Opinión
Begoña y su amante marroquí
Por Anibal Malvar
Periodista
Actualizado a
En su eterno vagar por los predios de la estupidez, Santiago Abascal aterrizó estos días en Argentina para cantar las alabanzas de Javier Milei. El líder de Vox participó en el podcast político más popular del país, La Misa de Carajo, donde rio con infantil entusiasmo las gracias de los contertulios. Entre otros argumentos de alto voltaje político, estos sabios pensadores comentaron que Begoña Gómez “duerme con un marroquí”, y que “muy probablemente a Pedro Sánchez le gusta verlo”.
Hace poco viví una escena similar en un tren de cercanías. Iba yo leyendo mis alejandrinos y mis cosas, como cualquier obrero del montón, cuando se me sentaron alrededor cinco chavales universitarios. Iban bien vestidos y peinados, dentro del parámetro joven burgués, aunque no al modo cayetano. Como cotilla vocacional, periodista y escritor, tres inclinaciones que se me confunden, me puse a escucharlos disimuladamente, haciendo que contaba alejandrinos con los dedos, deporte que te deja como un idiota, pues no hay suficientes dedos en las manos para contar alejandrinos. La gente habla con mayor libertad cuando se cree que solo está escuchando un idiota.
El caso es que los cinco chavales me cayeron bien. Hablaban de deporte con deportividad, de estudios con estoicismo irónico y de chicas como compañeras. No eran perfectos, pero les cogí ternura enseguida. Unos eran un poco más listos y soberbios y otros un poco más tontos y sumisos, como en todas las pequeñas y grandes sociedades. Y uno de los chicos era negro. Había olvidado decir que uno de los chicos era negro. Me parece importante la nula importancia que le he dado al color del chico, hasta que me volví a acordar de que este artículo hablaba sobre Vox allá en sus primeros párrafos.
Los chicos del tren comentan ahora de sus pelos. Los chicos de ahora piensan mucho en su pelo. Le dan mucha importancia al pelo. Yo creo que incluso más que las chicas, según mis experiencias de audífono ferroviario. Yo escucho sus consejos de peluquería siempre con atención, pues sufro unos rizos canosos irreductibles que me hacen más viejo de lo que quiero parecer, y agradezco cualquier consejo cosmético. La magia pilosa se desvaneció cuando la megafonía anunció que nos acercábamos a la estación Almudena Grandes, fin de trayecto.
-Almudena Grandes, ¿de qué me suena? -preguntó el más tímido.
-Era una escritora roja y feminista –contestó con aplomo el chaval que se sentaba a mi lado.
-¿Roja y feminista? -intentó reírse el tímido.
-Sí, roja y feminista –el chaval fue tan cortante que se me empezó a parecer a Buenaventura Durruti, pero en repeinado. El tímido apagó la sonrisa.
Son esos momentos que te reconcilian con la humanidad. Hubo un rato de silencio y solo tren.
-La tía le pagaba las putas al marido –continuó el chaval que se había parecido a Buenaventura Durruti.
-¿Qué dices? -se rio otro.
-Que sí. Que le pagaba las putas al marido.
-Joder, yo quiero una así.
-¿Eso de dónde lo sacas? -siempre hay un escéptico.
-Lo leí en [ininteligible para mí].
-Joder, la tía. Yo quiero una así –repitió aquel.
Risas. Pocas. Yo me bajé del tren en la estación equivocada.
Es desalentador escuchar hablar así a unos chavales de veinte años. Pero es que si te acercas a las teles con Santiago Abascal, líder de la tercera fuerza política del país con tres millones de votos, vas a oír más o menos lo mismo. Fantasías de niño perverso de doce años. Que Begoña Gómez se acuesta con un marroquí mientras Pedro Sánchez mira, y Almudena Grandes le pagaba las putas a Luis García Montero, a la sazón director del Instituto Cervantes. Es todo tan delirante que da miedo. Tenemos una derecha cada vez más lisérgica. Somos un universo entero enganchado a su droga. A la droga de la mentira y el disparate. Que ya ha infectado las venas de la agenda política global. Y se cuela, implacable, en los hogares.
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