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La historia de las mujeres samis y el destierro de su pueblo en Noruega y Suecia
Hace un siglo los samis, el pueblo que habitaba desde tiempo inmemorial las zonas más al norte de Escandinavia, sufrió un destierro forzoso, tan dramático como desconocido. Expulsados de Noruega, reasentados lejos de sus hogares en Suecia, hoy la cultura sami busca renacer y mantener firme el orgullo de sus palabras, sus mitos y sus paisajes tradicionales.
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Siempre existieron fronteras, cómo podría ser de otra forma. Sucede que antes (antes) esas fronteras no eran dibujos en un pergamino, sino trazos, mano temblorosa, sobre el mismo terreno. Esas montañas son frontera, aquella zona de turba es frontera, el río marca linde, los bosques, los valles. Hasta una piedra pasta el ganado. A partir de aquel otero es zona de caza. Los renos llegan a la roca donde contamos historias. Así fue desde que el mundo es mundo. Al menos, para los samis.
Hasta principios del siglo XX. Entonces, otros empezaron a dibujar líneas sobre el mundo. Líneas que eran invisibles, pero obligaban como las otras. Más aún. Las manadas de renos deben compartir espacios que menguan cada día. Se mezclan, desaparecen las unas entre las otras. Luego sucede. Sencillamente, sucede. Como las cosas importantes, como aquellas que marcan generaciones. Suceden. Noruega y Suecia separan su unión en el año 1905. Los noruegos anhelan un nuevo Estado reconocible. Homogéneo. Étnicamente único. El hecho de que haya personas que atraviesan fronteras nacionales (fronteras que ahora exhiben efe mayúscula) siguiendo grupos de renos irrita a los nuevos jefes. Aunque lleven generaciones viviendo allí, en el país nuevo. No. Esos campos pasan a ser predios, tierras agrícolas. Los samis, sencillamente, no entran en la visión moderna que de sí misma tiene la nueva nación.
Todo el discurso de Elin está asaeteado con maravillosas palabras de su cultura, porque Elin, Elin Anna Labba, buceó por memorias orales de algo que fue y ya no es, recorrió documentos, archivos, arcones y remembranzas. Y luego, con todo eso, escribió un libro, un libro que es tan bello como doloroso. Se titula Los señores nos mandaron aquí. Voces de un destierro olvidado y lo acaba de publicar en castellano la editorial Barlin Libros, con traducción de Sara Pérez Martínez. Algunas de esas palabras, halladas en legajos viejos, ni siquiera sabe lo que significan y tuvo que contextualizar para darles traducción aproximada. El čogogoahti donde viven, los yoiks cantados en noches sin fin, una liidni al cuello para no coger frío, cuentos del stállu para asustar a los niños, llevar la gietkka asida por el searrobáddi con tu bebé dentro. "Dar un nombre a un lugar que nunca antes lo tuvo confiere a las palabras un poder nuevo", dice. Así, también, recordaba a la enná.
La enná. Madre. Las mujeres samis siempre han tenido estigma sobre estigma. Una religión sincrética, basada en creencias paganas, que aun existe a día de hoy. Cristianos, pero a su manera. "La parte del cristianismo que recordaba los viejos sistemas de creencias era la que más nos gustaba, dicen los estudiosos". Pero eso es ahora, o puede ser ahora. Hace siglos... Más de trescientas samis fueron ejecutadas entre 1668 y 1676. Brujería. Hablan con los árboles, susurran a las montañas. Esos contrastes se ven aun hoy en día, me cuenta Elin. "Suecia tiene una política forestal muy agresiva. Prácticamente, cada bosque en Sápmi, nuestras tierras tradicionales, es un espacio industrial. Allí no rezan al árbol antes de coger algo de madera para tallar o hacer una hoguera. Eso es también una forma opresiva de tratar a los sami".
Las mujeres, decíamos. Que ocupan un puesto trascendental en la cultura sami. "Nuestras principales deidades son mujeres. Diosas, no dioses. Tenemos a la divinidad principal, Máttaráhkka, madre de todos los dioses, y sus hijas árbol", dice Elin. Todo eso fue mutando a medida que los meridionales comenzaban a tornar ojos al norte. "Esa posición tan sólida de la mujer cambió cuando se prohibió la religión sami y los samis se convirtieron en buenos cristianos, adoptando un tipo de pensamiento más occidental". Pero quedaban rescoldos. A veces escondidos, casi proscritos a espacios y tiempos determinados. Aquí, en Cantabria, donde vivo, tenemos las jilas, reuniones de féminas donde se hilaba, se reía, se contaban chascarrillos, anécdotas, historias. Sororidad de otros mundos, de otra realidad.
Pregunto a Elin si ellos también tienen esos retinglares, esos relatos que solo se escuchan con tonos dulces. Parece paladear la respuesta. "Claro que los había, generalmente abordaban aspectos de la vida más cotidiana, todos esos pequeños detalles que amas como escritor. El pan helado, la piedra en el mar donde solías ir cantar, el sabor de la mantequilla recién hecha... Y eran cuentos muy relacionados con la maternidad. ¿Cómo se las arreglan las samis siendo madres y viviendo en esas condiciones? Eso me fascinó". Transmisión del conocimiento eminentemente oral. Relatos de hombres, relatos de mujeres. "La narración y las tradiciones orales son fuertes y siguen siendo nuestra principal literatura. Todavía nos contamos historias, la transmisión de conocimientos es una cuestión familiar".
Cultura trufada en rasgos matriarcales. Familias con apellidos de féminas. Mujeres que pueden tener granjas o renos. Igualdad en herencias. Fueron ellas, cuentan, las más afectadas por aquel desgarro (exterior, interior) que supuso el destierro. Perder sus relaciones, su tejido social. No más historias sobre pan helado, no más miradas que reconocen a otra entre todas. Condenarlas no solo a dejar atrás, sino, y quizá sobre todo, a un silencio yermo de clausura. Continúa Elin. "Se sintieron increíblemente solas. Hacer esto a las personas es una forma muy eficaz de evaluar su salud mental, me dijo una mujer. Algunas de ellas superaron la prueba. Otras, no".
Porque la solución al problema que vimos más arriba... a lo de las tierras, y los nómadas, fue cruel. Suecia y Noruega firman el llamado Convenio sobre el Pastoreo de Renos en 1919. Límites al número de cabezas. Todo tipo de cabezas. Reses, personas. En los siguientes veinte años, las Diputaciones Provinciales comienzan una política que denominan "de reubicación". Si quieren ser más claros... deportaciones. Los samis son obligados a abandonar sus tierras, sus hogares. Expulsados de Noruega, repudiados en Suecia. Nacen dos palabras nuevas en su idioma, dos que antes nadie había necesitado usar. Bággojohtin, Sirdolaččat. Deportación, desplazados. Muchos de ellos piensan que volverán en poco tiempo, así que dejan atrás sus pertrechos.
"Era como tocar lugares sagrados, piezas sacras. Sentía que ardían bajo las yemas de los dedos", me cuenta Elin, "todo el paisaje de estos lugares contaba historias, o, más bien, sentía que me las contaba a mí. Al principio, me dio un poco de miedo estar allí, pero a medida que pasaron los años y me fui familiarizando con los lugares me sentía más como en mi hogar. O una especie de hogar, al menos". Elin visitó aquellas casas que quedaron así, preparadas para recibir la vuelta de sus auténticos dueños, hace más de cien años. Habló con unos, con otros, buceó archivos que esconden vergüenzas en voz baja, vergüenzas que los países intentan ocultar, cubrir de olvido.
Elin es sami. Solo sami, o primero sami, como dice ella. "Mi sentido de pertenencia es fuerte y no se cuestiona. Tal vez haya otros que se sientan suecos, o noruegos, y después sami, pero nadie que yo conozca". Los sami llevan habitando tierras cercanas al Círculo Polar Ártico desde que el tiempo es tiempo. Un espacio etéreo, hecho de blancos cellisca y días que no se acaban. Uno que discurre pacíficamente a septentrión de Rusia, de Finlandia, de Noruega o Suecia. Allí, donde el silencio manda, solo se escucha un roncar de renos. Tótem, vida y apoyo. Animal de esos que son domésticos, pero no. Los llamados samis de las montañas (existen también los samis de los bosques) vivían siguiendo enormes ráidus que ramonean pastos frescos más allá de la nieve. Existencia seminómada que aun se mantiene, a día de hoy, en algunas comunidades. Algo más que animales, para ellos. "Un vínculo con la naturaleza, algo que une nuestras familias con el suelo, sí, pero también con el cielo. El enlace más directo con el mundo indígena", me dice Elin.
Ese era otro problema. Lo de los renos. O la excusa, vaya. Al final se mezclaron varios aspectos. Racismo puro, como el que existía en la nefanda Institución de Asuntos de los Lapones, infausto recuerdo. Comodidad, incomprensión. También, sí, un prurito económico. Alguien disfrutó de aquellas tierras que ya no hollaban los samis. Aun hoy surgen de vez en cuando sentencias que reconocen a los samis derechos exclusivos de caza y pesca sobre terrenos que fueron tradicionalmente de su propiedad. Los que les arrebataron hace justo un siglo. Problemas nuevos, me dice Elin. "Esta es una de las grandes heridas en la actualidad, miembros del pueblo sami que luchan contra otros sami. Al Estado sueco, que es actor causante del daño, no le importa esta situación y no tiene por qué preocuparse. Ahora estamos luchando entre nosotros". Actualmente, no son pocos los samis que consideran las tierras altas, las tierras del norte, como su verdadero hogar. Uno de ellos. Un sitio con el que están profundamente conectados. "Cuando llegas allí, el alma canta y el cuerpo se siente más ligero", dice Elin. "Aunque hayan pasado cien años".
Una aclaración. Verán que usamos aquí el término "sami" y que solo aparece la palabra "lapón" en aquella fea Institución de Asuntos Lapones. Es deliberado. Por toda Escandinavia, "lapón" es sinónimo de inculto, idiota. El término deriva de lapp, harapos que llevan encima los mendigos. Ya ven, ninguna expresión es inocente. Intentemos usarlas con cuidado.
Palabras y susurros. Recopilar el desgarro de un pueblo es, también, asomarse a una tragedia personal. Hablar con unas, con otros. No ser demasiado objetivo, tampoco permitir que el sentimiento lleve la narración más allá de donde querías ir. "Aún quedan personas que recuerdan la deportación. Son muy mayores y eran solo niños cuando todo esto sucedió. Pero tenían recuerdos. De sus padres. Heredados tan estrechamente que, a menudo, hablaban de ello mientras iban entrando en la edad adulta. Esa historia estaba más cerca de lo que pensaba. Tuve que tomar todas las fuentes posibles para juntar piezas más pequeñas y trabajar sobre ello". También, claro, temor de cronista. Toparse con el imposible, con esa anécdota que sabes cierta pero no verosímil. Renunciar a ella porque desbarata el tono de todo lo otro que cuentas. Otra forma de exilio, quizá. Dice Elin que hubo narraciones sin usar, porque pensaba que eran demasiado increíbles. Vidas que son películas. No importa, reflexiona. "No todo es para todos. Igual algunos relatos deban reservarse para el susurro, para las montañas más cercanas, y los árboles, y las personas que ya poseen sus historias".
Y hoy, ¿sigue habiendo racismo contra los samis?, pregunto a Elin. Su respuesta es clara, pero escalofriante. Quizá por familiar. "Sí, lo hay. Pasa que ahora mismo no está bien visto tener actitudes racistas, así que quien piensa de esa forma debe ampararse en el anonimato. Y allí entra internet. Quiero pensar que el futuro será un poco más amigable. Pero...".
Terminamos. Algo cosquillea entre las yemas (esa zona donde hay hormigas que empiezan a contarme historias) desde que empecé a saber de este destierro olvidado, de este exilio que todos pretenden cegar. Entiendo la sensación de ultraje, entiendo las injusticias que, de tan grandes, van transmitiéndose generación tras generación, como si fuesen apodos o formas de mirar el paisaje. Cómo no entenderlo. Pero... ¿la añoranza? No sé. ¿Es posible echar de menos aquello que nunca se tuvo, algo de lo que solo sabemos por recuerdos de nuestros mayores, por historias que casi (casi) juguetean con el mito? Elin responde. Ella lo tiene claro. "Sí, es posible. Creo que tenemos que llorar. Saber quiénes somos y cómo continuar desde el lugar en el que nos pusieron quienes no eran nosotros. El duelo es, en realidad, sentimiento familiar en muchos pueblos indígenas. Para sanar, para descolonizar sus culturas... Pero es importante que no nos quedemos atrapados en el duelo. Hay muchas cosas que arreglar para que vivamos como samis. Muchas cosas que recuperar. El idioma. Nuestra historia. También decir adiós a otras montañas y hola a nuevos lugares. Aprender sus historias y sus nombres. No puedes simplemente llorar, me dijo un anciano cuando le pregunté sobre esto. No puedes simplemente llorar. Esa no es una forma de vida".
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