a coruña
Ocurrió en el origen de los tiempos. Hasta la rivalidad futbolística era escasa entonces: el Deportivo llevaba años empantanado en Segunda, el Celta subía y bajaba de categoría cada año y al Compos ni se le esperaba. Pero si hay ganas de discutir, los motivos nunca faltan. La decisión de fijar la capital administrativa autonómica en Santiago provocó un tsunami político al que no fueron ajenas las ambiciones de algunos políticos y de varios medios, y que tuvo consecuencias años después.
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«El número de manifestantes coruñeses no cabría en esa aldea. Además, se correría el riesgo de que las meadas de los coruñeses inundaran los ríos de Compostela». Semejante afirmación podría leerse hoy en Twitter desde una de esas cuentas anónimas que inundan la red social del exabrupto, pero resulta inimaginable en boca de un cargo público ante un periodista, si excluimos, claro, las licencias de la intimidad. Joaquín López Menéndez, alcalde de A Coruña en 1982, annus horribilis para la urbe que aún no sabía que estaba por vivir una pandemia y todo un caso Fuenlabrada, es el autor de estas palabras, que, a pesar de que él mismo se ocupó de matizar con poca fortuna días después, quedarían para el libro de sesiones de la oralidad compostelana. Lo hizo también en la memoria colectiva como el mejor testigo de hasta qué punto llegó a subir el tono público en aquellos días postfranquistas en los que A Coruña y Santiago se declararon la guerra sin cuartel. Y digo con poca fortuna porque esa anécdota ofrece, además, un retrato en sepia de lo mucho que hemos cambiado desde entonces: López Menéndez, no contento con su afirmación, y a riesgo de ser malinterpretado o peor, de resultar inexacto, aclaró a la periodista que recogía sus pareceres: «Cambia meadas por escupitajos».
La apreciación sobre las capacidades fluviales de Compostela sentó tan mal que el regidor tuvo que desdecirse una última vez, y torcer el brazo en favor de la corrección política que se esperaba del mandatario llamado a liderar una reivindicación que echó a las calles a más de 100.000 coruñeses el 8 de junio de ese mismo año. «Añadí, como chiste entre nosotros, que solo con mear subiría el caudal del río de Santiago. Y conté el chiste de aquel barco de guerra extranjero que llegó a La Coruña (sic) y su capitán preguntó al práctico sí tenía calado para entrar. Entonces, el práctico se puso a orinar delante del capitán, y le contestó: ‘Ya tiene calado’». Así se excusó el ínclito al ser reprendido por la cuestión, con el mérito añadido de hacerlo sin sonido de risas enlatadas de fondo. En honor a la verdad, López Menéndez, víctima de sus pasiones, no fue el único que tuvo que recoger cable en la contienda: el propio Manuel Fraga manifestó que «la capital natural de Galicia es Santiago. En A Coruña son solo 20 o 30 los que montan el pitote», para después terminar pidiendo disculpas a su modo y manera. No quedó claro si, finalmente, algún aguerrido patriota coruñés culminó el encargo del primer edil, pero la historia demuestra que hasta se puede afirmar que ocurrió lo contrario: el día en el que se votó el traslado de la capitalidad a la ciudad del Apóstol, la otrora cabeza, garda e chave recibió una humillante traición por parte de la corporación parlamentaria: 60 para Santiago, ocho para Coruña. Ocho insumisos de distintas familias a quienes, sin embargo, aquella gesta había hecho olvidar ideologías y modelos de gestión en pos de una cuestión superior. En aquel escuadrón suicida que firmaría Tarantino con los ojos cerrados había dos aliancistas, José González Dopeso y Manuel Iglesias Corral; un nacionalista, Pablo González Mariñas, un socialista, Francisco Vázquez y un centrista, Fernando García Agudín.
Este no puede ser, en ningún caso, un relato lineal, porque si algo nos enseñó este oficio es que el orden de importancia se superpone al cronológico la mayoría de las veces. Y, en este caso, la historia hasta merece un rebobinado: si retrocedemos unos días en el tiempo para asistir a lo acontecido antes del 60-8 perpetrado en Xelmírez para tratar de entender algo, encontraríamos una masa informe compuesta por 100.000 coruñeses furibundos marchando hacia la plaza de María Pita con la sensación de que les estaban robando lo más sagrado, a pesar de que muchos de los presentes no tenían muy claro exactamente el qué. A la cabeza del dragón marchaban, cogidos del ganchete, los extraños compañeros de cama a los que aquella tangana competencial había encontrado en el mismo barco. Destacaban dos figuras que corrieron distinta suerte a pesar de haber vivido lances similares: José González Dopeso, hombre fuerte de Xerardo Fernández Albor (o eso pensaba él, que quizás subestimó su influencia), que dejó la Consellería de Justicia tras la noche de los cristales rotos, y Francisco Vázquez, que dio portazo a la Secretaría general del PSOE gallego tras el ultraje. No importaba. Aquel día, Francisco transmutó a Paco y ganó la Alcaldía de manera oficiosa, rubricando las dos décadas y media posteriores de la historia municipal coruñesa. Lo hizo con una arenga en la que prestó su pecho a las balas en la balconada del pazo de María Pita, que acabaría ocupando durante los sucesivos 26 años. Francisco Vázquez firmó, un año después, la primera mayoría sólida tras los mandatos de Domingos Merino (Unidad Gallega) y Menéndez (UCD), sostenidos por seis partidos con representación en la corporación o, en resumidas cuentas, lo que hoy algunos llaman «Gobierno Frankenstein». Aquella movilización, que se había iniciado tres años antes con el traslado provisional, o mientras dure la guerra, de la sede autonómica a Compostela, supuso no solo el preludio del vazquismo, sino el funeral político del recién depuesto Merino, que se puso de perfil ante el clamor popular dejando, en definitiva, una sensación del alcalde que podría haber sido. Nunca lo sabremos. En conclusión: quien niegue el impacto de todos aquellos movimientos en el tablero político de la Galicia que tenemos hoy, o bien es un descreído, o bien no ha prestado demasiada atención.
Nada de lo que aconteció en aquel momento estuvo exento de consecuencias. Francisco Vázquez tomó posesión el 23 de mayo del 1983. Un día antes, el Real Club Deportivo de A Coruña, bajo la batuta del zorro de Arteixo, perdía un ascenso casi seguro en Riazor ante el Rayo Vallecano. El Dépor quedaba en el agujero negro de la segunda categoría y culminaba una de las muchas carambolas del destino que al equipo coruñés acaban por salirle mal. No sería hasta un año más tarde cuando unos jóvenes punkis de Vigo empezarían a preguntarse por todos los escenarios del país: «¿Quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos?», pero los coruñeses, con su equipo en los campos de tierra y con la cabeza del Reino en Compostela, ya se lo preguntaban entonces. Aquel alcalde exaltado, llamado a ser el gran líder del socialismo gallego, pero que intercambió papeles en el camino con Fernando González Laxe, llamado a ser el gran líder coruñés, y que quemó los cartuchos en el balcón del consistorio, le dio a la ciudadanía herida la respuesta: una identidad, el coruñesismo, para llenar el hueco que la pérdida del estatus administrativo había dejado huérfano. El precio fue canjear el carné rojo que había llevado entre los dientes hasta el momento por la tarjeta Millenium. Hay quien piensa que un economista de Ponteareas, entonces ministro de Transportes, observaba desde la distancia todos aquellos movimientos que, más en lo estético que en lo político, habían convertido a quién sería su homólogo septentrional en un mito del municipalismo. O del localismo, que lo mismo, no es. Y hay quien dice que aprendió la lección, y que hoy la aplica incluso mejor.
Llegados a nuestros días, A Coruña y Santiago tienen más que limadas las fricciones del suceso que agitó las bases de aquella autonomía lactante, y que hizo que los norteños se atrevieran, incluso, a amagar con su independencia de Galicia y proponer un modelo cantonal que reparara el agravio. Y digo más: ahora que están tan de moda las ficciones televisivas con sustrato gallego, podemos estar ante un auténtico filón si tiramos de hemeroteca. Obtendríamos, sin duda, episodios irrepetibles, al lado de los ya referidos: López Menéndez acusando desde el púlpito, con maneras teatrales y dedo inclemente al comunista Ánxo Guerreiro, coruñés que votó Santiago, de «asestar la última puñalada a su ciudad». Tu quoque, Ánxo?, podría haber añadido, y hoy tendríamos un guion que compraría Netflix, que dicen algunos.
En nuestro relato televisivo tendría que haber sitio, también, para el conato de referéndum para romper Galicia que, a pesar de la determinación de sus promotores, quedó en papel mojado, o el simbólico gesto de dejar parado el reloj de la cámara para retrasar un mes más la sesión plenaria en la que se votó el traslado. Tiempo suficiente, juzgaron, para que se disiparan las tensiones.
El cónclave de Xelmírez, que se extendió, para infamia de los coruñeses y gloria de los compostelanos, desde las once de la mañana hasta pasada la medianoche, merecería un capítulo exclusivo, starring Francisco Vázquez bramando sonoros improperios al recibir, de manos de un ujier, un mensaje anónimo que rezaba un elegante «cuídate, fascista asqueroso», y con la participación especial de los dos periodistas de dos ciudades, ayer trincheras, que protagonizaron una reyerta en uno de los descansos de aquella interminable jornada, de la que la prensa levantó un acta notarial que roza el delirio. "El tal Couselo, conocido por su procaz pluma y sus descalificadores libelos, probablemente descontento por la falta de atención que prestamos a sus panfletos, y enfadado por no haberse convertido en la estrella rutilante del periodismo gallego (…), pretendió agredir físicamente a Carlos Luis Rodríguez, al tiempo que profería irreproducibles insultos hacia la ciudad de La Coruña", recogía el diario del plumilla atizado, que calificaba el conflicto latente de "visceral y fratricida". La tensión, hoy olvidada en los diarios de sesiones y, probablemente, también en las demandas colectivas, se notó en las altas instancias, pero también en los estratos más populares, que extendieron un cántico que, al ritmo de Miña tierra galega (en ningún caso del Sweet Home Alabama), servía de termómetro de aquella gesta inenarrable de tantas veces narrada, y recogía, quizá sin intención, el guante arrojado por el alcalde Menéndez:
A una isla del Caribe
los tendré que desterrar,
malditos putos santiagueses
La Coruña capital
me dan asco sus iglesias
odio su catedral
algún día iremos todos
sus muros a mear, a mear
(sic).
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