"Mi familia se escapó con lo puesto de Mardin (Turquía, en la actualidad) a Damasco (Siria) en 1909 huyendo de alguna clase de matanza. Muchos años después, en 1953, emigró a la Argentina", nos explica el sociólogo argentino de origen asiro-libanés Ricardo George Ibrahim, de 55 años. La ciudad turca que menciona de la que son originarios sus ancestros por la vía paterna era a principios del siglo XX el corazón de dos prósperas comunidades de armenios católicos y de siriaco-ortodoxos de etnia asiria.
La práctica totalidad de los 50.000 habitantes en los que se estimaba su población total antes del genocidio otomano de 1915 eran cristianos de diferentes confesiones. Hoy viven en ella cerca de 90.000 personas. La mayoría son kurdas, aunque existen también algunos funcionarios turcos —militares, policías y empleados de la administración— y unos pocos miles de asirios cristianos, familiarmente designados como "surianis".
Tan concienzudo fue el trabajo de exterminio ejecutado durante la Primera Guerra Mundial y en los años posteriores que en el conjunto de Turquía apenas quedan hoy 75.000 cristianos de los más de cinco millones que habitaban Capadocia y la Anatolia hace poco más de un siglo. En torno a sesenta mil de ellos son armenios (en la cifra no se incluye a los conversos musulmanes ni a los criptoarmenios), preferentemente concentrados en Estambul.
El grueso de los 15.000 asirios de la moderna Turquía viven hoy precisamente en la ciudad de los antepasados de Ricardo, Mardin, y en unas montañas situadas en sus aledaños conocidas como Tur Abdin, donde se habla todavía el turoyo, una variante montañesa del asirio o siriaco coloquial. Un monje recientemente condenado a prisión por un tribunal turco por darle pan y agua a un visitante que resultó ser un supuesto miembro del PKK procede de las proximidades de esas serranías, donde todavía quedan en pie varios antiquísimos monasterios.
Estos cristianos constituyen en sí mismos una suerte de reliquia antropológica. Ellos son los pocos descendientes turcos de quienes sobrevivieron, no solo al llamado Año de la Espada o Seyfo (1915) sino a todas las masacres, persecuciones y conflictos acaecidos antes y después del genocidio que acaba de reconocer Joe Biden.
No solo los armenios
El presidente norteamericano, Joe Biden, ha cometido un error común entre todos los gobiernos y administraciones que han reconocido el genocidio al referirse a él como exclusivamente "armenio". Al hacerlo, ha pasado por alto que tanto asirios como griegos pónticos perdieron igualmente a entre un millón y medio y dos millones de los suyos. El error se ha vuelto a repetir entre los políticos letones que hace unos días imitaron a Biden.
La falta de precisión terminológica no es debida en ningún caso a la mala fe de los armenios. La principal diferencia de estos con el resto de los pueblos que sufrieron el mismo destino es que disponen de un estado propio, se hallan mejor organizados en la diáspora y poseen lobbies influyentes para denunciar los hechos y luchar por la restauración de la memoria histórica. "Nosotros sabemos que asirios y griegos murieron junto a nuestros ancestros y les consideramos nuestros hermanos", asegura a este respecto Aderdis R. P. "Estaría bien llamarle genocidio armenio-greco-asirio o simplemente, genocidio de los cristianos de Anatolia".
En efecto, los otomanos no establecieron diferencias entre unos y otros. En circunstancias similares, a menudo formando parte de las mismas caravanas de la muerte, todos los cristianos de las diferentes etnias — y no exclusivamente armenios— fueron deportados en condiciones espeluznantes de acuerdo a un plan de exterminio diseñado por el Comité de Unión y Progreso y ejecutado en 1915 por tropas auxiliares de algunas tribus kurdas a las que los turcos embaucaron con las promesas de entregar las propiedades de los cristianos desposeídos y aniquilados.
Cierto es que hubo también musulmanes que se opusieron a acatar las órdenes, además de algunos casos documentados de kurdos que trataron de proteger u ocultaron a sus vecinos. Uno de los más notables es el de Mihemede Miste, líder tribal de los kurdos Reshkota que se opuso a las órdenes del gobernador otomano de Diyarbakir. Su casa fue quemada y destruida hasta los cimientos y él mismo y su familia fueron condenados al exilio. Los armenios no olvidan estos gestos y recientemente honraron su memoria visitando la tumba de esta especie de "August Landmesser" de Anatolia.
Cuando terminó el conflicto, la práctica totalidad de los cristianos de la Anatolia habían sido asesinados o deportados, lo que solo puede explicarse si se da por supuesto que el triunvirato que regía Turquía se sumó a la Gran Guerra con el ánimo de asesinar impunemente y de raíz a todos esos pueblos bajo el paraguas de sus intereses nacionales y de una yihad en toda regla.
Más de un siglo después de aquellos sucesos, Ankara y buena parte de la ultranacionalista sociedad civil turca siguen encastillados en el negacionismo más cerril. Pese a las apabullantes pruebas documentales de aquel crimen de lesa humanidad, abundan en la idea de que combatieron a los cristianos como a un enemigo interior al que acusaban de confraternizar con la Rusia zarista y sus aliados.
En favor de las tesis asiro-armenias es preciso recordar que tiempo antes de que los otomanos entraran en la guerra del lado de alemanes y austro-húngaros, el Comité de los Jóvenes Turcos ya había manifestado su deseo de turquificar el territorio para arrancar de raíz sus «elementos extranjeros». Además, la mayor parte de las víctimas de este "holocausto" fueron brutalmente asesinadas fuera de la zona de guerra y no en el fragor de la batalla o luchando en buena lid.
Las caravanas de la muerte
Centenares de documentos prueban, por último, que la estrategia de exterminio empleada por los turcos cumple con todos los requisitos que el derecho internacional exige para tipificar en puridad de genocidio los crímenes contra un pueblo. No existe duda alguna de que las matanzas se perpetraron con método y sistema.
Empezaron por separar a los cristianos que prestaban servicio en el Ejército del resto de soldados. Algunos fueron enviados a batallones de trabajo, donde perdieron la vida por inanición o enfermedades. Otros fueron directamente asesinados. Se les obligaba a caminar por carreteras aisladas donde eran emboscados por irregulares kurdos a quienes se había encomendado la misión de darles muerte. Miles de personas acabaron de ese modo.
Inmediatamente después, el Gobierno les prohibió la posesión de armas y asesinó de forma selectiva a sus líderes e intelectuales. Desarmados y sin sus mejores hombres, había llegado el momento de visitar los pueblos y acabar con sus humildes aldeanos. De entrada, pusieron término a la vida de no pocos varones en edad de pelear. Después, reunieron a niños, viejos y mujeres y se les deportó a punta de bayoneta. Las marchas que emprendieron terminaron convertidas en caravanas de la muerte: camino del exilio y de los campos de concentración fallecieron decenas de millares más a causa de enfermedades o hambre, cuando no ametrallados por kurdos y otomanos.
El “enemigo interior”
¿Qué indujo a los asesinos a organizar el holocausto? Si los armenios amenazaban la unidad nacional, los armenios y los asirios desafiaban, a su juicio, sus deseos de construir una nación sin fisuras étnicas ni religiosas. La respuesta a las aspiraciones políticas de los cristianos en su conjunto, mucho más endebles y menos generalizadas en el caso de los asirios que en el de los armenios, fue una siniestra política de exterminio que cosechó notables triunfos.
El via crucis de los cristianos no terminó tras el final de la contienda y el posterior hundimiento del imperio otomano. La llegada al poder del también ultranacionalista Mustafá Kemal vino acompañada en 1919 de una nueva oleada de crímenes. Una vez más, actuaban en nombre de la pureza de una raza que en verdad sólo existía en las mentes de los panturianistas. Bajo las ordenes de Ataturk, se llevaron a cabo nuevas purgas en 1924.
La estocada final para los asirios fue la firma del tratado de Losana, que no sólo les privó del pedazo propio de Mesopotamia que esperaban obtener de la Sociedad de Naciones, sino que los abandonó a merced de sus verdugos: los pocos que no habían sido eliminados o forzados a exiliarse durante el Año de la espada y los que le siguieron, se vieron obligados a vivir en la posguerra entre sus propios asesinos. Oficialmente, la República iba a convertirlos en turco-semitas, del mismo modo que los kurdos estaban a punto de transformarse en turcos de las montañas.
La guinda final de esta aciaga historia de martirios fue la guerra que estalló a inicios de los noventa entre la milicia independentista kurda del PKK y el ejército de Ankara. Muchos de los que se resistían a partir hacia Occidente pese a las adversidades precedentes, cayeron abatidos en el fuego cruzado durante esos años de violencia (en esto no hubo distinción de credo) o fueron empujados a malvivir en esos arrabales de miseria de las grandes urbes a los que los turcos llaman "gecekondus". Si los kurdos, directos implicados en el conflicto, pagaron un gravoso precio por esta insurrección, los cristianos no quedaron al margen.
Algunos partidos kurdos modernos como el HDP han reconocido recientemente el genocidio y la participación de su pueblo en esos hechos y están alentando las acciones de reconciliación. Los verdugos de ayer son las víctimas de los kemalistas de hoy.
En España, por ejemplo, se han llegado a manifestar varios representantes de la izquierda kurda junto a armenios y asirios en las concentraciones conmemorativas de Seyfo.
Aun así, restañar las heridas no resulta fácil debido al resquemor de las víctimas y al hecho de que, en opinión de los asirios y los armenios, los nacionalistas "kurdos" a menudo se arrogan la propiedad de las tierras ancestrales de sus antepasados. El llamado "Gran Kurdistán" es una ofensa para los asirios de Tur Abdin y Hakari o los armenios de Van, cuyas iglesias destruidas jalonan el paisaje como espectrales recordatorios de que esas tierras les pertenecían.
Si de algo no hay ninguna duda es de que tanto los griegos pónticos del oeste de Turquía, como los asirios de Mesopotamia o los armenios de Van fueron antaño los originarios pobladores de las regiones que hoy acostumbran a designarse con nombres como Turquía, Irak o Kurdistán.
Y ese es su principal lamento. Se han convertido en huéspedes de su propia madre patria. El último varapalo de estos cristianos orientales ha sido la pérdida de Arsaj por parte de los armenios, tras una guerra asimétrica contra Azerbaiyán en la que los drones turcos jugaron un papel fundamental. Esta misma semana, varios diputados y senadores se concentraron frente al Congreso para pedir la liberación de los prisioneros de guerra armenios que aún retiene Azerbaiyán.
Rosario de matanzas
Por otro lado, las matanzas no empezaron ni concluyeron en 1915. Prácticamente, desde la irrupción del Islam en esas tierras se vienen produciendo con carácter periódico asesinatos en masa de la población cristiana.
Veinte años antes de Seyfo, tuvieron lugar también las llamadas masacres hamidianas, conocidas asimismo como las masacres armenias de 1894-1896. Se estima que entre 200.000 y 300.000 cristianos murieron durante aquellos años. Entre ellos también había asirios. El nombre de "hamidiano" se les dio en atención al sultán de infausta memoria Abdul Hamid II, quien en su intento de mantener la integridad territorial del imperio adoptó el panislamismo como ideología de estado.
A juicio de los representantes del partido progresista kurdo de Turquía HDP, tanto el genocidio de hace algo más de un siglo como la moderna resurrección del expansionismo turco y el recientemente enconamiento del tono del nacionalismo prevalente en la sociedad civil de ese país beben en las mismas contaminadas fuentes intelectuales.
Hasta fechas recientes, había calles en Chipre con los nombres de algunos arquitectos intelectuales del genocidio como Talaat Pasha, lo que a juicio de armenios y asirios, es como si los alemanes tuvieran avenidas dedicadas a Goebbels o Himmler.
Para la izquierda kurda de Turquía que hoy en día hace frente a un intento de ilegalización de su partido, el moderno panturquismo de Erdogan es solo una manifestación del mismo fermento intelectual que aupó y sostuvo a Ataturk, del mismo modo que el Daesh o Estado Islámico ha sido un digno heredero de muchos de los mandatarios orientales que en los siglos precedentes llenaron las cunetas de muertos asirios, armenios, arameos o maronitas. Algunas minorías como la yazidí han sufrido peor trato incluso a lo largo de la historia, dado que carecían y carecen del estatus de dhimmi o protegido por la Sharia, reservado tan solo para los fieles de las religiones del Libro.
Nueva vida en América Latina
Toda esa cadena de masacres que culminaron en el genocidio, así como la desconfianza que presidía las relaciones entre musulmanes y cristianos en todos los vilayet otomanos constituían el clima social en medio del cual miles de cristianos sirios, levantinos y de Mesopotamia decidieron dejarlo todo atrás y sentar las bases de una nueva vida en la América española y portuguesa.
Muchos de ellos estaban simplemente cansados de la segregación y la marginación que sufrían como súbditos de la Divina Puerta. No hubo, por tanto, una sino muchas oleadas migratorias y diferentes flujos geográficos. A estos pueblos cristianos orientales que hoy hablan español les unía esencialmente su condición de oprimidos y su religión, pero les separaban lenguas y culturas.
¿Cómo acabaron en el Cono Sur? "A menudo, muchos recalaban en su camino hacia el destino final en Marsella y ni siquiera sabían hacia dónde iban", nos explica el sociólogo asiro-argentino Ricardo George Ibrahim. "Según la compañía naviera, terminaban desembarcando en Brasil, en Nueva York, en Boston o Argentina, que era un país pujante entonces y uno de los destinos preferentes de todos los movimientos migratorios. Hubo casos incluso de gente a la que dejaron en Senegal, diciéndoles que habían llegado a América. Eso explica la presencia de una colonia libanesa en África".
En la actualidad, Ricardo vive en Quilmes, provincia de Buenos Aires, donde trabaja como profesor. Años atrás —desde 2002 a 2016— residió también en Madrid. Durante aquella época española, el argentino de origen asirio visitó Mardin y Damasco con la esperanza de reencontrarse con sus raíces y transitar por los lugares que antaño hollaron sus antepasados.
Como tantos otros argentinos, uruguayos, peruanos y chilenos, el sociólogo ha invertido una buena parte de su vida en desentrañar su verdadera identidad, a menudo emborronada por el paso del tiempo y por los cataclismos de la memoria que han sufrido todos esos pueblos de cristianos orientales que hallaron finalmente refugio en América Latina.
Falsos turcos y pseudoárabes
Llegaron por millares desde Palestina, Libia, el Líbano, Irak e incluso Rusia, y en países como Argentina se les conocía como turcos o, también, como árabes. De hecho, a menudo fueron cooptados por los nacionalistas árabes y sirios y terminaron confundiendo su propia identidad con la de las naciones que les oprimieron. "Conozco incluso algunos casos de cristianos orientales de Argentina que no sufrieron el genocidio porque vivían en Estambul y quienes de alguna forma se identifican con Turquía", dice Ricardo George.
O dicho de otro modo, algunos supervivientes del genocidio han terminado por adoptar la identidad de sus verdugos y han sido seducidos por los cantos de sirena de algunas embajadas orientales. Esto es especialmente habitual entre los cristianos sirios: una abigarrada mezcla de miembros de diferentes sectas.
En otras ocasiones, estos emigrados a América Latina vivían en una maraña de confusión identitaria porque, en el caso por ejemplo de los mardidenses, procedían de una ciudad turca, hablaban un dialecto árabe mezclado con el siriaco y eran cristianos de etnia armenia o asiria. Era igualmente frecuente que los armenios católicos de Mardin fueran mirados de soslayo por sus hermanos gregorianos. "Estos cristianos orientales se llevaron a menudo consigo algunos de sus prejuicios, además de cierto conservadurismo y una cultura fuertemente patriarcal y autoritaria", nos dice Ibrahim.
Muchas de las nuevas generaciones desconocen incluso quiénes fueron sus ancestros y en medio de esa nebulosa, se autodesignan atendiendo al nombre de la iglesia de sus bisabuelos, que solía ser el centro de su vida social y el elemento de cohesión que ha logrado mantenerlos más o menos aglutinados. Los siriaco-ortodoxos, por ejemplo, siguen manteniendo vivas ciertos vínculos en Argentina, aunque su espíritu de comunidad es mucho menos consistente que el de sus hermanos armenios. A diferencia de estos últimos, jamás tuvieron sus escuelas propias o poderosos centros culturales.
Brutal racismo criollo
Los principios de quienes lograron huir a América Latina no fueron fáciles y el que fueran admitidos en algunas naciones iberoamericanas no invalida el también hecho cierto de que tuvieron que hacer frente al racismo de las élites blancas criollas de origen europeo.
A este respecto, el investigador Heitor de Andrade Carvalho Loureiro ha documentado en un estudio el caso de un intento británico de trasladar durante los años 30 del siglo pasado cientos de familias asirias de Mesopotamia iraquí a la selva de Paraná.
Estos caldeos se habían quedado en una situación muy complicada tras la independencia del país porque habían servido con anterioridad a los intereses de los británicos, quienes los abandonaron a su suerte, al igual que la Sociedad de Naciones. No se les otorgó el prometido estado propio y quedaron expuestos a las iras de los musulmanes que los veían como traidores, lo que desembocó en la masacre de Simele (1934).
En cierta manera, se repetía en bucle lo ocurrido en Turquía. Algunos de los asesinados en Irak eran supervivientes del genocidio, que habían terminado en Mesopotamia tras huir de la ciudad de Hakari a través de Persia, donde también fueron masacrados en la misión francesa de Urmia. Muchos salvaron su vida en Turquía pero fueron degollados a la postre por los árabes.
Fue en esas circunstancias cuando una sociedad británica se propuso llevar a quinientas familias asirias al estado de Paraná. El proyecto fracasó debido, entre otras cosas, a los prejuicios racistas de las autoridades brasileñas de la época que consideraban a estos "cristianos asirios" como lo más bajo en el escalafón de los emigrantes. Influidos por las políticas eugenésicas de los europeos, llegaron incluso a referirse a ellos como "parasitarios". Por el contrario, apostaban por importar europeos, especialmente gente del entorno germánico, portugueses y españoles, a condición de que no fueran anarquistas o izquierdistas subversivos.
Los emigrantes que sí lograron alcanzar las tierras de Argentina o Brasil sufrieron la misma clase de prejuicios aberrantes. "Realmente, todas esas ideas racistas eran de terror", apunta el sociólogo Ricardo George Ibrahim. "También en Argentina se despreciaba mucho al llamado árabe o levantino diciendo que no era apropiado para la agricultura o que eran vagabundos. Y en efecto, al principio, eran mercachifles que andaban vendiendo de puerta en puerta, pero ascendieron socialmente muy rápido y tuvieron una influencia muy positiva en zonas marginadas donde no iban otros inmigrantes. A pesar de todo, en Argentina se asentaron muchos mardinenses, sobre todo en Quilmes y La Plata. Vino incluso un grupo de asirios desde Rusia, originarios de la ciudad iraní de Urmia, para trabajar en el ferrocarril y se estableció en Tucumán. Pero sobre todo, vinieron muchos cristianos sirios, palestinos, libaneses y armenios. Estos últimos estaban mucho mejor organizados y disponían de más recursos propios porque eran también más numerosos".
Ricardo lleva años entrevistando y estudiando a estos descendientes de los supervivientes de los distintos genocidios y masacres. "Por el hermano mayor de mi abuela sé que muchos trabajaron en frigoríficos. No hablaban ni una palabra del idioma, claro. Compartían habitaciones un montón de gente y vivían hacinados de un modo muy precario. Hubo también una rama que encontró empleo en la cervecería de Quilmes, lo que explica que se radicaran allí. Al asentarse, muchos se dedicaron al textil y progresaron mucho".
Estos asirios de Mesopotamia terminaron a menudo confundidos con los cristianos levantinos, sirios y libaneses, o con los armenios, cuya emigración a América Latina fue masiva.
Se estima que en la actualidad viven solo en Argentina alrededor de 80.000 descendientes de armenios. Recalaron en el país en tres principales oleadas: antes de la Primera Guerra Mundial, durante el genocidio y en los años posteriores y tras la desmembración de la Unión Soviética. Durante las últimas décadas, ha habido también pequeños flujos migratorios de asirios mardinenses a otros países como Chile.
Muchos de los miembros de la pequeña comunidad armenia que hoy vive en España han viajado recientemente a nuestro país desde América Latina, huyendo de las difíciles condiciones económicas que afronta ese continente.
Entre los bisnietos de los supervivientes del Año de la Espada que residen en nuestro país hay algunos nombres destacados como el del asirio Efrem Yildiz, vicerector de Relaciones Internacionales de la Universidad de Salamanca, o el actor y ex boxeador armenio Hovik Keuchkerian.
Por otro lado, no solo los cristianos orientales emigraron a América Latina. Miles de musulmanes del Líbano y de Siria también eligieron la Argentina o el Brasil como tierra de acogida. Claro que esa es otra historia.
Una de las manifestaciones más visibles de ese intercambio cultural entre la América Latina y Oriente es la popularidad del mate en el Líbano y sobre todo, en Siria, uno de los mayores consumidores de yerba en el planeta. "Está plenamente demostrado que fueron los llamados emigrantes golondrina drusos quienes se llevaron la costumbre del mate de vuelta a Oriente Medio. Emigraron masivamente a la Argentina para trabajar como jornaleros, pero como no consiguieron hacerse con la propiedad de tierras, retornaron a sus países de origen y familiarizaron su consumo", concluye Ricardo George Ibrahim.
Ferran Barber es un periodista especializado en minorías de Oriente Medio, y autor del libro 'En busca de los últimos cristianos de Irak e Irán', Editorial Barrabés.
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