Opinión
Cirujanos


Por Pablo Batalla
Periodista
Las últimas encuestas revelan que el candidato más aventajado para las próximas elecciones presidenciales en Portugal es un militar: Henrique de Gouveia e Melo. En principio no es preocupante: este barbudo almirante de la Marina, con origen noble y un distante parecido a Felipe VI, no es un Pavía luso, ni un Tejero lisboeta, sino un adusto tecnócrata, que dejó entre los habitantes del vecino país el buen recuerdo de una gestión cabal de la pandemia de covid-19. Pero no deja de expresar algo que sí lo es —preocupante—; ese hartazgo de época hacia los partidos políticos y la política de partido, que tan fácil es que redunde en la búsqueda de figuras quirúrgicas, resueltos cirujanos que le sajen el pus a unas democracias escleróticas, incapaces de hacerse cargo de los problemas de una época turbulenta. Ha ocurrido antes en la historia, y que nos perdone Santiago Gerchunoff, cuyo último ensayo —bueno, bonito y barato: se titula Un detalle siniestro en el uso de la palabra fascismo— carga contra la concepción de la historia como venero de profecías y magistra vitae, pero sabemos cómo acaba, o al menos cómo puede acabar.
Cirujanos los hay de muchos tipos. El cirujano puede ser de hierro o de seda, el doctor House o Nick Riviera, el alegre matasanos de Los Simpson, cuestionablemente licenciado en la Universidad de Arriba Hollywood y que una vez le puso a un hombre un brazo donde la pierna y la pierna donde el brazo. Puede ser el encumbrado quirurgo un grotesco intoxicador de pútridos canales de Telegram, un multimillonario de Silicon Valley —¿cuántos escaños sacaría Amancio Ortega en España, si se presentara a las elecciones?— o un sobrio y educado comandante naval que no pretenda echarle un candado al parlamento, ni acabar con su cháchara, sino solo operar al margen de él. Que ladren los diputados mientras uno cabalga y desenfunda la cimitarra, ya sea para lanzar espadazos frenéticos o para practicar serenas incisiones, con flema de lord inglés. Alvise Pérez, Elon Musk y Gouveia e Melo no se parecen mucho, de hecho en casi nada, pero son flores germinadas en el mismo humus epocal: un anhelo sordo de eficracia —palabro que le robamos a Ángel de la Cruz— que en su versión más prudente es el de un Cincinato, aquel patricio romano al que el Senado llamó a remediar como dictador los males de la República, y una vez los hubo remediado se retiró a su quinta, a regar coles. Sonaría muy bien si la historia —otra vez la historia— no estuviera llena de señores que dijeron ser el Cincinato de su época y algún problema arreglaron, pero luego nunca quisieron levantarse de la poltrona. Se le coge gusto a eso de la cirugía social. El gran ejemplo español es Miguel Primo de Rivera, que después de arreglar lo del Rif en Alhucemas y meter en vereda a los revoltosos muchachos de la CNT convirtió en civil y con aspiraciones de perdurable el directorio militar de misión concreta, provisional, cincinática, que inicialmente había presidido. A Franco hay que reconocerle, al menos, que él fue sincero desde el principio, y siempre dejó claro que solo lo sacarían del Palacio del Pardo en una caja de pino.
La tecnocracia, los autoproclamados cirujanos de la cosa social, nunca son buena noticia, por más que advengan con entusiasmo de las masas que les ponen en la mano el bisturí. Pero ese entusiasmo inquietante hay que comprenderlo y no menospreciarlo como una expresión de esa tonticie que nos gusta atribuir con altanería al obrero de derechas. Se nutre de nuestro fracaso en ser eficaces, efícratas, a nuestra vez; de serlo la democracia, el Estado del bienestar, la causa antifascista. De la no injusta percepción de que, cuando los malos gobiernan, ocurren grandes cosas desde el primer día, desde el minuto primero en el Despacho Oval, y hasta los golfos cambian de nombre, pero cuando gobierna la izquierda democrática hay que esperar dos años de mareo de perdiz para que la jornada laboral se reduzca media hora o el salario mínimo suba cincuenta euros. La era pide bukeles, trumps y xijinpings, demiurgos que digan hágase tal cosa, y esa cosa se haga y las perdices no se mareen entre que se hacen y no, y empieza a urgir encontrar la manera impecablemente demócrata y socialista de proporcionárselos.
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