¿Y si Canadá lanzase un órdago a Trump y se uniera a la UE?
El nuevo inquilino de la Casa Blanca admite sin tapujos su deseo de convertir a su país vecino en un nuevo estado de la Unión. Pero tendría mejor acomodo en la UE, con la que ya coqueteó en 2018, cuando el líder republicano señaló a Canadá como uno de sus agresores comerciales.

Madrid--Actualizado a
Canadá forma parte de la Norteamérica que siempre ha perfilado la diplomacia estadounidense en la que su vecino septentrional ha estado de la mano de la Casa Blanca en la práctica totalidad de sus geoestrategias internacionales. También se ha beneficiado, desde la órbita occidental, de ciertas maniobras de Washington. Por poner solo dos botones de muestra, su adhesión al G7, en 1976, fue por expreso deseo de EEUU ante la verborrea de unos socios europeos que dejaban palpables señales de su falta de consenso y para contrarrestar el superávit de influencia del Viejo Continente en plena Guerra Fría, o su alineación en grandes experimentos de libertad comercial como el antiguo Nafta norteamericano -ahora USMCA tras haber sido reseteado por Trump en 2018- o el ALCA, que nunca llegó a concretarse y que lanzó Bill Clinton en los noventa para crear un mercado común desde Alaska a la Patagonia.
Los lazos de proximidad entre EEUU y Canadá no solo se han fortalecido por los varios miles de kilómetros de fronteras comunes. También por una cultura de marcado acento anglosajón, pese a la comunidad francófona canadiense, con especiales poderes autónomos y, por supuesto, por los estrechos vínculos sociales, empresariales y comerciales entre ambos países. Pero esta gran alianza no es del gusto de Donald Trump. Y ni parece un capricho, ni una obsesión reciente. No solo porque ha dejado otros indiscutibles rastros de expansionismo hacia Groenlandia o Panamá -entre otros territorios-, sino porque ya en su primera legislatura, en 2028, año en el que inició la cruzada arancelaria contra China y varios mercados aliados, entre los que destacaban México, la UE y, por supuesto, Canadá, la idea de una interconexión geoestratégica transatlántica entre Ottawa y Bruselas, empezó a tomar forma.
La llegada de la Gran Pandemia, que eclipsó cualquier movimiento diplomático internacional de relieve, y los cuatro años de Administración Biden, apagaron cualquier llama que pudiera activar la mecha de negociaciones abiertas para una integración -quizás no de máximos, como miembro de pleno derecho del club comunitario, pero sí de altos vuelos- de Canadá en el mercado interior europeo. A partir de dos piezas fundamentales del puzle. Por un lado, el interés de la UE por el acceso rápido y garantizado de materias primas y recursos esenciales para su sistema productivo desde un mercado fiel y con intereses -al menos antes de la crisis política abierta por la dimisión del liberal Justin Trudeau- compartidos en materia de libre comercio, transición energética y en sostenibilidad y en la concepción multilateral del orden mundial. Y, por otro, por la demanda de trabajadores, cualificados o no, de la economía canadiense para consolidar su dinamismo futuro.
La versión Trump 2.0 promete ser más agresiva. Tanto en sus planteamientos, como se aprecia en la larga lista de pretensiones que aseguran van a aplicar sus equipos políticos y económicos antes, incluso, de la toma de posesión de su líder, como por el mayor poder de compromiso a la ejecución de planes compulsados por Heritage Foundation y su Project 2025, cargado de pólvora ultraconservadora para los próximos cuatro años. Algo que podría llegar a ser contraproducente para sus intereses. Dentro y, sobre todo, fuera de las fronteras estadounidenses. De hecho, hay algunos movimientos telúricos de fondo. De Suiza, que acaba de acordar vínculos más estrechos tras un largo decenio sin profundizar en su relación estratégica con la UE, o de Islandia, que tiene previsto tomar la decisión de incorporarse al club con un referéndum convocado para 2027. A los que se podría unir Groenlandia, que la abandonó en 1985, un año antes del ingreso español y portugués al obtener una amplia autonomía de Dinamarca, si el hostigamiento trumpista toma carta de naturaleza.
Frente a la barbarie dialéctica, negociaciones políticas
Las embestidas dialécticas del sucesor de Joe Biden desde su victoria en las urnas hacia el que ha sido hasta fechas recientes primer ministro canadiense -al que le ha denominado como “el gobernador Trudeau”- han provocado la reanudación de las conversaciones entre altos cargos y diplomáticos de Canadá y la UE. El asunto -revela The Economist en sus prestigiosas páginas de análisis Carlomagno- “debería culminar con una invitación formal de Bruselas a Ottawa para que se convierta en su vigésimo octavo socio”. En torno a la idea de los extensos recursos y el espacio territorial con apenas presión demográfica y elevada capacidad de gasto de sus consumidores, del lado canadiense, por el mercado comprimido y pobre en minerales de la UE.
Casi todo invita al encuentro. Incluso la aceptación por ambas partes de que el capitalismo solo funciona con reglas equilibradas de juego, pero contundentes con los abusos de mercado -frente a las promesas de desregularizar sectores como el tecnológico o el bancario de Trump-, de la globalización asociada a la libertad de tránsito de mercancías, servicios, capitales y personas, o de la conveniencia de combatir la catástrofe climática. Así como su rechazo mutuo a las carreras armamentísticas, la pena de muerte o la agresión rusa a Ucrania.
El ofrecimiento europeo de participar en un mercado con normas de competencia exigentes a la vez que flexibles y sin trabas en los flujos comerciales contrasta con los preparativos que ya se barajan desde el Gobierno canadiense para hacer frente al combate arancelario de su vecino -y aliado aduanero- del sur. Incluso con un gabinete en funciones, tras el cese de Trudeau, diseña una lista de productos made in US sobre los que gravaría una tarifa de importación en caso de que la Casa Blanca decida emprender una batalla comercial contra Canadá.
La decisión la tendrá que tomar o la exministra de Finanzas, Chrystia Freeland, o Mark Carney, que ha ocupado en el último decenio y medio los cargos de gobernador del Banco de Canadá, primero, en dos mandatos, y del Banco de Inglaterra, después, en uno, hasta 2021. Los dos han presentado su candidatura y son los máximos favoritos para convertirse en premier canadiense. Aunque solo la firma de uno de ellos se rubricaría en esta presumible reacción, que afectaría a artículos estadounidenses que, en conjunto, tendrían un valor de 105.000 millones de dólares.
La alternativa europea de un espacio de consumidores común vuelve a tener sentido. Toda vez que, además, parece emerger un tibio vestigio de conciliación diplomática contra Washington. Los jefes de Gobierno de doce de las trece provincias y territorios en los que está dividida Canadá acaban de acordar que “trabajarán juntos en una amplia gama de medidas para garantizar una respuesta contundente ante la posible escalada arancelaria estadounidense”, aún sin concretar.
Robert Hage, veterano diplomático y analista del Canadian Global Affairs Institute, recordaba en un reciente análisis que contó con la coparticipación del think tank alemán Konrad-Adenauer-Stiftung, que su país natal “es el más europeo de los Estados ajenos a la órbita comunitaria”. En su opinión, “no fue fruto de la casualidad” que Canadá fuera la primera nación signataria de un pacto de libre comercio de la UE cuando Bruselas asumió la soberanía en materia comercial.
Corría el año 1976 y el primer ministro canadiense era Pierre Trudeau, padre del dimitido jefe de Gabinete. “La vocación de libre comercio canadiense se aprecia también en su capacidad de alcanzar acuerdos con EEUU y México para la reconversión del Nafta en el actual USMCA que se reseteó a instancias de Trump, o para sellar el tratado CETA con la UE. Y que mensajes cruzados durante su rúbrica entre dirigentes de ambas latitudes -Trudeau y el entonces jefe del Consejo de Europa, el polaco Donald Tusk (2019)- que ensalzaban la “mentalidad común o la comunidad de intereses generara brechas divisorias en EEUU”.
Encuentros y divergencias entre Europa y Canadá
Por supuesto -especifica- “hay diferencias”. La UE tiene 446 millones de habitantes, doce veces más que los 37 millones de Canadá, pero el territorio de la nación norteamericana es casi el doble del tamaño de Europa, la economía europea alcanza los 25,5 billones de dólares frente a los 2 billones del PIB canadiense que, sin embargo, es capaz de distribuir una renta per cápita de 46.000 dólares -muy por debajo de los 52.000 de 2011- frente a los 35.600 de la UE, que ha permanecido casi inalterable desde la crisis de la deuda europea. Pero principios como el de un multilateralismo activo o la defensa de Estados de bienestar con sistemas sanitarios estatales y de asistencia universal se mantienen inalterados.
Además, la cooperación en otras esferas, como la tecnológica y la innovación, ha sido excelente. Uno de los últimos ejemplos ha sido la incorporación de Canadá, en 2024, al proyecto Horizonte Europa de investigación, dotado con 95.000 millones de euros, “todo un hito para la prosperidad y otro capítulo más dentro de la relación de cordialidad que mi país está empeñado en fortalecer con la UE”, declaró François-Philippe Champagne, ministro de Ciencia canadiense tras la rúbrica del acuerdo.
Este pensamiento también lo expresan John Hulsman, dueño y presidente de la consultora de geopolítica global que lleva su nombre, y Boris Liedtke, profesor de la escuela de negocios Insead, para quienes “la guerra comercial de Trump abre la puerta a un movimiento que cambiaría por completo el juego geopolítico”. A su juicio, el planteamiento arancelario de la Casa Blanca es del todo “ridículo” porque “ni Europa, ni Canadá ni México son China, y no se trata a los aliados de la misma manera que a los supuestos rivales geoestratégicos”. Si los aliados de EEUU siguen un camino convencional, de alinearse junto a Washington, “perderán una oportunidad histórica”.
Con imaginación -dicen- “podrían aprovechar el error táctico de Trump para alterar el juego por completo”. Y es en este punto donde surgiría una nueva partida de ajedrez con la propuesta en firme de negociaciones de adhesión entre la UE y Canadá, que “encauzaría con rapidez sus lazos perdidos con EEUU a través de un mercado de consumo aún mayor, el europeo” y que, desde el punto de vista geoestratégico, podría involucrar a Reino Unido en un hipotético retorno al club, aunque fuera sin el grado de integración previo al brexit”. De igual manera que a México, que se quedaría aislado sin la coraza del USMCA, o que el intento de golpe de Estado unilateral de Trump al orden global podría confeccionar una amplia alianza contraria al proteccionismo y los vetos al comercio internacional.
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