Opinión
Cultura de usar y tirar


Por Paco Tomás
Periodista y escritor
Hace un tiempo, cuando la Inteligencia Artificial solo estaba mostrando la patita, un compañero de trabajo bromeó pidiéndole a ChatGPT que escribiera el primer párrafo de una novela escrita por mí. La respuesta fue casi inmediata pero, francamente, espantosa. Solo recuerdo la primera frase: “Jorge estaba paseando esa mañana por la plaza de Chueca”. Si yo algún día empiezo una novela así, suplico la eutanasia. En ese momento, pese al enorme respeto que me provoca la IA, sentí que aún estaba muy lejos de convertirse en una amenaza real para los creadores.
Después de ver lo que ha sucedido con OpenAI y las imágenes inspiradas en la animación del Estudio Ghibli me pregunté: "¿Te atreverías ahora a pedirle a la misma IA que escribiera el primer párrafo de una novela tuya?" Porque desde aquella broma hasta hoy, todos, incluido yo mismo, hemos estado entrenando a esa inteligencia artificial con todo el material personal que colgamos en las redes, con o sin consentimiento. Porque ya sabéis que las grandes empresas tecnológicas activan por defecto nuestro propio consentimiento y para cuando queremos darnos cuenta, ya nos han hurtado media alma.
Confieso que mi inquietud no es alarmante porque ni soy un autor superventas ni con un estilo lo suficientemente característico como para ser imitado. Sin embargo, la impunidad festiva con la que la mayoría de las personas —incluso cantantes, escritores, actores, o sea, creadores— se hacían un retrato al estilo Ghibli y lo colgaban en redes, me disparó la señal de alarma.
Recuerdo que Umberto Eco dijo que la cultura era una forma de vida social y que, por lo tanto, tenía sus reglas, sus prácticas y sus vínculos. Siento que, esa cultura, hoy se rige por unos parámetros básicos de evasión y distracción. El entretenimiento ha sido utilizado, por los grandes empresarios del sector, como fentanilo para la cultura. Porque, ojo, el entretenimiento también puede ser cultura. Pero cuando se le despoja de sus capas, de su potencial reflexivo, comprometido y crítico, se transforma en una especie de analgésico opioide al que nos hacemos adictos para no tener que enfrentarnos a los desmanes del poder contra, por ejemplo, el Estado del bienestar. La cultura, entendida como un motor de discernimiento, ilustración y compromiso, es un artefacto revolucionario en cuanto sirve para cuestionar el poder, señalar las injusticias, agitar las conciencias y empujarnos a debatir incluso realidades que nos son ajenas. Someter la cultura al mero entretenimiento, por un simple criterio comercial y de rentabilidad, es la mejor manera de adormecer a una ciudadanía para que le arrebate todo su potencial transformador y acabe banalizándola. Y cuando se banaliza la cultura, la sociedad da un paso firme en la banalización de la realidad.
Pensad en lo poco que tardó la Casa Blanca de Donald Trump o el ejército israelí en hacerse unas "versiones Ghibli” de imágenes reales que vulneran los Derechos Humanos y que deberían provocarnos un rechazo y condena inmediatos. Pero, ¿quién va a reaccionar a la desolación de una mujer dominicana llorando tras ser detenida por los agentes anti migración de los Estados Unidos si la convertimos en un dibujo animado? ¿Quién va a señalar como genocida a un ejército que sonríe como si fueran los personajes más entrañables de una película de Miyazaki? La cruel realidad pasada por un filtro que nos aleje de ella y que la convierta en trivial.
Y, además, cuando se convierte a la cultura en un divertimento más, acto seguido se acepta la intrascendencia del creador. Solo convirtiendo en irrelevante el talento y el esfuerzo de un artista como Hayao Miyazaki se puede llegar a que millones de personas conviertan sus fotos personales en viñetas de Ghibli sin cuestionarse, ni por un segundo, si el creador ha dado su consentimiento o, por qué no decirlo, se le remunera por usar su talento para que tú te entretengas una anodina tarde de martes. Porque, ojo, a las cuarenta y ocho horas, setecientos millones de personas en todo el mundo ya estaban aburridas de hacer "versiones Ghibli" de sus fotos. En la era del consumo irracional, son las grandes empresas quienes marcan las reglas del juego. Quizá sea un buen momento para recordar aquella mítica sentencia de Andrew Lewis: “Si no pagas por algo, no eres el cliente, sino el producto que se vende”.
Ya vamos tarde. Pero si quizá hoy pudiésemos empezar a obligar a la empresas que trabajan y se lucran con la IA generativa a que demuestren qué fuentes han utilizado para alimentar esa IA y acreditar si tienen los derechos para su uso, podríamos empezar a mitigar este mal. Y si para usar una red social, aparentemente gratuita, debo cederles todos los derechos de todo lo que cuelgo en ella, prefiero pagar por usar cualquier red social que me trate como cliente y que no se lucre con lo que cuelgo en ella.
El propio Miyazaki, en 2016, ya vaticinó que la IA acabaría convirtiéndose en un “insulto a la vida misma” porque crea una realidad sin alma, nos convierte a todos en imitaciones. No solo la IA. Todos los intereses de las industrias tecnológicas pasan por convertirnos en fakes de nosotros mismos. Nada tiene valor porque todos podemos hacer de todo. Eso, que podría parecer una democratización del talento creativo, ya les aseguro yo que nada más alejado de la realidad y de sus intereses.
“El ser humano ha perdido la fe en sí mismo”. Eso dijo el creador de joyas como El viaje de Chihiro o Mi vecino Totoro. Deshumanizarnos, desgarrarnos la empatía, convertirnos en previsibles ratones de laboratorio que van a hacer justo lo que los tecnócratas esperan de ellos. No importa si se vulneran los derechos de autor. Como dijo Sam Altman, el director ejecutivo de OpenAI: “Es muy divertido ver a la gente jugar con esas imágenes”. Previsibles ratones de laboratorio.
Es obvio que hay gente a la que le importa una mierda los derechos de autor. Lógico en un país en el que los gurús de la extrema derecha han logrado que a los creadores culturales se les llame “subvencionados” y cada vez sean más las personas que le piden a los artistas que se limiten a escribir cuentos o canciones pero que no se metan en asuntos políticos. Que no opinen. Porque eso, según ellos, es ideologización de la cultura. Triste que aún no comprendan que despojar a la cultura de la ideología, que son las ideas fundamentales que caracterizan un pensamiento, es tan despropósito como arrebatarle la fe a la religión.
Perdemos el alma, perdemos la fe en nosotros mismos, cuando ignoramos el medio de subsistencia del creador y celebramos el abuso de poder del empresario que se lucra a su costa, viralizándolo. Desde luego, a OpenAI no le preocupa. Detrás tiene a uno de esos tecnócratas que, a la hora de la verdad, se alineará con el poderoso, para que puedas tener tu foto de persona desahuciada, precaria, sin dinero para pagarte un seguro médico, pero con el filtro Ghibli.
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