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SAO PAULO. -Apenas diecinueve meses después de iniciar su segundo mandato, la presidenta Dilma Rousseff ha sido apartada de su cargo durante al menos 180 días hasta que se conozca la sentencia definitiva del juicio político al que se enfrenta. Por 55 votos a favor y 22 en contra, el Senado brasileña decidió seguir adelante con el proceso político contra la presidenta, que ha sido apartada de sus funciones durante al menos 180 días. Ahora, el vicepresidente Michel Temer comandará el nuevo Gobierno a ritmo de recortes sociales y privatizaciones.
Tras la votación en la Cámara de los diputados del pasado 17 de abril, la plenaria del Senado se entendía como un mero trámite, las cartas ya estaban dadas y la salida de Rousseff era un hecho.
No es de extrañar que alrededor de las cinco de la tarde del miércoles, mientras los senadores daban sus motivos para apartar o no a Dilma de sus funciones, la todavía presidenta de Brasil entraba en su despacho presidencial para retirar sus enseres. Una montaña de papeles directa a la trituradora, documentos para escanear, cajas para guardar sus libros y las fotos de su hija y de sus dos nietos. Todo empaquetado rumbo al Palacio del Alvorada, todavía su residencia hasta que se lleve a cabo el juicio que presumiblemente la retirará definitivamente del cargo y que la dejaría durante ocho años sin poder presentarse a ningún cargo elegible.
A las tres y media Rousseff grababa un vídeo en el que daba su último discurso como mandataria de Brasil. A esas horas las manifestaciones en las calles comenzaban tímidamente. Las concentraciones a favor y en contra del impeachment fueron menores de lo esperado. En la Avenida Paulista, donde se gestaron las primeras protestas contra Dilma, ambas hinchadas compartieron espacio. Mientras un grupo de artistas rasgaban una copia ampliada del carné electoral como protesta contra el juicio político, el otro, ataviado con la camiseta de la selección, bailaba un samba que se titulaba Ciao querida.
En Brasilia los ánimos fueron más exaltados y la Policía llegó a lanzar gases lacrimógenos contra los manifestantes pro Dilma. En el Congreso los senadores discutieron durante más de 20 horas sin los aspavientos y gritos que se vieron en la votación de la Cámara de los Diputados, y sus argumentos se basaron en la crisis económica y en la corrupción, y evitaron hablar de Dios y la familia. Curiosamente el 60% de los miembros del Senado están procesados por la justicia acusados de lavado de dinero, crímenes contra el orden financiero y crímenes electorales, mientras que hasta ahora Rousseff no ha sido acusada de ninguno de esos delitos que sí podrían considerarse crimen de responsabilidad.
La acusación contra Dilma se basa en la aprobación de seis decretos presupuestarios en los que se maquillaban las cuentas del Estado y por los que la presidenta obtuvo dinero de bancos públicos sin haber devuelto a tiempo lo que ya le había sido prestado. Un delito de cuentas relativamente habitual en la política brasileña (y también extranjera) ya que el ex presidente Fernando Henrique Cardoso llegó a firmar más de 100 del mismo estilo, al igual que Lula, o que actuales gobernadores brasileños como el paulista Geraldo Alckmin.
Sin embargo, en Rousseff este delito ha sido tratado como un delito penal al punto de convertirlo en crimen de responsabilidad para poder llevar a cabo un juicio político. En este sentido el abogado de la presidenta, José Eduardo Cardozo, no ha dejado de repetir que “hacer de un problema de presupuesto un delito contra la Constitución sólo puede ser llamado de golpe”. No sólo los medios internacionales usan este término, en las últimas semanas la OEA (Organización de Estados Americanos) y su presidente, el uruguayo Luis Almagro, dejó claras sus dudas acerca de este proceso “por no tener nada de peso para acusar a la presidenta” y “porque aquellos que comandan el juicio político están acusados de graves delitos de corrupción”. La oposición y los grandes medios brasileños no quieren ni oír la palabra “golpe” e insisten en que “el impeachment está amparado en la Constitución” y aseguran “cumplir las reglas”, como si por el mero hecho de tener normas no fuera necesario llenarlas de contenido.
En los márgenes de la legalidad
Esta semana a la polémica sobre la legalidad de este proceso político se sumaron una serie de acontecimientos que mostraron una vez más como el Congreso brasileño ha usado las reglas democráticas como instrumentos al antojo de los fines políticos de turno.
Primero fue la decisión del Tribunal Superior Federal (STF) de apartar a Eduardo Cunha de su puesto por usar el cargo de presidente de la Cámara “para fines ilícitos y para obtener ventajas indebidas”. A pesar de ser una noticia esperada por gran parte de la población, no hubo quien no cuestionara los tiempos en los que se producía: “Ya hizo el trabajo sucio y ahora se lo quieren quitar de en medio”, decía el diputado del PSOL, Jean Wyllys, quien se preguntaba por qué no lo habían apartado antes de la votación de la Cámara y cómo en este momento esta acción servía “para limpiar la imagen del nuevo Gobierno Temer”.
Pero lo que más llamó la atención fue el polémico papel del Tribunal Superior Federal (STF), que en una delicada maniobra solicitó que se apartara a Cunha de su cargo, algo que no contempla la Constitución brasileña hasta que el acusado tiene su respectivo juicio. El juez Teori Zavascki, responsable de la acción, alegó que era “una situación extraordinaria y excepcional” y por tanto no debía “sentar precedente”.
“Estamos asistiendo a un espectáculo de facciones criminales en el Congreso", según Jean Wyllys
Pero la sorpresa final vino el lunes cuando Waldir Maranhão, el sustituto de Cunha y presidente interino de la Cámara, anunció que anulaba la votación del pasado 17 de abril por considerar que “ocurrieron vicios durante el rito”. Por unas horas Dilma pensó que tenía un respiro y la oposición encolerizó afirmando que “los argumentos de Maranhão eran “endebles”. El líder del Senado, Renan Calheiros, se mostró tajante y dijo que Maranhão “jugaba con la democracia” y que no aceptaría la anulación, algo que de haberse cumplido también vulneraría la Ley. “Cómo pueden escandalizarse con argumentos endebles si son los mismos que tienen ellos para hacer el impeachment de Dilma”, decía el profesor de Filosofía de la Universidad de Sao Paulo, Pablo Ortellado. El diputado Jean Wyllys en la misma línea señalaba: “Estamos asistiendo a un espectáculo de facciones criminales en el Congreso, se preocupan porque Maranhão ignora los 367 votos de los diputados, pero no les importa tirar a la basura los 54 millones de votos que recibió la presidenta”.
Poco duró la indignación de los orquestadores del impeachment porque a última hora del lunes, sucedió algo todavía más inédito, el propio Maranhão tras ser amenazado con ser expulsado de su partido (PP), decidió revocar la anulación y mantener la votación del miércoles en el Senado. La antropóloga brasileña, Rosana Pinheiro Machado, profesora de la Universidad de Oxford, resumía en su página de Facebook: “Duerman tranquilos porque este circo no merece nuestro insomnio. Los políticos brasileños faltan el respeto a toda la población. Ya no hay posibilidades de respetar cualquier institución”.
El martes José Eduardo Cardozo se jugó la última carta para evitar la votación del Senado y pidió al Tribunal Supremo Federal que anulara el impeachment por los mismos motivos que habían apartado a Cunha: “desvíos de poder”, asegurando que el ex presidente de la Cámara había articulado el proceso “abusando de su cargo con favores ilícitos”. El juez del STF, Gilmar Mendes, al enterarse de la noticia sentenció: “Pueden recurrir al Papa o al diablo si quieren”, una respuesta nada neutral como se esperaría de un miembro del STF. El mismo miércoles por la mañana, el juez Teori Zavascki, encargado de la petición de Cardozo, anunció que la denegaba, y el impeachment siguió adelante.
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