Opinión
Charlie 3 Palotes y la obsolescencia monárquica
Por David Torres
Escritor
En mi adolescencia, al colegio femenino que se levantaba al lado de los salesianos de Hermanos García Noblejas lo llamábamos “Chus Mery”, abreviando lo de Jesús y María, y por la misma razón al instituto Carlos III lo bautizamos “Charlie 3 palotes”. Se veía que por aquel entonces, en pleno auge del caballo y del cine quinqui, en los barrios periféricos de la capital estábamos curtidos en ateísmo, republicanismo e idiomas, hasta el punto de que casi medio siglo después mi desconocimiento del inglés sigue prácticamente intacto. Sin embargo, lo de Charlie 3 Palotes resulta una traducción tan asombrosamente precisa que fue lo primero que se me vino a la cabeza cuando vi al flamante rey de Inglaterra peleándose con un tintero.
La presentación del monarca Carlos III ante el mundo entero no pudo ser más elocuente: un repelente gesto de soberbia y asco mientras ordenaba a los súbditos que le apartaran unos trastos que le estorbaban a la hora de firmar, no fuese a herniarse si los quitaba él. Es un gesto que resume una monarquía, todas las monarquías que en el mundo han sido y el estado actual de la institución monárquica a estas alturas del tercer milenio: el cabreo y la impotencia de un señor incapaz de limpiarse el culo él solo. Cabía esperar algo más de clase y de elegancia en alguien poseedor de un rosario de títulos más largo que el Día D, educado por una institutriz, alumno de Hill House, Cheam Preparatory School, Gordonstoun, el Trinity College y un semestre en la Universidad de Aberystwith con un tutor privado. Toda la puñetera vida esperando ese momento cumbre, sujeto a los protocolos del palacio de Buckingham, y en cuanto le dan rienda suelta, de debajo de la corona sale Paco Martínez Soria riñendo a los camareros por amontonarle las croquetas.
Pudiera achacarse el gazapo a un descuido o a un rapto de nerviosismo, pero tres días después, Charlie 3 Palotes la volvió a liar en Hillsborough durante una ceremonia de firma de libros; se equivocó con la fecha, se manchó la mano de tinta y, completamente exasperado, empezó a echar pestes de la estilográfica, de la puta firma de los cojones y de la madre que lo parió: “Oh Dios, odio esto, no puedo soportar esta maldita cosa”. En ese instante me sentí muy identificado con él, porque yo también me indigno mucho, gesticulo malamente y suelto barbaridades parecidas cuando se va la conexión del ordenador o se atasca el mando a distancia. Sin embargo, yo al menos tengo la excusa de no tener ni pajolera idea de protocolo, de haber ido a un colegio público y de no estar delante de las cámaras haciendo el botarate en una retransmisión en directo.
También pudiera excusarse este comportamiento ridículo a la elevada edad en que Charlie ha accedido al mercado laboral, ocho años después de la jubilación, pero entonces la excusa deviene un torpedo en toda la línea de flotación de la institución monárquica. ¿Qué cojones hace un anciano de 73 años inaugurando las funciones de Jefe de Estado si resulta incapaz de firmar un libro sin quedar como un patán ante Gran Bretaña, la Commonwealth y más de medio mundo? ¿Qué hacía una bisabuela de 96 años al frente de un país aparte de tomar el té y chochear mucho? Por esa regla de tres, Isabel II podría seguir reinando después de muerta.
Una de las ventajas indudables de la república frente a la monarquía es la posibilidad de quitarse de encima a un cateto o un impresentable mediante una votación cada cuatro, cinco o siete años. Pero con una monarquía el país no sólo tiene que tolerar al cateto hasta su extinción biológica, sino que además debe tragarse sin rechistar y con patatas toda la morralla genética consecuente, la cual puede adoptar las variadas formas de borrachos, drogadictos, delincuentes fiscales, puteros o pederastas. En Gran Bretaña, en España y en casi todos los países que soportan una corona a los lomos saben muy bien que un rey no está para servir a la nación sino más bien viceversa. La lucha a muerte de Charlie 3 Palotes contra un tintero y una pluma no es más que el preludio de una larga charlotada, más aun cuando Charlie se hizo famoso en tiempos por decorar una serie de grabaciones de Leonard Bernstein en Sony con unas acuarelas pintadas por su mano principesca y más insulsas que una pupila con cataratas. Vete a saber si en realidad no las habrá pintado el perro.
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