Opinión
Buscar trabajo, otra vez
Escritora y doctora en Estudios Culturales
Una mañana asfixiante, de esas que sientes el sudor rodando por cada vericueto y el sol arriba como una criatura que amenaza con succionarte la piel y transformarla en arena. Me he levantado aplatanada y sin ganas de mucha cháchara, hasta que él me ha dado la noticia: estoy en el paro. La bola del desierto se ha deslizado suavemente por el salón y luego sólo he podido responder un par de muecas oblicuas, un rostro entre desconcertado y afirmativo que quería decir: otra vez la maldición. No se tambalean nuestras posibilidades de comer a diario, pero, de alguna manera, he sentido ese mazazo de hartazgo de quien lleva décadas lidiando con el mismo recurrente problema y ya ha perdido la energía para solucionarlo, aunque no le quede más remedio. Hace unos meses, yo reduje voluntariamente mis compromisos en varios medios con la intención de escribir una novela –craso error, la literatura siempre es una apuesta traicionera–, pensando que mi pareja andaba anclado a un empleo estable; ahora ninguno de los dos contamos con una nómina, ¡valiente situación a los cuarenta años! Pero lo peor es que estamos agotados.
Que el mercado laboral lleva siendo una estafa piramidal desde, al menos, 2009, no es ningún secreto. Entonces, me marché a Texas con dos maletas y una beca de máster intentando una supervivencia que se prolongaría durante más de una década. Emigramos, algunos retornamos, y vinimos a descubrir que las circunstancias de esa transacción económica -yo te alquilo el cuerpo durante unas horas para después recuperarlo y utilizarlo el resto del tiempo en algo más placentero- no habían cambiado tanto. A los puestos de autoexplotación –en la expresión de Byung-Chul Han– que mantienen al “sujeto del rendimiento” pues eso, bien sujeto, perpetuamente motivado emprendedor de sí mismo, se suma una escalada inflacionaria en derechos como la vivienda o la alimentación que nos aminora como persona hasta tornarnos cabezas de jíbaro. Pequeñitos y deslustrados, por cuatro duros obedecemos a la espera de que vuelva a aparecer la siguiente gran oportunidad, lo cual requiere una flexibilidad de chicle y aprender, que diría cualquier departamento de recursos humanos, “nuevas destrezas”. Esto el sociólogo Richard Sennett lo vio venir ya en 1998, cuando publicó La corrosión del carácter (Anagrama): ya no se trataría, exclusivamente, de un tema pecuniario, sino de la cantidad de cabriolas camaleónicas que una debe efectuar, hoy soy azul y mañana amarilla, con el fin de mantenerse a flote.
La identidad ligada al desempeño de las manos y/o unos estudios que te capacitan, en teoría, para algo concreto, tiene menos sentido que identificarse con una lechuga: al menos ella crece orgánicamente según ritmos, en principio, naturales. Los curritos ni crecemos ni nos desarrollamos, sólo nacemos y morimos y, en la mitad del vapuleo, firmamos contratos aleatorios o, en el caso de ser autónomos, un ramillete de facturas mordisqueadas por la correspondiente cuota insalvable. Entonces, ¿tú qué eres?, ¿trabajas de lo tuyo? ¿Qué es lo mío? Se me olvidaba: la lechuga o, con estas calores, un cactus. Si las mismas vicisitudes se multiplican indefinidamente, claro que se corrompe el carácter, porque te has pasado la edad adulta de bolo en oficina, de aula en entrevista, acumulando, tras meses, años, de cansancio una línea más para ese documento endemoniado llamado “currículum” que yo, en un poemario homónimo, tuve a bien tachar y romper en pedacitos (por lo visto, si el papel es bueno, se puede añadir al compost: lo digo para abonar la planta que ya somos). A veces, con mi querida Remedios Zafra, no me cabe más entusiasmo meritocrático en el pecho, de tantas páginas redactadas en tipografía formal que acabarán hechas jirones en el cubo de la basura (biodegradable).
Al otro lado del espectro yacerían, por supuesto, los trabajos de mierda que analizaba el antropólogo David Graeber: quizá paguen decentemente, pero su aportación al bienestar común es tan escasa como la nieve en el desierto. De esos también hemos tenido. Fundamentalmente burocráticos, su componente de utilidad social se limita al momento de cobrar, así que una sueña con desplegar esa anatomía exhausta que ya no es tan joven en alguna función volcada a mejorar una pizca el caos de mundo que se nos muestra frente a los ojos, fomentar quizá la felicidad de otros, o propulsar la educación y que, a finales de mes, con suerte, no avistes un barranco por el que despeñarte. Pero la maldición regresa: y ahora, ¿qué vas a hacer? –nos miramos a sabiendas de que la pregunta, como la visión de un borracho, se había duplicado–; ¿yo? Tomarme mi primer café. Más tarde indagaré la fórmula de mutación en la más efectiva de las emprendedoras; o colgaré cada una de mis virtudes en cuantos tenderetes virtuales encuentre y acudirán los empresarios más avispados a comprármelas; o mi novela se izará en la lista de “los más vendidos” como una bandera el día de la Hispanidad; no te preocupes, seré tu sugar mama.
Conforme caminaba hacia la cocina en busca del líquido que avivase unos sentidos ya alterados, me di cuenta de que iba arañando las paredes. Al llegar, no logré abrir la cafetera: mis dedos se habían llenado de púas. Definitivamente, me había convertido en un monstruoso cactus.
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