Opinión
Aterrizar
Por Mar Toharia Terán
Geógrafa. Especializada en Cambio Global y Cultura Ecológica
“Pero, ¿cómo hemos llegado a esto?” -se escapó de la boca de aquel hombre que, ante un café bien cargado y la televisión encendida, se recuperaba del frío en el bar. Las noticias, en un barrido rápido de datos, informaban de que 60.000 personas huyen de su hogar cada día debido a la crisis climática; que se prevé que más de 600 millones de personas se enfrentarán al hambre en 2030; y que ya han sido rebasados seis de los nueve límites biofísicos de un planeta donde el 1% más rico contamina tanto como los dos tercios más pobres. “La catástrofe climática está golpeando la salud, profundizando las desigualdades, obstaculizando el desarrollo sostenible y sacudiendo los cimientos de la paz. Los más vulnerables son los más afectados”, declaraba en la pantalla el Secretario General de la ONU, António Guterres, en la COP 29 celebrada el noviembre pasado.
Doy vueltas a mi café, y a mi mente, ¿cómo hemos llegado a esto? Y pienso que, quizá, recordar episodios de nuestro trayecto como humanidad pueda ayudar, al menos, a entendernos mejor. Y viajo, por ejemplo, hasta Francis Bacon que, con su definición de la naturaleza como una esclava generosa, retrata ese tiempo en el que en Europa se sentaban las bases de una nueva forma de entender la relación entre el ser humano y la Tierra. Bajo el desprecio hacia aquellas culturas tradicionales que la habían contemplado como un gran organismo pleno de vida, misterioso y algo hostil, iba quedando reducida a un objeto del que extraer recursos. El mecanicismo cartesiano, modelo de una ciencia cuantitativa y matematizada, consideró que, como en un reloj, todas las variables del mundo podían estar sujetas al control del hombre (del hombre occidental). Y se fue dibujando una idea compartida de progreso más relacionada con su dependencia de la civilización que del medio natural del que forma parte. El ser humano se despegaba así de la tierra, para ponerla a su servicio.
En este contexto, la Revolución Industrial impulsó ideas como crecimiento (ilimitado), expansión (también colonial) o progreso, de la mano de los combustibles fósiles. Y la vida humana se hizo absolutamente dependiente de ellos. Las consecuencias del ciego enamoramiento de estos principios, sin embargo, serían descomunales ecosocialmente. Tanto que hoy, el 86% de la población española está de acuerdo en que el cambio climático se debe fundamentalmente a las acciones de los seres humanos, al que se contribuye cada vez que se usan combustibles fósiles (Metroscopia, 2023). Durante el siglo XX, unos años que se conocen como los de la Gran Aceleración, la fractura metabólica del ser humano con la naturaleza, asociada al auge del sistema económico capitalista, se amplió en proporciones nunca vistas. Y, en lo que Herman Daly denomina un planeta lleno, el día de sobrecapacidad de la tierra llega cada año antes (actualmente, España vive como si tuviera 2,8 planetas). Desde mediados de siglo se sucedieron los avisos, cada vez más serios y unánimes, asociados a una forma de habitar un planeta finito basada en el mito del crecimiento infinito. Basta recordar el Informe Brundtland o los últimos informes del IPCC, los diversos encuentros internacionales y firmas de protocolos climáticos. Este pasado mes de noviembre ha tenido lugar en Azerbaiyán una nueva COP, la número 29.
Hoy, la sociedad española está de acuerdo: el 82% de la población considera que la emergencia climática es un asunto que constituye una grave emergencia real y que requiere medidas urgentes para evitar sus consecuencias (Metroscopia, 2023). Pero éstas son ya visibles, y navegamos entre la impotencia, el retardismo, o la ecoansiedad desde hace años. Los seres humanos hemos creído poder vivir por encima, incluso por fuera, del mundo natural al que pertenecemos, y nadamos entre preguntas que, si bien resultan simples en su raíz, buscan atajar una complejidad sistémica: ¿cómo hemos llegado a esto? Si la idea de progreso en Europa históricamente se hubiera relacionado con la proliferación de suelos fértiles, con diálogos urbano-rurales sostenibles, o con los cuidados interpersonales, por ejemplo, ¿cómo sería hoy nuestra cotidianeidad?, ¿y nuestros sistemas alimentarios? ¿Estaría el éxito social asociado al grado de conexión con la naturaleza, a vivir bajo diseños regenerativos -como los de la economía donut, o a contar con redes de apoyo mutuo? Conocemos bien los impactos de nuestros modos de vida, ¿qué necesitamos para reintegrar nuestro metabolismo humano, nuestra economía, en el funcionamiento de los ecosistemas de manera justa y armónica?
Transitar una transición ecosocial justa ahora requiere volver a aterrizar- es decir, “posarse, tras una maniobra de descenso, sobre tierra firme”- y recomponer así nuestra relación con la naturaleza. Impulsando culturas del entramado, en las que los seres humanos recordamos que somos ecodependientes (dependemos de la tierra y la biodiversidad) e interdependientes (dependemos de los demás), y replanteamos nuestro lugar en la trama de la vida. Pienso en culturas, porque habrá que confiar en nuevos paradigmas, creencias, comportamientos compartidos orientados al Buen Vivir (como expresan en América Latina), basados en la esperanza activa y la biofilia (ese sentimiento de conexión con otros seres vivos). Y en plural, porque serán diversas las estrategias de descenso. Siendo necesarias tanto medidas de apoyo hacia aquellas que ya están en marcha, como voluntad política para ubicar la “sostenibilidad de la vida” como prioridad. Porque el siglo XXI, dice Jorge Riechmann, es el de la Gran Prueba.
Miro a mi alrededor. Aquel hombre y su café ya no están. Termino el mío de un sorbo y me hago una última pregunta, ¿será posible este cambio de rumbo? No lo sé. Pero no dudo que valdrá la pena (o la alegría) haberlo intentado.
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