Opinión
Anita y Aníbal
Por Pablo Batalla
Periodista
Anita recordaba de su infancia en El Campurru las veces que La Reguerona, el arroyo en el que lavaban ("de aquella no había lavadora, fíu"), se congelaba, y había que llevar una piedra para quebrar los calambros, y un caldero de agua caliente para ir derritiéndolos, y la niña lavandera que Anita era acababa por no sentir las manos sumergidas en el agua gélida, "pero teníes que facelo, fíu". Aníbal recordaba de su infancia en Uxo la vez que el Caudal se desbordó, se llevó su casa por delante, y un carro bastó para trasladar a la familia y sus pocas pertenencias a su nuevo hogar, en el barrio de San Pedro de Mieres. Eran los de Anita, fueron todavía los de Aníbal, tiempos de calambros: había que partir la vida cada día con una piedra para poder habitarla. Eran los de Aníbal, habían sido ya los de Anita, tiempos de riadas homicidas: había que tener un carro siempre listo para evadirse de las antropofagias varias de la España, no una, sino dos —los vencedores, los perdedores—; no grande, sino pequeña como la boca de un fusil; y pardiez que no libre.
Anita tuvo un padre que dejó de tener. Avelino Sirgo Fernández, conocido como El Perrucu, conocido como El Matemático, conocido como Lada, capitán republicano en el batallón del Comandante Chuno, se echó al monte después de la derrota y en el monte aguantó hasta el año cuarenta y siete, cuando lo terminaron a tiros en un chamizu de Vibañu. La niña Anita ya solo volvió a verlo una vez, en que un tío suyo la llevó a visitarlo —a conocerlo— a una cabaña de Posada; El Perrucu, allá en el monte, llegó a formar otra familia, a engendrar otra hija al menos, con una chavala que llevaba leche y comida a los guerrilleros; la anciana Anita no se lo reprochaba; la Anita recién casada lo había sido entre guardias civiles que se precipitaron sobre su boda ("yo nun sé d’ónde salieron tantos, fíu; salieron como mosquitos") por si el padre aparecía, que les pisaron todas las tartas, que levantaron tablas allá donde les sonaba hueco, que dejaron aquello hecho un cristo; la Anita anciana no reprochaba a su padre haber querido sobrevivir, y allá donde sobrevivió, haber querido vivir, romper la vida con una piedra, derretir los calambros, darse alguna alegría en las cabañas y cuevas de las alturas llaniscas y cabraliegas donde el aire da la vuelta y Jesucristo perdió el mechero y el Vietcong español podía matar en vez de ser matado, devolver alguna, reventar a algún pistolero falangista, en vez de mansamente sufrir la Operación Yakarta del fascismo internacional.
Anita fue ella misma, de adolescente, enlace de la guerrilla; al monte subía a dejar cestas y lecheras trucadas con fondo falso y pistolas dentro, y bien comprendía que allá arriba había que abalanzarse sobre cualquier alegría, sobre cualquier alivio, con la voracidad de un hambriento, en el tiempo aquel de la tristeza y la muerte, del mal y el terror.
Aníbal quedó muy pronto huérfano de madre, y con su padre minero anulado por la silicosis, tuvo que abandonar —él que era inteligente como un rayo— los estudios con trece años para ponerse a currar; a ser ayudante de un tratante de ganado, a repartir cartas de un banco, a subirse a un andamio como obrero de la construcción, a finalmente entrar de picador en Mina Llamas. La fragua de aquel país desvencijado y satrápico forjaba hombres de hierro y mujeres de acero cuando no los mataba.
Anita no tuvo miedo cuando estalló la Güelgona y no lo tuvo tampoco cuando, en una mazmorra, el capitán Caro, enviado desde Melilla a sofocar la cabila astur, la dejó sorda de un oído a base de toletazos, cada vez que ella afirmaba no conocer, vaya si los conocía, los rostros de las fotos que le ponían delante; rostros de otros hombres, de otras mujeres, de hierro y de acero y de titanio y de iridio, como el Paisanu Horacio; Horacio que había estado mil veces en su casa; Horacio que "se ponía una gabardina de papel, porque era casi de papel de fina que era, se metía un chorizo en un bolso y echaba a andar desde Oviedo hasta aquí, y cuando llegaba aquí en invierno llegaba con aquella gabardina chorreando y sin paraguas. Yo lo metía en la habitación, le ponía ropa de mi marido y le secaba la suya con la cocina de carbón para que se la pusiera otra vez". Hasta las piedras si hablaran, dice una canción, hablarían bien de Horacio. Y si las rocas hablaran hablarían también bien de Aníbal Vázquez y de su compromiso militante; dirían, como un compañero que lo fue del MC, que "desde el principio estuvo en toes".
En todas estuvo Aníbal, en todas estuvo Anita, y lo pasaron muy mal, pero lo pasaron muy bien, supieron pasarlo bien, jamás dejaron de ser alegres, de resplandecer de alegría, de desbordar, igual que el Caudal aquel aciago día de los cincuenta que dejó sin casa al niño Aníbal, de socarronería asturiana, de un sentido humorístico de la vida; de partir de risa a cualquiera que charlaba cinco minutos con ellos y escuchaba por ejemplo a Aníbal decir de una persona un poco tacaña: "Esi tien ortigues nos bolsos".
De aquella boda chafada por la invasión de la Meletérica, Anita recordaba que no dejaron de divertirse; que "allí no marchó nadie" y "hubo una juerga terrible: allí se cantaron cantares y se bailaron la conga, la raspa y de todo". "Si no puedo bailar la conga, la raspa y de todo, no es mi revolución", decía Anita, lo decía también el muy folixeru Aníbal, y Augusto Ferrer-Dalmau no pintará sus retratos, pero fue Aníbal, Anita fue, fueron ambos y tantos otros, aquella "mejor España" de un emocionante texto de Max Aub: "Estos que ves ahora deshechos, maltrechos, furiosos, aplanados, sin afeitar, sin lavar, cochinos, sucios, cansados, mordiéndose, hechos un asco, destrozados, son, sin embargo, no lo olvides, hijo, no lo olvides nunca pase lo que pase, son lo mejor de España, los únicos que, de verdad, se han alzado, sin nada, con sus manos, contra el fascismo, contra los militares, contra los poderosos, por la sola justicia; cada uno a su modo, a su manera, como han podido, sin que les importara su comodidad, su familia, su dinero. Estos que ves, españoles rotos, derrotados, hacinados, son, no lo olvides, lo mejor del mundo. No es hermoso. Pero es lo mejor del mundo. No lo olvides nunca, hijo, no lo olvides".
Nosotros no olvidamos ni olvidaremos ni a Aníbal, ni a Anita. Aníbal se nos fue en noviembre del veintitrés y el turullu sonó en la Plaza Mayor de Mieres como sonaba cuando había minas y un minero moría y convirtió en escarpias los pelos de los miles de mierenses que llenaron las calles para aplaudir a su alcalde, el féretro de su alcalde envuelto en una bandera republicana; mierenses de la izquierda y de la derecha y el centro, porque todos votaban al buen y digno Aníbal, su honestidad premiada con una de las mayorías absolutas más abultadas del país entero, porque Izquierda Unida arrasa casi siempre que le dan la oportunidad de mostrar cómo gobiernan los comunistas.
Anita se nos va ahora y, mientras estas líneas se escriben, se anuncia una marcha a pie desde el salón de actos de Comisiones Obreras del Nalón hasta el Pozu Fondón, lugar en que lideró los piquetes del sesenta y dos, cumpliendo así su deseo de ser despedida con una manifestación, la última manifestación; y a nadie le cabe duda de que será multitudinaria; de que, aunque llueva, la lluvia empapará centenares si no miles de puños y gargantas, porque a Anita no le importó, cuando tuvo que no importarle, que llovieran chuzos y calambros, que el río desbordase, que cayeran porrazos, que le diera por decirle al capitán Caro que estaba embarazada para ver si así lo ablandaba y el capitán Caro le dijese "un comunista menos", que le raparan el pelo y el ministro Fraga se burlase.
Hay estatuas de Manuel Fraga en la España del veinticuatro y no hay estatuas de Anita, ni de Horacio, solo nombres de calle en barrios proletarios de Gijón o las Cuencas y un colegio público de Morcín, pero no las necesitamos, porque una estatua no es más que un sofisticado cagadero de palomas, y las palomas no cagarán, no pueden cagar, sobre el espectro de Anita y el fantasma de Aníbal; sobre el recuerdo indeleble de la Plaza Mayor de Mieres abarrotá y la marcha al Fondón y el hablar eterno de las piedras, que hablarán bien de Horacio y hablarán bien de Aníbal y de Anita y pedirán, en su nombre, ser piedras que en días de tormenta se hundan en el cieno de la tierra y luego centelleen bajo los cascos, bajo las ruedas; ser piedras aventureras y ser piedras de una honda, ser piedras pequeñas y ligeras que futuros rebeldes lancen al entrecejo del monstruo y lo derroquen, y la onda expansiva de su desplome ciclópeo retiemble la tierra y haga trastabillar y caer todas las estatuas feas, y abra las cunetas y la mejor España emerja a la superficie, se ponga en marcha con un chorizo en el bolsillo de la gabardina y su luz y su ira nos arranquen del sueño, y algo nuevo anuncien, y los calambros derritan.
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