Opinión
Aranceles y Tsunamis


Periodista
Bajan revueltas las aguas que van a dar al mar Cantábrico porque la multinacional Bridgestone ha anunciado una salva de despidos. En su planta vizcaína de Basauri, el 40% de los currelas quedarán de patitas en la calle. 335 bocas menos que alimentar. En Puente San Miguel, Cantabria, hay 211 víctimas. Más de la mitad de la plantilla. Los dueños del cotarro han interpuesto excusas perezosas que suenan a manual: que si la incertidumbre de los mercados, que si los desafíos macroeconómicos, que si patatín, que si patatán. Los sindicatos, por contra, se han olido la tostada y tachan a los empresarios de incompetentes y caraduras. Aquí siempre pringamos los mismos.
Vivimos en una suerte de reconversión permanente que nos tiene eternamente en vilo, atorados en un presente sin futuro, en un hoy sin mañana. Sabemos que las empresas grandes llegan entre parabienes, levitan sobre fiscalidades laxas, trincan subvenciones que da gusto y llegado el momento se piran por la puerta de atrás sin decir adiós muy buenas. En los micrófonos oficiales escuchamos lamentos arrebatados, palmaditas en las espaldas de las familias afectadas, compromisos de nuevas políticas públicas que ofrecerán más subvenciones y fiscalidades más laxas. En fin, sepultamos al difunto abriendo tumbas nuevas.
Las instituciones, escribía Jule Goikoetxea en estas páginas, solo alcanzan a ofrecer chalecos salvavidas en medio del tsunami. Taponamos una fuga de agua aquí y frenamos allá una gotera con una palangana. Ni siquiera las medidas más audaces sirven para distribuir el poder porque dejan intocado el sistema de producción. Fardamos de innovación y tejidos industriales que no nos pertenecen sino que están en manos de caprichos mercantiles. Los mismos apellidos ilustres seguirán acaparando plusvalías mientras privatizan hasta los rincones más recónditos de nuestras vidas. Contra toda evidencia, tratamos de dialogar con el tsunami. Y así nos luce el pelo.
A cada paso leemos titulares asustados que hablan de guerras económicas y de economías de guerra. Aunque apenas se menciona, es imposible deslindar la política arancelaria trumpista de las políticas europeas de rearme. La conexión es palmaria: en la medida en que las firmas europeas paguen más por vender sus productos en suelo estadounidense, será más probable que pidan el socorro de nuestras instituciones públicas. Llamémoslo “rescate”. Así aparece, por ejemplo, la lógica imperativa del aumento del gasto en Defensa, el pretexto perfecto para impulsar un trasvase masivo de patrimonio público a la industria bélica europea. Llamémoslo “políticas de ajuste”.
Con una infusión de patrioterismo y balbuceos preescolares, Donald Trump comparece para desvelar los nuevos decretos que habrán de desfigurar el mapamundi comercial. Los aranceles tienen un doble propósito. Por un lado, prometen proteger la producción doméstica neutralizando la competencia extranjera. Por otro lado, prometen afianzar a Estados Unidos en el tablero geopolítico a costa de desestabilizar la contabilidad de los países rivales. Es posible que Trump se esté disparando en el pie y empujando a su país hacia el abismo de la recesión. De momento, sin embargo, ha puesto a los mandatarios europeos a un paso del delirio.
Un fantasma se cierne sobre Europa: es el fantasma de la austeridad. No la vieja austeritas de los filósofos estoicos, que nos invitaban a una vida sencilla y sin desenfrenos. En tiempos de seguridad, decía Séneca, hay que entrenar el alma para las dificultades. La austeridad como virtud está en el corazón de las teorías decrecentistas y en las críticas a la sociedad de consumo. Al contrario, la austeridad europea esconde la privatización de servicios públicos y la abolición de todo horizonte de progreso. Es una huida hacia adelante, una llamada a apuntalar las ruinas de un sistema que hace agua por todas partes. Ni chalecos ni palanganas nos salvarán del tsunami.
¿Alguien recuerda la debacle financiera de 2008? Los liberales más intransigentes se volvieron de pronto keynesianos y reclamaban que el Estado acudiera al auxilio de bancos y transnacionales. Mencionaban con entusiasmo aquella cita probablemente apócrifa de Albert Einstein que bendice la crisis como oportunidad, como semilla de la creatividad, el día que nace de la noche y tal y cual. El científico alemán, en cambio, escribió en defensa de una economía socialista como alternativa deseable a las dinámicas depredadoras del capitalismo. Hay una oligarquía tan poderosa, dice Einstein, que incluso bajo una democracia es capaz de torcer la voluntad de los cuerpos legislativos.
Hoy le toca el turno a los trabajadores de Bridgestone en Puente San Miguel y en Basauri pero mañana serán otros nombres en otras geografías. Y después, cuando los aranceles contraigan los ingresos por exportaciones, llegarán los retoques austericidas, los argumentos inverosímiles para el rearme, la misma transferencia de capitales públicos a manos privadas que vimos hace apenas diez años por obra y gracia de la Troika. El pueblo llano tiene ahora tres opciones: dejarse arrastrar por el tsunami, aferrarse a un salvavidas o tomar nota de la historia y convertirse él mismo en tsunami, insumiso y torrencial, para que sean otros por fin quienes vivan condenados al perpetuo naufragio.
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