A Coruña
Actualizado:Bobby Fischer movió su alfil, se zampó el peón de Boris Spassky y la cagó. Si se visualiza la partida en un tablero de ocho por ocho casillas negras y blancas, identificadas de la 'a' a la 'h' en horizontal y del uno al ocho en vertical, ordenadas las piezas sabiendo que la última casilla blanca siempre está a la derecha del jugador, la cagada se entiende bien.
Bobby Fischer y Boris Spassky llegaron literalmente empatados al movimiento 29 de la primera partida del campeonato del mundo de ajedrez de 1972. Ambos habían perdido sus damas, sus torres, los caballos, los alfiles que recorren las diagonales blancas y dos peones por bando. Una sangría. Les quedaban a cada uno el rey, el alfil de casillas negras y seis peones, en una posición táctica similar que apuntaba a unas tablas de libro. El empate beneficiaba a Bobby, que jugaba con negras. En el ajedrez, las blancas siempre son las encargadas de abrir el juego, y si quieren, saben y pueden, llevan la iniciativa hasta el final.
El 11 de julio de 1972 en Reikiavik, la capital de Islandia, hace cincuenta años y tras mucho pensar, Bobby se comió el peón que Spassky había conservado en h2 y la cagó. Nadie murmuró en la sala porque cuando desde niño te arropan con una aureola de genio, hasta tus cagadas más bastas pueden pasar por obras maestras. Pero Bobby sabía que su movimiento no era una genialidad. Al contrario. Por eso se llevó las manos a la cabeza. Por su error de principiante, Occidente iba a perder la guerra cultural contra el comunismo. Una cagada en toda regla.
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No es una exageración, pongámonos en contexto. La Guerra Fría entre el primer mundo -Europa occidental y Estados Unidos- y el segundo mundo -la URSS, Europa oriental, China y sus satélites- se libraba en 1972 como una partida de ajedrez entre paquidermos. Dos mamuts de movimientos lentos y exasperantes, capaces los dos de amenazar en serio al resto del planeta -los restos de amebas y dinosaurios no adscritos desparramados por el tercer mundo- con la destrucción global por la bomba de neutrones. Solo diez años antes de las partidas de Reikiavik, la crisis de los misiles de Cuba había estado a punto de derivar en el apocalipsis.
Esos dos colosos, únicos protagonistas de aquella memoria histórica del siglo XX limitada a una estrategia depredadora que se nutría mucho más del deseo de aniquilar al rival que del convencimiento de la propia idoneidad moral e ideológica, forzaron a la Humanidad entera a competir en todo. Comunismo versus capitalismo, libertad frente igualdad, Ho-Chi-Minh contra Nixon. Patria o Muerte, camaradas. Blancas o negras. Ni en ajedrez ni en geopolítica existen las casillas grises.
En la primera partida del campeonato del mundo de hace cincuenta años en Reikiavik, y tras la cagada de Bobby, Spassky llegó al movimiento 29 con dos de sus peones alineados en su posición inicial, al extremo derecho del tablero. Le bastó con esbozar una mueca de satisfacción y con darse unos momentos de pausada reflexión para avanzar una casilla al peón que tenía en g2 e inutilizar así al alfil del rival. Le sobraba con su rey para aniquilarlo. Sobre el tablero se entiende bien.
Bobby, el jugador de Brooklyn criado en una familia desestructurada de judíos polacos que habían emigrado a Estados Unidos huyendo del antisemitismo de Stalin, y que se convirtió en el gran maestro más joven de la historia aprendiendo a ganar partidas amateurs en los parques de Nueva York y leyendo partidas en revistas especializadas, se llevó las manos a la cabeza.
El campeonato se jugaba al mejor de 24 partidas: un punto por cada juego ganado y medio punto por las tablas. Es decir que el torneo lo ganaría el primero que llegara a doce puntos y medio. Bobby sabía que empezar perdiendo con un error de principiante era mucho más que un punto para Spassky.
Salvando las distancias y traducido al ecosistema político-deportivo de nuestros años veinte, fue algo así como si el mundo dependiera de una bola de partido de Djokovic contra Nadal. O de un penalti de Rusia contra Ucrania. Putin a punto de devorar a Zelensky. La URSS había ganando las finales de todos los mundiales de ajedrez que se habían disputado entre 1948 y 1969, diez en total. Y EEUU, que en 1969 había llevado a un hombre a la Luna, era incapaz de ganar un mundial desde que en 1892 lo hiciera Wilhelm Steinitz, un austriaco que ya había sido campeón antes de nacionalizarse estadounidense.
En medio de ese tenso y permanente estado de confrontación cultural e ideológica, en el que la legitimidad de los regímenes políticos se medía tanto por su poderío militar como por sus conquistas científicas, tecnológicas y deportivas, la trascendencia política y estratégica del encuentro entre Fischer y Spassky fue enorme. No es de extrañar que aquella guerra fría del ajedrez se celebrara en Islandia, el país de hielo, ni que la CIA y el KGB pusieran a matemáticos de renombre al servicio de los equipos de ambos jugadores.
Henry Kissinger, secretario de Estado de Richard Nixon, tuvo que mediar para convencer a Fischer de que viajara a Islandia para disputar un encuentro que él mismo, en el fondo, no estaba seguro de poder ganar. "Del peor jugador de ajedrez del mundo al mejor jugador de ajedrez del mundo: tiene usted que subir a esa avión", le dijo. Un día antes del comienzo del torneo, Bobby aún estaba en Manhattan, por lo que la inauguración del campeonato tuvo que celebrarse sin él.
Tras cagarla en la primera partida, Bobby se negó a jugar la segunda porque la organización rechazó su exigencia de que se retiraran las cámaras de televisión que grababan el evento. Hacían demasiado ruido, decía. Incluso denunció que le habían puesto micrófonos para espiarle en la casa donde se alojaba cerca de Reikiavik, y que los soviéticos habían infiltrado agentes entre el público que le distraían con sofisticados mecanismos que emitían sonidos sólo perceptibles por su oído.
Pacientemente, Spassky le esperó frente al tablero durante sesenta minutos, el tiempo reglamentario antes de dar por perdida una partida al rival que no compareciera. Fue la segunda cagada de Bobby. Dos a cero para los enemigos del mundo libre.
Cuando el campeón estadounidense advirtió además a los organizadores de que no seguiría jugando si el torneo no se reanudaba sin público en una sala aislada e insonorizada del edificio donde se disputaba, el mundo entero creyó que la URSS había ganado. Porque no era que Bobby estuviera loco. Es que estaba cagado de miedo y buscaba excusas para no jugar. Todos lo creyeron así. Salvo Spassky. En contra de las advertencias de los comisarios políticos de su país, aceptó el envite. En el fondo, sucede que admiraba a su oponente y se negaba a ser proclamado campeón del mundo sin demostrar a todos que lo merecía porque era mejor que su rival.
Aunque el ajedrez se ha cansado de glosar a Fischer como el símbolo y ejemplo único de genio autodidacta que padeció una infancia más que difícil, quien de verdad lo tuvo complicado en la vida fue Spassky. Nacido en Leningrado en 1937 hijo de un militar y de una maestra, aprendió a jugar con cinco años mientras huía en tren junto a otros miles de niños y niñas de una ciudad sitiada por el ejército alemán en plena Segunda Guerra Mundial. Aquel tren fue bombardeado por la Wechmart de Hitler, aunque Boris tuvo suerte: el primer y el tercer vagón del convoy fueron destruidos por las bombas, pero él y su hermano mayor viajaban en el segundo.
Spassky se crió en un horfanato de Perm, a 2.000 kilómetros de su familia. Hasta varios años después no pudo regresar con sus padres a Leningrado y conocer a su hermana pequeña. Para entonces ya se había convertido en un prodigio del ajedrez. A los diez años era un jugador profesional que recibía una bolsa del Estado que le permitía mantener a los suyos y librarles de las recurrentes hambrunas de la postguerra. A esa edad ganó una partida contra el entonces campeón del mundo, Mihail Botvínnik. A los quince se clasificó para las semifinales del campeonato soviético y a los 24, para la final, que ganó. Con 32 ya era oficialmente el mejor jugador del mundo.
Frente al carácter histriónico y frecuentemente antipático de Bobby, Spassky era un tipo sosegado y cortés que consideraba el ajedrez un deporte de caballeros y no la válvula de escape de las tensiones entre las dos superpotencias. Se sentía representante de su país, pero ni era comunista ni quería ganar para gloria del discurso de sus líderes. Menos aún si por la retirada de Bobby parecía que él se beneficiaba de esa sucia guerra fría psicológica de la que EEUU culpaba a la URSS. Aceptó jugar en la sala de ping-pong que había en los sótanos del edificio donde se disputaba el torneo. El resto de partidas se libraron allí. Sin público, sin cámaras, sin excusas.
A ojos del mundo entero pareció por momentos que la caballerosidad de Spassky iba a derrotar a Bobby por siempre jamás. Pero sucedió justamente al revés. El estadounidense había ganado la batalla más importante. La tensión por sus desplantes afectó demasiado a Spassky, que jugó nervioso y rematadamente mal. Cayó en la tercera partida, sólo pudo arrancar tablas en la cuarta y volvió a perder la quinta. También la sexta, considerada la cumbre del duelo y una de las mejores de la historia, que según los entendidos Bobby manejó de manera magistral.
Cuando el estadounidense abrió moviendo su peón de alfil a c4, una apertura inglesa que jamás había usado antes en partidas oficiales, hubo quien pensó que iba cagarla de nuevo. Pero no. En realidad fue el inicio de una paliza estratégica y posicional que concluyó tras cuarenta movimientos con la rendición del soviético, quien acabó aplaudiendo, literalmente, la osadía del juego de su adversario.
Tras la exhibición de Fischer, Spassky o sus comisarios políticos, que nunca se sabe, llegaron a dar muestras de que la paranoia se había vuelto contra de ellos. Dijeron que un extraño zumbido en su silla había afectado a su concentración. Se quejaron formalmente a la organización y exigieron que el asiento fuera examinado. Al día siguiente, los jueces enseñaron al mundo lo que hallaron: en la silla de Spassky no había artefacto zumbador alguno, sólo dos moscas muertas escondidas en el tubo metálico de una de las patas.
Quizá el juego de Spassky también estaba muerto entonces. De las siguientes quince partidas sólo pudo ganar una. Mantuvo el tipo en las siete penúltimas, pero en la número 21 tuvo que abandonar. Doce puntos y medio para Bobby, ocho y medio para él. Bye, bye, Lenin. Dios bendiga a América.
Fischer es probablemente el campeón del mundo de ajedrez más nombrado y glosado, cuando lo cierto es que nunca se atrevió a poner su título en juego. En 1975 exigió que se cambiaran las reglas de la final para que las tablas no puntuaran y se jugara a diez victorias. Con la peculiaridad de que el defensor seguiría siendo campeón si se producía un empate a diez. Es decir, que a él le bastarían nueve triunfos, mientras que el aspirante precisaría uno más.
La Federación Internacional de Ajedrez, que con la puntuación de medio punto para las tablas sí había aceptado que en caso de empate los campeones retuvieran el título, se negó a las nuevas exigencias de Fischer y entregó el trofeo al aspirante, Anatoli Karpov, que tenía entonces 24 años. Karpov lo perdería en 1985 frente a Gari Kasparov, para recuperarlo en 1995 y mantenerlo hasta 1999.
Spassky abandonó la URSS en 1976 por motivos políticos y no regresó hasta 2012. Hoy tiene 84 años y vive en Moscú.
Bobby y él se volvieron a encontrar en 1992 atraídos por el caché millonario de un torneo de exhibición en Belgrado, que el estadounidense volvió a ganar pero que le costó una orden de detención de Washington por violar el bloqueo decretado contra Yugoslavia por la guerra de los Balcanes.
Bobby se estableció en Hungría y desde entonces fue errando de país en país dando muestras de una debilidad mental galopante, con constantes declaraciones antisemitas y en defensa de teorías conspiratorias poco creíbles. Incluso llegó a celebrar los atentados del 11-S, lo que borró en su país cualquier huella de las simpatías que se había ganado décadas atrás en Islandia.
Fue detenido en 2004 en Tokio, con un pasaporte que Japón consideró falso ya que Estados Unidos se lo había retirado. Le retuvieron allí varios meses hasta que en 2005 le dejaron tomar un vuelo a Reikiavik después de que el Gobierno islandés le concediera asilo en recuerdo de aquellas históricas partidas. Murió tres años después y fue enterrado en un pequeño cementerio de la localidad de Selfoss, donde residía, a sesenta kilómetros al este de la capital.
La historia del "encuentro del siglo" -así se llamó a aquel campeonato- ha inspirado docenas de artículos, ensayos, novelas y películas. En una de ellas, Pawn sacrifice (Edward Zwic, 2014), uno de los protagonistas afirma que el ajedrez, pese a la imagen reposada e intelectual que tenemos del juego, puede llegar a volverte loco.
"Tras solo cuatro movimientos, hay más de 300.000 millones de opciones que considerar. Hay más partidas de cuarenta movimientos que estrellas en la galaxia, así que el juego puede acabar llevándote al límite". En otra escena, Bobby contesta a esa reflexión: "En el ajedrez tienes infinitas posibilidades, pero sólo hay uno, un solo movimiento correcto". Pasado el tiempo, es difícil precisar si lo fue aquella cagada por comerse el peón de Spassky.
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