La abdicación del Rey ha pillado a casi todo el mundo con el paso cambiado. Quizá no debería ser así, porque las señales de su postración física, familiar e institucional eran clamorosas. Pero es cierto que no resulta nada habitual en la historia que los monarcas se bajen del trono y se vayan a su casa. Y, cuando lo han hecho, como cuando se iba en 1931 el abuelo del que ahora abdica, no lo hacía de buen grado. Lo hacía más bien expulsado, y no por las armas, sino por las urnas y en medio de una fiesta popular.
A principios del siglo XXI, más que la sumisión o temor de otrora, los monarcas inspiran un difuso respeto e indiferencia, y aparecen más en la prensa del corazón que en la política. Pero eso ha cambiado aquí. Los réditos del aún confuso 23-F de 1981 no podían ser eternos. El cuestionamiento del relato heroico sobre la Transición y la radical crisis que afecta a las instituciones no podía hacer un meandro alrededor de la Zarzuela. Y la crisis y penurias económicas rebajan las aguantaderas de la gente. Quizá podía obviarse antes que la más alta magistratura del Estado quedara al margen de principios democráticos básicos como la responsabilidad jurídica y el carácter electivo. Pero en tiempos de ajustes draconianos, cada vez más gente se pregunta por el sentido de una poco barata institución con tantos privilegios y frunce el ceño si una infanta y un yerno ducal pueden haber tenido turbios manejos con don Dinero. Después de uno de sus pasos por quirófano, Juan Carlos lucía gafas de sol. Quizá no era mala idea, y sí una buena metáfora. Llevar unas gruesas gafas con las que no viera ni fuera visto, a ver si así no les salpicaba a él y los suyos la que está cayendo fuera de los muros de palacio.
Pero incluso una institución tan alérgica a todo cambio de guión ha tenido que mover ficha. En su discurso ha dicho que se retira para dar paso a una generación más joven, y su relato es el de un sacrificio. Pero tras la abdicación hay otros factores. Las encuestas demoscópicas dicen que es lo que le pedía más de dos tercios de la ciudadanía. Sus cacerías de elefantes, tropiezos, viajes arábigos y amistades peligrosas femeninas habían abierto vías de agua mediáticas difíciles de taponar. Le habían mostrado además el camino de la abdicación hace poco sus colegas en Bélgica, Holanda e incluso en el Vaticano. Hace tiempo que su estado de salud le impedía ejercer en realidad de Rey. Y a todo ello se añade la cornada por el flanco judicial que pronto se puede sustanciar. Siquiera fuera por acumulación de frentes abiertos, la Casa Real ha debido claudicar y hacer lo que no entraba en sus planes. Por ahora no sabemos si hay además poderosas y apremiantes razones médicas. Tampoco si ha influido el resultado de las elecciones europeas. Más bien parecería que se ha esperado a que pasaran, quizá por el temor de los dos grandes partidos a que este tema 'viciara' la campaña. Como se diría que preferían hacerlo público nada más acabadas, lo más lejos posible de otro paso por las urnas y con una mayoría parlamentaria dócil que apoye la sucesión al trono sin cambiar una coma de la Constitución.
Por ahí va quizá el significado político real. Cambiar algo en la cúspide para que en el fondo nada cambie. Puede que el Rey lo haga solo para salvar la Monarquía antes de que la desafección crezca más y un día sea ya tarde. O puede que forme parte de una más amplia estrategia del status quo para maquillar uno de los rostros más visibles del sistema político. Sea como fuere, ya tardaba. Y hace falta más. El descrédito y desautorización del entramado institucional son tales que no puede arreglarlos la sonrisa de Felipe VI. Hay más cosas ya en juego. Para muchos y muchas, lo está el relato sobre los orígenes de esta democracia y su legitimidad, en el que tenía un papel central el Rey abdicante pero no su hijo. Y lo está la propia forma de nuestro Estado.
Tampoco hace falta engañarse. Casi todos los Estados del mundo son repúblicas y a muchos les va tan mal o peor. La República no es un ábrete Sésamo hacia el Edén político. Que el Jefe del Estado sea electivo es solo una vía más hacia la transformación social, y no la más trascendental. Pero tiene un indudable valor simbólico y pedagógico. Con sus liturgias, la monarquía huele a rancio, a la naftalina de otras épocas con sociedades aún más desiguales que las nuestras. Y, como ciudadano, preferiría que la máxima autoridad del Estado pudiera ser revocada cada equis años, que pudiera rendir cuentas de sus actos y que sus privilegios hereditarios no generen ámbitos de privatización de lo público en el centro mismo del sistema político. Desde luego, la naftalina, los privilegios y la implicación directa de la Monarquía con un sistema político decrépito ya no son los de 1931, cuando el abuelo de Juan Carlos hubo de dejar el poder también tras unas elecciones que no eran generales. Pero el tiempo dirá si basta con que ceda el cetro y las gruesas gafas de sol a su hijo, o si es demasiado tarde y un día, mes o año de estos habrá una nueva fiesta popular y otra República.
José Luis Ledesma es historiador.
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