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Romay Beccaría, Rajoy, Feijóo: la precuela... ¿Y el epílogo?
De cómo un berlanguiano encargo de Romay Beccaría a su cuñado para blanquear el último gobierno de Franco se reciclaría en una dinastía que acabó tutelando a Rajoy y a Feijóo.
Santiago Romero
Santiago-Actualizado a
Si alguien vinculado a la contestación antifranquista se encontraba en problemas, llamaba a un número de teléfono de Madrid. Era el de José Antonio Novais, corresponsal de Le Monde, que en su casa mantenía uno de los epicentros de conspiración contra la dictadura. Aparecer en sus crónicas otorgaba la condición de no torturable. El teléfono de Novais –hijo de Joaquim Novais Teixeira, el jefe de prensa portugués de Azaña–, al que llamaban también algunos versos sueltos del régimen como el general Díez Alegría, sonó a primeros de febrero de 1974. Apenas un mes después de que Carrero Blanco volara hasta un tejado y de que Arias Navarro fuera confirmado cómo último presidente del gobierno del dictador.
«Se está cociendo algo y Arias lo va a anunciar en un discurso televisado», advertía el confidente telefónico. «En su gobierno hay un grupo convencido de que puede pilotar la transición en vida de Franco con un sucedáneo de democracia sin partidos. La receta del Gatopardo».
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En ese grupo destacaban los ministros gallegos Antonio Carro y Pío Cabanillas –quien pronto se bajaría de ese tren sin recorrido para subir al de Adolfo Suárez–. Y su receta, que pasará a la historia como "el espíritu de 12 de febrero"», se coció en un áspero Consejo de Ministros en el que afloró la figura de otro gallego, un ambicioso,pero discreto funcionario betanceiro que acababa de ascender a subsecretario de Presidencia de la mano de Carro y quien formaba parte del Opus Dei (de ahí el apodo de "Romay Vicaría". El propio Fraga diría en amistosa chanza en sus memorias que ese hombre que iba a alcanzarlo todo en la política española tenía además "plaza importante en la curia romana").
En la tarde de 9 de febrero , cuando discutían quién podría escribir la parte del discurso de Arias referida a una universidad en pie de guerra, Carro desautorizó el ministro de Educación, Martínez Esteruelas, y se montó una buena. En pleno desconcierto, alguien irguió la mano para decir: "Yo tengo un cuñado catedrático…". Era Romay Beccaría. Y el cuñado era el oftalmólogo Manuel Sánchez Salorio –un hombre de lustre liberal y de un cierto galleguismo en la línea de Albor, del que era amigo–, a quién llamaron esa misma noche desde Presidencia con el insólito encargo.
"Me dijeron que lo tenía que tener listo por la mañana", me contó Salorio a mediados de los noventa, cuando el episodio permanecía inédito. "Pasé la noche en vela escribiendo y soltándole en voz alta párrafos enteros a las estanterías para calibrar el efecto. Recuerdo que decía que el conflicto que vivía de aquella universidad era algo positivo, y que en seguida me autocensuraba con algo así como 'pero cuidado con el que agite!', que fue asombrosamente lo único que suprimieron. Por la mañana llamaron dos estenógrafas para tomar nota a mano. Cuando acabé, nadie se puso al teléfono para hacerme el más mínimo comentario. Nadie me dijo nada, ni el propio Romay. Tanto les daba, porque no tenían la menor intención de hacer nada de lo que allí se decía».
Tras la muerte de Arias Navarro, Salorio pensó en hacer públicos los folios manuscritos del discurso, pero estaban perdidos. "Yo vivía entonces en la calle Compostela de A Coruña, y aún recuerdo el cajón donde los había guardado, pero no sé a donde fueron a parar. Tengo idea de que se los mostré en una ocasión a García-Sabell...".
La intervención de Arias en la televisión, en la que se anunciaba la creación de las asociaciones políticas, flaco sucedáneo de los partidos, despertó una efímera ilusión de apertura que duraría apenas diecisiete días, hasta que Franco ordenó la ejecución del anarquista Salvador Puig Antich, a pesar de la campaña internacional en contra. El régimen se aislará aún más en marzo, cuando está a punto de romper con el Vaticano por la homilía del obispo de Bilbao, Antonio Añoveros, en la que defiende "el derecho de los pueblos a definir su identidad". El miedo a la revolución portuguesa de 25 de abril provocará la fulminante destitución de Manuel Díez-Alegría en la jefatura del Estado mayor del Ejército tras desvelarse una entrevista con Santiago Carrillo en Bucarest. En junio, el "espíritu de 12 de febrero" será enterrado oficialmente por Arias Navarro en un discurso en el que aclara que "no pretende ser nada distinto del espíritu indeclinable del régimen de Franco".
Una de las víctimas de ese fugaz idus tardofranquista va a ser otro tecnócrata gallego que había sido secretario de Presidencia con Carrero Blanco en 1969 y será una de las figuras claves en la política gallega con la llegada de la democracia (a la sombra también del Opus, como Romay). La lengua incontinente de José Luis Meilán Gil, que más de una vez adoquinó su camino político, tacha de « verbócratas» los padres intelectuales del discurso de Arias, lo que le supone la destitución en el consejo de Iberia.
En las intrigas de los cargos reformistas forjados en la administración franquista que aspiraban a liderar el posfranquismo pocos daban ya crédito a esta vía descafeinada. Apenas Fraga, Carro y su pupilo Romay. Pío Cabanillas, que mantenía desde el Ministerio de Información una buena relación con la prensa, recibe una clara advertencia de Carro: "Vas demasiado rápido, hay que parar". Poco después será destituido (entre otras cosas, por negarse a retirar la película La prima Angélica, de Carlos Saura, que triunfará en Cannes).
Ese imposible engendro político, con un pie en la dictadura y otro en un espejismo de democracia, se arrastrará aún después de la muerte de Franco con Arias y Fraga (que lleva a Romay como subsecretario de Gobernación) hasta que Suárez los desaloja del poder en 1976. La decadencia del régimen se hacía evidente en los últimos tiempos de Meirás, donde el fotógrafo Cancelo, el único que le hablaba en gallego a Franco –a quién trataba impunemente de "don Claudillo", según Manuel Ferrol– contaba que en la corte estival del 1975 nadie le pedía ya fotos con el dictador. Preferían retratarse con Carmen Polo, mucho más influyente.
El último Consejo de Ministros en el pazo tendrá lugar en agosto de 1975 y a todos los periodistas que se acreditan en el Gobierno Civil de A Coruña les entregan un sobre con un bueno manojo de billetes, según cuenta en sus memorias Miguel Ángel Aguilar, que firmó su "recibí" a nombre de Luis María Ansón. Se respira un aire de "escopeta nacional" que alcanza el clímax en una fiesta de despedida en la discoteca Volvoreta en Santa Cristina –que formaba con Sada y Pontedeume la rivière franquista–, a la que asiste toda A Coruña de la época.
Ameniza la sesión Carlos Acuña, que dedica a Pilar Franco el tango Aires de gloria. Y a Emilio Romero, censor oficial del régimen, la Cumparsita. En una entrevista en un medio local, Acuña comenta que nunca había visto correr tanto champán francés. Alguno de los invitados había estado poco antes en una reunión de notables coruñeses, en la que cortó en seco a un Díaz Pardo que pretendía exponer la obra coruñesa de Picasso: "No olvides, Isaac, cómo acabó el último que tuvo esa idea" (se refería al artista Francisco Miguel, que en 1936 había apalabrado en París esa muestra con su amigo Picasso antes de ser mutilado y asesinado).
Suárez hará aún después de la muerte del dictador un tributo nostálgico a los veranos franquistas de A Coruña con la celebración en el pazo de María Pita de su primer Consejo de Ministros, el 30 de julio de 1976, que decreta la amnistía de los llamados delitos políticos. Era la medida que abría definitivamente la puerta a las primeras elecciones. A esa altura de la partida, Romay había quedado aparentemente alejado del destino que comenzó a acariciar en el errado simulacro de democracia de febrero del 1974: sentarse en uno de aquellos sillones ministeriales. Difícilmente adivinaría entonces cuál habría de ser el insospechado trampolín político que encarrilaría de nuevo esa ambición.
En Cataluña, Euskadi y Galicia, la movilización por la democracia tenía un matiz añadido. "Libertad, amnistía, estatuto de autonomía", se chillaba en las calles. Y en otros lugares inverosímiles. El abogado Manuel Estévez Mengotti, concejal coruñés en los últimos años de Franco, que militaría en UCD y PP sin renunciar a los viejos amigos comunistas que defendió en los tribunales, fue testigo de un episodio único en la Transición. En 1975, tras el triunfo del equipo español de hockey en la final del campeonato mundial celebrado en las instalaciones deportivas municipales de Riazor, alguien tuvo la temeraria ocurrencia, con Franco presente, de poner el himno gallego –coreado a todo pulmón por miles de gargantas– antes que el español. "Pensé que nos iban a fusilar, pero el caso es que Franco aguantó en pie, sin inmutarse, y no pasó nada".
Uno de los triunfadores en las primeras elecciones democráticas de 1977 en Galicia fue el Partido Gallego Independiente de Meilán Gil, que logró seis de los nueve escaños en juego en A Coruña y acabaría coligado con la UCD. Meilán, que se opuso al recorte del techo del Estatuto gallego cuando la reyerta del "insulto" y participaría años después en la creación de Coalición Galega con Eulogio Gómez Franqueira, propuso entonces sin éxito que se le ofreciera la Presidencia preautonómica a un galleguista histórico como Emilio González López, Manuel Iglesias Corral o Valentín Paz Andrade.
La última vez que hablé con él –al hilo de los cuarenta años de las elecciones de 1977, poco antes de su muerte en 2018– destilaba una amarga autocrítica sobre los caminos emprendidos en aquel momento fundacional. "En el PGI creíamos en la autonomía, en lo que ahora se llama claramente autogobierno, pero no todos pensaban esto en la UCD. Yo era partidario de empalmar la legitimidad democrática ganada en las urnas con la legitimidad histórica del galleguismo. Una de las operaciones más inteligentes de Suárez fue la venida de Tarradellas a Cataluña. Aquí hubo varias tentativas, pero no salió ninguna. Aquel 15 de junio, aunque parezca excesivo decirlo así, hubo en Galicia un triunfo de centro, pero de centro gallego. ¿Qué nos pasó? Pues que no teníamos la suficiente fuerza económica para ir adelante y por eso se forzó la coalición con la UCD. Ahí estuvimos y fue un error. La historia de Galicia habría sido otra", confesaba.
Parte no pequeña de esa decepción tenía que ver con el incumplimiento de la promesa que Suárez le había hecho tras la victoria. "Dijo que me iba a nombrar ministro para las regiones, pero después eso no salió. Hubo una maniobra de aquellos barones que tan mal le fueron a Suárez. Me invitó a comer en La Moncloa para disculparse, pero yo le dije que no se preocupara. Éramos amigos», se sinceró Meilán.
Un repaso a las posiciones políticas que los candidatos noveles defendían en la primera campaña electoral de 1977 depara sorpresas inimaginables. El socialista Francisco Vázquez, futuro defensor de las esencias españolas, dejaba escrito para la posteridad en un artículo publicado en aquellas fechas que era partidario de la autodeterminación de Galicia.
"Aquellas líneas me dejaron absolutamente perplejo", me comentó Xosé Luís Rodríguez Pardo por las mismas fechas de la conversación con Meilán. "En aquel artículo Vázquez escribía: 'Nosotros, los que somos partidarios de la autodeterminación...'. Nosotros nunca fuimos partidarios de la autodeterminación, entre otras razones porque habíamos discutido el concepto de autodeterminación, habíamos estado en esos manejos en su día y él venía de fuera, cogía lo bonito, las plumas de las que se vestían las cosas".
Rodríguez Pardo, dirigente del Partido Socialista Galego de Beiras, se integró en 1978 en el PSOE con otros cuadros procedentes del PSG, como Ceferino Díaz o Fernando González Laxe. Irónicamente, el martillo que acabaría en el PSOE con la corriente galleguista representada por Rodríguez Pardo fue precisamente el mismo Vázquez que poco antes defendía la autodeterminación.
"Nosotros defendíamos una visión federal del partido, que responde a una honda tradición del PSOE que aún hoy identifica los órganos de la estructura del partido, que conserva aún un Comité Federal, en el que por cierto estuvo Vázquez. Pero... ¿Dónde está ese federalismo?", señalaba con ironía Rodríguez Pardo, fallecido el mismo año que Meilán.
"Laxe y yo nos fuimos al PSOE porque el PSG había derivado a un excesivo acercamiento a los movimientos galleguistas más radicalizados, como la UPG o AN-PG. Lol peor fue que Beiras estuvo muy enfermo en las elecciones del 77 y cuando se recuperó ya había pasado todo. Creo que de haber logrado un buen resultado con el PSG, acabaría pactando la entrada en el PSOE, como Raventós en Cataluña". El propio Beiras nos reconoció a Xosé Manuel Pereiro y a mí hace años que probablemente habría sido así, pero que no creía "que hubiera durado mucho".
Si hay que buscar una imagen de la precaria institución preautonómica que se instaló en Galicia después de las elecciones de 1977, podría ser la de aquel presidente Quiroga Suárez –que sucedió a un Antonio Rosón destituido por las críticas a los recortes del Estatuto– cuando visita la Tarradellas en una Generalitat que contaba ya con los poderosos presupuestos de las diputaciones provinciales catalanas autodisueltas.
Los funcionarios que le esperaban en las escalinatas del palacio barcelonés, con tendencia a cargar las tintas protocolarias de un Gobierno catalán que acababan de estrenarse, no daban crédito cuando le vieron llegar en un taxi que llevaba atados en el techo los bombos y otros aparatos de los gaiteros con los que iría después la una fiesta en el Centro Gallego. "El tiempo dirá si fui un testaferro", me respondió en una entrevista en 25 de julio de 1979. Lo dijo.
En ese ambiente de desilusión se convocan en 1981 las primeras elecciones gallegas, tras el intento golpista y con una UCD en descomposición, que supondrán la primera victoria de la derecha fraguista en España y la resurrección política de Romay Beccaría. Esa derecha que buscaba el voto del franquismo sociológico será paradójicamente la encargada de poner en marcha el Estatuto de Autonomía frenado por el golpe de Franco en 1936. Con un Gobierno gallego en el que Romay será vicepresidente y en el que comenzará a tejer una red de influencias que manejará decisivos resortes de poder en las décadas siguientes, tanto en Galicia como en España.
El betanceiro se convertirá en el barón de una provincia coruñesa que concentraba entonces en Galicia el poder financiero, la intelligentzia universitaria, la industria energética, la jerarquía eclesiástica, el estamento militar y la clase media funcionarial. Es el origen del llamado clan del "birrete" que custodiará los intereses de la élite urbana –y los de Madrid–, antagónico del sector de la "boina", que será la maquinaria electoral que permitirá a Fraga gobernar Galicia hasta 2005. La ambición de Romay nunca fue a ganar poder frente a la dirección nacional del partido, sino formar parte de ella. Un objetivo que nunca perdió de vista desde aquel primer consejo de ministros de 1974.
La historia gallega que se reescribirá desde 1981 se puede resumir en unos decisivos episodios en los que la larga mano de Romay estará siempre presente. La primera nota de corte para ese iniciático gobierno gallego anclado en el franquismo llegará con la rebelión de Xosé Luís Barreiro, que había sucedido a Romay en la Vicepresidencia de la Xunta, y con la moción de censura que hará presidente a Laxe. El arranque democrático en Galicia carecía del ánimo nacionalista que sería el motor político en las otras nacionalidades históricas.
Ese vacío –que en cierta medida intentarían llenar en los noventa los de la "boina" con un galleguismo sui generis- es lo que quiere corregir en 1987 el tripartito PSdeG, CG y PNG. Pero topan con Romay. El betanceiro es quien convence a Fraga del desembarco en Galicia. Romay dará ya por hecha la candidatura del "patrón" –con gran enfado de Albor– en unas declaraciones en el Faro de Vigo y en el informativo de TVE-Galicia en el primer semestre de 1986, un año antes de la moción de censura.
Fraga ganará esas elecciones en una campaña trucada en la que enarbola el cadáver político de Albor como un mártir y en la que Felipe González ningunea a Laxe con su ausencia. Romay le echará el ojo desde un principio a un novato Rajoy al que apadrinará, primero como vicepresidente de la Xunta y después como ministro y presidente de España. Él mismo ocupará por fin el ansiado sillón ministerial con la llegada de Aznar.
Desde Madrid, con la complicidad de Rajoy, decidirá la disputada sucesión de Fraga, laminando a Cuíña para colocar la otro pupilo, Feijóo, al que fogueará como director del Insalud en el Ministerio de Sanidad. Sucesor de Bárcenas como tesorero del PP y presidente del Consejo de Estado con 84 años, el guardián de las esencias conservadoras juntó su dinastía el año pasado para presentar unas memorias prologadas por Mariano y Alberto. La saga no descartaba aún un nuevo asalto al poder en Madrid que la campanada de Ayuso complicó considerablemente.
Impasible, impecable, implacable e impenetrable, es una tarea ardua capturar la encarnadura humana de este político adicto a las sombras. Una de las pocas pistas brota en el artículo que escribió en ABC después de la moción de censura que tumbó a Rajoy. Romay, que cultivó un perfil ilustrado de lector de la obra de Popper, con la que llegó a obsequiar los periodistas en alguna rueda de prensa, elige para el epílogo de esta esquela política unos versos de Kavafis. Uno pensaría que ninguno más apropiado que Los caballos de Aquiles –en el que las cabalgaduras del inmortal héroe aqueo (Romay) lloran la perdida gloria del mortal pupilo Patroclo (Rajoy) a manos del enemigo troyano Héctor (Sánchez)–. Pero no. Elige otros versos que desvelan que la supuesta dedicatoria a Rajoy es en realidad su propio epitafio: "Honor a aquellos que en sus vidas custodian y defienden sus Termópilas".
La pandemia reviviría las críticas que de antiguo le señalan como una de las bestias negras de la sanidad pública, pero ese es un coste ya amortizado. Con lo que seguramente no contaba es con los ataques recibidos indirectamente desde la derecha, la cuenta de un Fernando Simón nominado director de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad en tiempos de Rajoy y casado con una sobrina de Romay, que la crisis vírica convirtió en la mediática fachada del Gobierno socialista. Y en la diana de la derecha. A Simón se le pudo ver de veraneo en Bergondo, donde el clan Romay tiene varias propiedades. ¿Se abrirá por aquí una nueva rama en la dinastía?
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