Opinión
Entre la clase y la cárcel
Por Andrea Momoitio
Periodista y escritora
La sospecha de la paternidad recae sobre un Borbón, pero, sobre todo, Daniel Pont es hijo de madre soltera. Eso, para alguien que nació en 1949, no es ninguna tontería. La vida de este activista anticarcelario parece de película y, de momento, ha sido narrada en Entre el azar y la necesidad. Historia de una vida, un libro publicado por la editorial Virus. La autoría y el mérito es doble: Daniel Pont e Ignacio González Sánchez, sociólogo, se juntaron en decenas de ocasiones para que Pont pudiera recordar sus hazañas. Metodológicamente, el libro es una historia de vida, pero podrían ser veinte o treinta.
La violencia era el pan nuestro de cada día en la casa de Pont, que era un crío cuando decidió huir por primera vez. Le habían hablado de un trabajo en Marbella y quiso probar suerte, pero el destino parece escrito para la gente como él, para la gente que nace condenada por la pobreza. Nunca llegó a presentarse a aquella entrevista en Marbella; por el camino conoció a otros chavales de su edad y empezó así su periplo por distintas instituciones de encierro: colegios internos, reformatorios, cárceles. No era la única opción que tenía, claro, pero tomó la “decisión personal de vivir al margen” “como forma de rebeldía ante este designio clasista de exclusión social”.
Detenido por pequeños delitos, Pont fue una de las miles de víctimas de la Ley de Vagos y Maleantes, que en los setenta se convirtió en la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social. Estas leyes, que condenaban conductas, dejaban a las víctimas a merced de unos juzgados especiales. En su caso, la sentencia justificaba el internamiento aludiendo a su “predisposición a la delincuencia juvenil”. En el libro, Pont cuenta que tras esa primera estancia en prisión entendió “todavía de forma más primaria, la dureza de la ley contras las personas vulnerables y pobres”.
La violencia, las torturas, el aislamiento y una conciencia aún mayor de la injusticia iban, poco a poco, ampliando su capacidad crítica. Mientras los y las pobres se pudrían en las cárceles españolas, el régimen adaptaba sus propias normas para beneficiar a los suyos: el indulto Matesa, un indulto aprobado ad hoc para sacar de la cárcel al empresario Juan Vilá Reyes, al que se vincula con el Opus Dei, ayudó a que Pont entendiera el “doble rasero de la justicia de clase de la dictadura”: ¿“Cómo es posible que yo, siendo un ladronzuelo, un mocoso prácticamente, tenga que estar cinco años en la cárcel y, este, que ha estafado millones y millones de pesetas, salga”?. Pues eso: que siempre ha habido clases.
Daniel Pont también salió de la cárcel, tras cumplir una condena de cinco años, pero estaba marcado. Poco después empezó a “expropiar” bancos y, de nuevo, la cárcel. Eso sí, él ya no era el mismo, no estaba dispuesto a seguir aguantando tantas y tantas tropelías. En noviembre de 1976, Pont y cinco hombres más, encerrados todos en la cárcel de Carabanchel, empezaron a constituir la Coordinadora de Presos en Lucha (COPEL). Estaban dándose los primeros pasos para la aprobación de la Ley de Amnistía, que entró en vigor en octubre de 1977, pero los presos y las presas sociales entendieron rápido que aquel atisbo de libertad no contaba con ellos.
Huelgas, asambleas, motines, autolesiones, la COPEL se convirtió en un movimiento relativamente relevante en muchas cárceles españolas: “La lucha de la COPEL fue importante a nivel político y tuvo gran trascendencia, aunque no conseguimos ninguna de nuestras reivindicaciones”. Eso sí, para Daniel Pont y para muchos de sus compañeros, formar parte de la COPEL sirvió para superar el “rol sumiso” que socialmente les habían asignado por pertenecer a una clase social baja: “Ya nacías con el destino escrito de ser futuro poblador de la cárcel, como tantos otros. Rompimos con eso y demostramos que éramos capaces de romper la individualidad y de crear un movimiento colectivo con una cohesión y una fuerza importante”.
César Lorenzo Rubio, autor del libro Cárceles en llamas, asegura en una entrevista, que “los individuos que formaron la COPEL pretendían crear una entidad que los representase: un sindicato o una asociación de presos que ejerciese de interlocutor ante la Administración del Estado, los medios de comunicación y la sociedad”. Pero no lo lograron: “La Administración penitenciaria nunca reconoció a la COPEL como interlocutor: desde el primer momento intentó desprestigiarla, acusándola de mafia dirigida por presos políticos radicales y ultra violentos, con intereses ocultos. Cuando la intoxicación informativa no fue suficiente, el aislamiento y la dispersión de sus miembros más destacados impidieron prolongar mucho tiempo la precaria coordinación que se logró durante unos meses”. La violencia a la que fueron sometidos llegó hace poco al mainstream con la película Modelo 77, pero ya antes, en el documental COPEL: una historia de rebeldía y dignidad, los protagonistas habían contado con orgullo su historia.
Daniel Pont, un hombre generoso, cariñoso y muy crítico, salió hace muchos años de la cárcel. Dejó de atracar, se buscó la vida de otras maneras, abrió un chiringuito, fue padre, peleó por el nombre de su hija y, desde entonces, trabaja sin descanso en la recuperación de la memoria histórica de tantos y tantas como él. Tiene claro cuál es el objetivo final, pero sabe que es difícil: “La clave está en acabar con la cultura del castigo”. Si alguna vez se alcanza tal propósito, en gran medida, se lo deberemos a él. El libro es fascinante, pero él, más.
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