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YANGON (MYANMAR).- La tragedia de los apátridas se muestra de nuevo. Los escabrosos titulares de los últimos días sobre los rohinyá nos recuerdan que el drama de la inmigración ilegal no se limita al Mediterráneo. Personas que no tienen nada, por lo que nada dejan y nada temen perder. Miles de gentes que cruzan fronteras de forma ilícita, arriesgando sus vidas en la búsqueda de un futuro que les parece negado. Los rohinyá no persiguen nada, sólo huyen del acoso y del apartheid que el gobierno Birmano propugna con sus políticas discriminatorias.
Este pueblo de suníes musulmanes procedente de Bangladesh ha habitado la región de Rakhaine, en la parte occidental de Myanmar, desde el siglo VIII, cuando los comerciantes musulmanes se asentaron en el oeste de Burma. A pesar de ello, no son reconocidos por el gobierno de Myanmar como uno de los 135 grupos étnicos oficiales.
La Ley de Ciudadanía de 1982 los dejó sin nacionalidad, sin patria ni bandera; y con ella perdieron su derecho a estudiar, trabajar, viajar, casarse, practicar su religión o recibir servicios de salud. Todo ello sometido a férreas restricciones por parte del Estado. De hecho, según la ONG Human Rights Watch, dicha ley resulta clave para la persecución de este pueblo.
La Ley de Ciudadanía de 1982 los dejó sin nacionalidad, sin patria ni bandera;y con ella perdieron su derecho a estudiar, trabajar, viajar, casarse, practicar su religión o recibir servicios de salud
La historia de violencia y desavenencias entre distintas comunidades en el oeste de Myanmar se remonta siglos atrás. Si durante el periodo colonial los británicos aplicaron la máxima del “divide y vencerás”, enfrentando a los rohinyá contra el resto de la población budista de la colonia; una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial los rohinyá apelaron a una infructuosa unión con Pakistán. Tras ello crearon un movimiento yihadista que buscaba desestabilizar al gobierno central y alcanzar la independencia o al menos una mayor autonomía junto al respeto de sus creencias y tradiciones.
Para la ONU los rohinyá son uno de los pueblos más castigados del mundo. El golpe de estado perpetrado por el General Ne Win, en 1962, acentuó las políticas segregadoras a la par que daba un nuevo impulso a la lucha armada del gobierno central. Durante la Guerra de Independencia de Bangladesh (1971-1973) cientos de miles de bengalíes se establecieron en la región birmana de Rakhaine, la antigua Arakan. Durante la década de los ochenta, mediante la expulsión de sus tierras y la exclusión comercial, religiosa, política y administrativa tuvieron lugar sucesivas oleadas migratorias hacia Bangladesh, país donde no son bienvenidos y donde ya sobreviven unos 300.000 refugiados.
En los últimos treinta años, los rohinyá han abandonado progresivamente la lucha armada y han buscado una solución política al conflicto, sobre todo a través de foros internacionales. Reclaman que se les permita vivir en Rakhaine, obtener la ciudadanía birmana y un cierto grado de autonomía, donde el respeto a sus creencias religiosas esté reconocido. Uno de los métodos del régimen oficial para ejercer presión sobre ellos ha sido agitar los miedos de la mayoría budista de la región. Esta práctica se tornó contraproducente, como probaron los disturbios de 2012.
Reclaman que se les permita vivir en Rakhaine, obtener la ciudadanía birmana y un cierto grado de autonomía, donde el respeto a sus creencias religiosas esté reconocido.
La xenofobia y el discurso del odio contra la minoría musulmana acabó en episodios de violencia sectaria, en los que muchedumbres de budistas enfurecidos y liderados por el polémico monje Ashin Wirathu, provocaron cientos de muertos y en torno a 140.000 desplazados internos. El gobierno no tomó medidas para proteger a los que considera meros inmigrantes ilegales llegados de Bangladesh.
Aunque ha habido un avance general en el tratamiento de las minorías étnicas durante los últimos años, el Estado de Rakhine sigue siendo uno de los menos desarrollados de Myanmar. Alrededor del 43% de la población vive bajo el umbral de pobreza. Según Amnistía Internacional, entre sus condiciones de vida se cuenta el hacinamiento en “campos de refugiados” o guetos que no están autorizados a abandonar. También hay restricciones sobre el número de hijos, obligación a “colaborar” como trabajadores forzosos y constantes desplazamientos para evitar los enfrentamientos entre las comunidades budista y musulmana.
Este proceso de miedo y discriminación ha provocado que los rohinyá no tengan derecho a una vida legítima. No son ciudadanos del país en el que viven. Sufren un boicot comercial y no pueden trabajar, por lo que quedan sumidos en la pobreza y a merced de la ayuda internacional que el gobierno birmano deja pasar con cuentagotas. Todo ello ha inducido un aumento de la inmigración ilegal, especialmente hacia la vecina Bangladesh, aunque también han puesto rumbo a Tailandia, Malasia, Indonesia e incluso Nepal.
Así, se suman a las mercancías que ya se comercian de forma más o menos abierta entre los países de la región, como son los restos arqueológicos, las armas, las especies en peligro de extinción, las maderas y piedras preciosas o las drogas.
Las mafias, siempre atentas
Las mafias, siempre dispuestas a obtener pingües beneficios, pescan en este río revuelto de refugiados sin esperanza. Varios cientos de dólares compran un sitio a bordo de uno de los abarrotados barcos. Tras eludir a la casi inexistente marina birmana, se adentran en el Índico, tratando de pasar desapercibidos y de alcanzar las costas de algún país vecino. Aquellos que consiguen alcanzan tierra se arriesgan a ser repatriados o, en el mejor de los casos, subastados como mano de obra esclava, principalmente en el sector pesquero, aunque también se han producido casos de esclavitud sexual.
Las mafias, siempre dispuestas a obtener pingües beneficios, pescan en este río revuelto de refugiados sin esperanza.
De acuerdo a los datos del Departamento de Estado Norteamericano, el número de refugiados que buscan una salida por vía marítima ha crecido considerablemente en los últimos meses debido al aumento en el celo fronterizo impulsado por Dacca y Bangkok, así como al enfrentamiento de ambos gobiernos con las bandas de traficantes. A pesar de todo, la corrupción gubernamental y el retoque de estadísticas impiden conocer la realidad y luchar con eficacia contra un problema cuya solución no está en manos de un solo actor.
Los gobiernos de los países receptores se escudan en la presencia a bordo de los barcos de migrantes económicos, procedentes en su mayoría de Bangladesh, para desoír las demandas de asilo político de los Rohingya. Aplicando sus respectivas legislaciones, los gobiernos malayo, tailandés e indonesio no están en la obligación de aceptar el fondeo de éstos navíos. Ahora bien, la presión internacional y las recomendaciones de Naciones Unidas han obligado a una revisión sobre el manejo y posibles soluciones a esta grave crisis humanitaria y migratoria, comparable a la de las costas del norte de África.
Durante los próximos días se prevén reuniones entre los titulares de exteriores de los citados países, con la escandalosa ausencia de representantes birmanos, quienes rechazan toda mención sobre los Rohingya, su status en Myanmar y la calificación de la situación en Rakhaine como crisis humanitaria. Así pues, estos encuentros quedarán en un intento por paliar las consecuencias más inmediatas y dramáticas de la situación.
Quedarán sin abordar las raíces del conflicto y, con ello, una solución definitiva. Uno de los planes de actuación aboga por aceptar a los migrantes siempre que sean repatriados en un máximo de un año. Este plan suscita recelos en los países de acogida, donde temen que provoque un efecto llamada y cree un problema que no están seguros de poder controlar ni resolver. Mientras, los barcos siguen llenándose y echándose a la mar en busca de tierra y esperanza.
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