del consentimiento como fundamento de un vínculo social, en este caso, una relación sexual, voluntaria, libre y equilibrada. Este cuestionamiento conlleva una posición intermedia o ambigua respecto de la Ley de libertad sexual, evitando el posicionamiento ante la grave polarización política y discursiva actual, abriendo un debate secundario que la deslegitima. Y ello en un contexto en el que se está produciendo, por parte de la derecha política, judicial y mediática, toda una operación de oposición a esa ley del ‘Solo sí es sí’, avalada por el Gobierno de coalición progresista y una amplia mayoría parlamentaria, así como por la mayor parte del feminismo y la mayoría de la sociedad.
Así, dada la gran legitimidad y apoyo parlamentario e internacional, todas las fuerzas políticas y feministas se ven obligadas a defender el consentimiento como criterio de fondo de la Ley, incluido el propio PSOE; aunque con su contrarreforma pretende compatibilizar esos fundamentos con su inaplicación práctica y la continuidad con el modelo punitivo y probatorio anterior. Es cuando se relaja la defensa del consentimiento y se adoptan posiciones intermedias.
Frente a la deliberada y preocupante alarma social, con el pretexto de la rebaja de penas a condenados por delitos de agresión social que han decidido una minoría de jueces, sin respetar el espíritu y la letra de la ley, la dirección del Partido Socialista, con el apoyo del Partido Popular y VOX, ha promovido una reforma unilateral que, además, refuerza la dinámica punitivista y debilita la dinámica transformadora y progresista de los socios de izquierdas de la legislatura.
En ese contexto, la problematización de la fundamentación de la propia ley basada en el consentimiento, es decir, en la voluntariedad y no en la imposición de las relaciones sexuales, favorece esa involución y hace un flaco favor al avance en la liberación femenina.
Por tanto, hay que destacar las consecuencias estructurales e institucionales de este retroceso normativo y de alianzas políticas, que conlleva este bloqueo del eje central del consentimiento para la protección de las mujeres, aparte de la situación de deterioro de la capacidad transformadora de las izquierdas y sus efectos electorales. Y evitar la confusión y la división del propio movimiento feminista, cuya cuarta ola de activación general se basó en estos objetivos protectores y preventivos para las mujeres frente a la violencia machista, sin desentenderse del acoso al Ministerio de Igualdad.
Esa posición política intermedia o de neutralidad se justifica a través de un relato basado en el pretexto de la supuesta ambigüedad del consentimiento, junto con la expectativa de otro enfoque filosófico superador del conflicto actual. El hecho social actual es la ofensiva de todo el poder establecido de derechas contra los avances feministas derivados de estas normativas del Gobierno de coalición y del fortalecimiento del feminismo y el conjunto de la cuarta ola de activación feminista. Ponerse de perfil en esta batalla supone no defender los avances feministas frente a la ofensiva derechista contra unas relaciones sexuales libres, iguales y voluntarias cuestionadas por el acoso machista.
Una supuesta propuesta transgresora, antineoliberal y anti reaccionaria, no es compatible con la infravaloración del papel del consentimiento y el retroceso en derechos que supone la contrarreforma anunciada de la ley. Se quedaría en un discurso individualista y ambiguo, basado en un deseo sin interferencias externas y contractuales, cuando el acuerdo y la voluntariedad deben ser la sustancia real de las relaciones interpersonales. Para ese dudoso camino -político- no hacen falta confusas alforjas -discursivas-.
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