Este artículo se publicó hace 14 años.
Haití, un país roto y sin Estado
El Estado se derrumbó en Haití junto a sus ministerios, el pasado martes. El miedo a las epidemias en Puerto Príncipe aumenta en una ciudad en la que ya no quedan sábanas para tapar los cadáveres.
Haití está roto. El Estado se derrumbó junto a sus ministerios, junto a sus edificios, junto a su gente. El mundo, abrumado por lo que ve, se ha puesto en marcha para paliar el desastre, pero el país más pobre de América no encuentra cómo. Está ante el mayor reto de su historia, una tarea mastodóntica que ahora parece imposible para sus dirigentes. Para los pocos que continúan vivos.
Fuentes diplomáticas revelaron a Público pequeños detalles que explican cómo está hoy Haití. El presidente Preval anda con el mismo pantalón desde que comenzó la tragedia, el mismo pantalón que llevaba al huir de su derruido Palacio Presidencial a bordo de un moto-taxi que pasaba por allí. Hasta ayer no funcionaba su teléfono. La principal torre de telecomunicaciones también colapsó. Casi no había podido contactar con el resto de sus ministros, los supervivientes tras la destrucción de siete ministerios. Y tampoco con sus senadores. Ninguno de ellos ha sobrevivido. Tampoco el arzobispo, atrapado en su sede religiosa.
La instalación de una red satelital el jueves abriga esperanzas de que las comunicaciones, cuya ausencia tanto ha dificultado los trabajos frente a la tragedia, se restablezcan poco a poco.
Preval despacha en un cuartel de la policía que todavía sigue en pie y utiliza el aeropuerto como improvisado centro de operaciones. Hasta allí llegan aviones cargados de ayuda, pero la inexistencia de logística impide su reparto. De la oficina del plan anticatástrofes tampoco queda nada. El vacío de poder es descabellado. No hay Estado.
El hospital, el epicentro de la tragediaSi Puerto Príncipe tiene una Zona Cero, el Hospital General es el epicentro de la tragedia. Derruido en parte, concentra a cientos de heridos en sus inmediaciones. Marlen Thompson es su directora administrativa. Habla con tranquilidad, pero lo que cuenta estremece: "En situación de normalidad tenemos 110 médicos y 400 enfermeros. Hoy sólo contamos con 20 doctores y 5 enfermeras. Todos los servicios médicos del hospital están dañados". Estos 20 héroes luchan ahora como infatigables David frente al Goliath de la tragedia. Esta situación es abrumadora, pero no es excepcional. Se repite por toda la capital, en esquinas, calles o solares derrumbados.
Willie Florant, una niña de 9 años, es otro de los innumerables rostros de la tragedia. Está tumbada sobre un colchón en un jardín pegado al hospital. Como cientos de sus compatriotas, sin ninguna condición higiénica, mucho menos sanitaria. Sufre un traumatismo craneal severo, tratado únicamente con analgésicos. "Ella venía del colegio, acababa de llegar a casa, tan contenta, como siempre. Le cayó el techo encima y su cabeza quedó aplastada así", describe su padre, Florant Dotom, acercando y separando las palmas de sus manos. La familia vela a la niña malherida. Bueno, lo que queda de ella. Sus dos hermanos han muerto. También uno de sus sobrinos. "Ella no lo sabe", dice su madre llevándose el índice a los labios y espantando las moscas que revolotean cerca de las heridas de su niña.
"Yo he conseguido todo, las vendas, las medicinas. Aquí no hay nada"
"Tardamos dos días en llegar al hospital, primero pasamos por una iglesia", rememora el padre. "Yo he conseguido todo, las vendas, las medicinas. Aquí no hay nada". Florant está jubilado, pero antes trabajaba en este mismo hospital. Suspira al recordar los viejos tiempos: "Ya no se parece en nada al centro médico que yo conocí". A la niña por lo menos le queda su familia. A su padre, ni siquiera su Dios. Alza las manos al cielo y le implora: "Ha sido un castigo de Dios para que nos arrepentirnos de todos nuestros pecados".
Muchos pecados debió cometer Haití, porque el castigo fue inmisericorde. Un castigo que continúa. "Lesiones no muy graves están acabando con la gente", confiesa una enfermera.
Quien quedará para siempre perdonada es Maxin Sainten, de 30 años. La tierra empezó a temblar y ella corrió en dirección contraria. Quería rescatar a su sobrinito, de dos años, que se encontraba en el interior de su casa. "No pude salvarle", se queja. Pero quedó atrapada entre los escombros. Como tantos miles. Nadie le calma el dolor, no hay para comer. Su otro sobrino, de seis años, también falleció.
El miedo a las epidemiasLos cadáveres continúan sobre las aceras, aunque muchos son llevados hasta las fosas comunes. Ya hay varias distribuidas por toda la ciudad. Preval adelantó que la más grande espera 7.000 cuerpos. Se lucha contrarreloj contra el miedo a las epidemias. La recogida carece de mando, se hace sólo con buenas intenciones. Los vehículos de asistencia que circulan por la ciudad lo hacen cargados de cadáveres. Las puertas ejercen de camillas y en la ciudad se acabaron las sábanas para tapar los cadáveres.
"En la ciudad se acabaron las sábanas para tapar los cadáveres"
En la calle continúa el desastre absoluto. Nadie manda, por lo tanto nadie sabe qué obedecer. Casi no hay policías, que siguen enterrando a sus familiares. O que también han muerto. Las fuerzas de la ONU tienen una presencia mucho mayor por las calles. No hay gasolina en toda la ciudad, la gente hace cola sin saber cuándo se reanudará el suministro.
"Algunos haitianos abusan en estas situaciones". Ronald Augustin es un estudiante de 28 años. No puede sacar dinero, no tiene para comer. "Y los precios se han disparado, pura especulación. Las pocas cosas que se venden cuestan el doble". El joven haitiano también ha perdido a su hermana. "Vivía muy cerca del Palacio Presidencial. Está ahí, enterrada con un sobrino de su marido, debajo de la casa tumbada. Nadie se preocupa de sacar su cuerpo".
Pero la vida sigue, aunque sea tan delirante como ésta. Ronald parte para buscar qué comer hoy en un país, Haití, que se rompió hace cuatro días.
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