madrid
Los acuerdos de Bretton Woods, el complejo hotelero de Nueva Hampshire donde la comunidad internacional gestó al Fondo Monetario Internacional (FMI) y al Banco Mundial (BM), en 1944, y engendró la arquitectura financiera global para tratar de gestionar el complejo post-escenario económico tras la segunda gran contienda bélica, nacieron con un pecado original, con un pacto verbal.
El director gerente del FMI sería europeo, a cambio de que el presidente de su institución hermana, fuera estadounidense. Como sucede casi siempre, lo que se pacta entre bambalinas, suele perdurar en el tiempo. Más que las reglas que se imprimen en los estatutos fundacionales. Este es el caso de las instituciones multilaterales.
Sistemáticamente, el Fondo ha sido regido por europeos, mayoritariamente franceses. A pesar del creciente peso de los mercados emergentes en la economía mundial en las últimas décadas. Fue precisamente este el argumento que aupó al surcoreano, Jim Yong Kim, al frente del banco de desarrollo por excelencia, en 1 de julio de 2012, ya bajo el segundo mandato de Barack Obama. Sin embargo, Kim, médico de profesión, que dirigió el Departamento de Salud Global en la Escuela Médica de Harvard y fue cofundador y director ejecutivo de Partners In Health, también tiene nacionalidad estadounidense. Es decir, que no respondía fielmente a la ruptura de esa alianza verbal. Como tampoco la figura de James Wolfensohn, abogado australiano con pasaporte de EEUU, pero con una larga trayectoria profesional en el mayor mercado del planeta, que llevó las riendas de esta institución entre 1995 y 2005, como su noveno presidente. Pero, a diferencia de Wolfensohn, Kim era el candidato del bloque emergente.
El médico surcoreano anunció su renuncia la primera semana de enero. Una sorpresa total en los mercados y en la esfera multilateral. Porque apenas dos años antes, revalidó sin problemas su segunda etapa al frente del Banco Mundial. Sólo aceptó quedarse hasta este mes de febrero, mientras se le buscaba relevo. Dos ejercicios en los que ha tenido que convivir -y sucumbir según fuentes próximas a su figura- con los reiterados intentos de la Administración Trump de quebrar el consenso de Washington. Término con el que, en la jerga institucional, se denomina, desde el inicio prácticamente de la andadura de los organismos de Bretton Woods, a las estrategias que han emanado desde el FMI y el Banco Mundial, por un lado, el Tesoro americano, por otro, y la Reserva Federal, como tercer componente de este triunvirato, y que han dictaminado las ayudas financieras a países en crisis, su volumen y las contrapartidas reformistas que este núcleo duro ha concretado siempre para liberar los créditos del Fondo y los proyectos de desarrollo del BM en su tarea de actuar como prestamista de última instancia -como apagafuegos- el primero, y de contribuir a la reconstrucción de sus economías, el segundo. Los tres tienen su sede en la capital estadounidense.
Críticas multilaterales a Trump
Pero a Trump no le gusta el entramado multilateral. Es de sobra conocido su propósito de crear un nuevo orden global. Y en su cometido, le sobran instituciones que puedan interferir con sus diagnósticos, su hoja de ruta. Ya mostró su malestar en la penúltima cita del G-20 en Vancouver, donde el resto de líderes de este foro que acoge a las principales potencias industrializadas y a los grandes mercados emergentes -principalmente, dirigentes europeos como Angela Merkel o Emmanuel Macron, pero también y, sobre todo, el primer ministro canadiense, Justin Trudeau- cuestionaron abiertamente y sin tapujos la subida arancelaria a China, la UE y sus socios en el Nafta norteamericano. Entonces, se restableció también la entente multilateral.
El FMI, el BM y la OMC, el máximo organismo del comercio global, manifestaron también los efectos perniciosos que su política comercial traería sobre la economía, los mercados y los flujos de inversión. Dando fin a más de año y medio de tregua, en el que el Fondo, por ejemplo, no quiso entrar a valorar ni su doble rebaja fiscal -a rentas personales y beneficios corporativos-, ni sus intentos de modificar la regulación financiera, para suprimir los requisitos a la banca instaurados por Obama después de la crisis para evitar nuevos riesgos sistémicos, o el cambio de estrategia de la Fed, su agresivo incremento de tipos de interés -ahora amortiguado por presiones del propio Trump- pero que ya han conducido a un encarecimiento de la financiación internacional y a un aumento del valor del dólar desde que el dirigente republicano sustituyó a Janet Yellen por su candidato, Jerome Powell, al frente de la autoridad monetaria americana.
Críticas contra la doble rebaja fiscal, la reforma financiera, las subidas de tipo de la Fed, la carestía del dólar y, sobre todo, la guerra comercial de la Administración Trump
El FMI ha desempolvado recientemente su visión crítica hacia todas y cada una de los grandes trazos de la agenda económica de Trump. En la reciente cumbre de Davos, sin ir más lejos, su directora gerente, Christine Lagarde, afirmó que la guerra comercial desatada por la Casa Blanca es el mayor riesgo sobre la economía mundial. No era la primera vez que lo advertía. Tampoco la oposición del FMI a la táctica alcista de la Fed o a cualquier cambio hacia la laxitud de las reglas de juego en la industria financiera americana. Ni la relación cambiaria del dólar, que tiene en ascuas a no pocas divisas emergentes, después de la caída del peso argentino, el pasado verano. El BM, por su parte, admitía, días antes de la renuncia de Kim, que el motor económico mundial “está gripado”, cuando, “al inicio de 2018” todos y cada uno de los impulsores de la actividad “funcionaban a pleno rendimiento”. El título de su informe tampoco debió gustar al resto de los integrantes del consenso de Washington: “Los cielos se oscurecen”. Ni su diagnóstico, porque auguraba una “brusca ralentización”, que dejaría el crecimiento del PIB en el 2,9% este año y en el 2,8% en 2020. Antesala de recesión. O contracción en ciernes, según el mercado, donde todo incremento inferior al 3% se consideran ya números rojos.
Un ‘halcón’ como Caballo de Troya
En este contexto es en el que se enmarca la decisión de Trump de aupar a la presidencia del BM a David Malpass, una pieza esencial en el inicio de las hostilidades comerciales de la Casa Blanca y, en la actualidad, miembro del equipo negociador con el régimen de Pekín para tratar de forjar un pacto entre las dos superpotencias mundiales. Dentro de los tres meses de armisticio que se han dado por decisión de sus respectivos presidentes. La designación de Malpass no sólo es un signo de que EEUU quiere recuperar el poder de esta institución financiera. También es un nítido botón de muestra de que desea tener un fiel escudero en su lucha contra el multilateralismo.
Malpass es vicesecretario de Comercio Internacional y su fidelidad a la causa de Trump no tiene fisuras. Hace unos meses, dejó un aviso a navegantes de cómo va a ser su gestión, en caso de que la comunidad internacional decida aceptar su plácet para presidir esta institución. El Banco Mundial “se ha hecho demasiado grande y demasiado intrusivo”, de tal forma que “las opciones de transformar sus objetivos se han convertido en algo más urgente y más complejo de lograr”. No hay más palabras. Será uno de los nominados al reemplazo de Kim, periodo que se abre este 7 de febrero y que se cerrará una semana más tarde. Aunque, como suele ocurrir, las frases que proceden del ámbito político, no suelen coincidir con la realidad.
Los datos del ejercicio fiscal 2017 comprometió ayudas por valor de 42.100 millones de dólares, aunque apenas algo más de la mitad, 22.600 fueron mediante proyectos iniciados ese año, a través de 133 iniciativas nuevas a países en vías de desarrollo, su estricto objetivo, por mandato estatutario. Tampoco parece un desembolso desmesurado los 681.300 millones de dólares que ha liberado a través de su sistema prestatario, desplegado entre sus cinco organizaciones internas -el Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo (IBRD); la Corporación Financiera Internacional (IFC); la Agencia de Garantías e Inversiones Multilaterales (MIGA); la Asociación de Desarrollo Internacional (IDA) y el Centro Internacional para las Resolución de Disputas de Inversiones (ICSID)- desde 1945, el año en el que inicia sus actividades de ayuda al desarrollo. Una cantidad similar al PIB de Suiza o de Taiwán. O el montante total de los créditos empleados por el FMI en la crisis asiática.
Entraría en pie de guerra en el Banco Mundial; cree que este organismo "se ha hecho demasiado grande e intrusivo"
Pero Malpass tiene una encomienda clara. No sería de extrañar que una de sus primeros pasos al frente del Banco Mundial -si consigue acceder al cargo- sea la supresión de un fondo de algo más de 200.000 millones de dólares que el comité ejecutivo de esta institución aprobó semanas antes de la dimisión de Kim, a finales de diciembre, para combatir el cambio climático en los próximos cinco años. A buen seguro, uno de los motivos de su cese. Malpass, que fue asesor de Trump en materia económica durante la campaña electoral que le llevó al Despacho Oval, tendrá un papel relevante para que el consenso de Washington instaure el silencio en la reforma que el Tesoro americano ha emprendido para devolver la libertad de actuación a Wall Street. No en vano, también fue economista jefe del banco de inversión Bear Stearns, en el que conoció a su mentor, Larry Kudlow, actual director del Consejo Económico Nacional, máximo organismo de asesoramiento de la presidencia de EEUU en el área de la economía.
Próximo asalto: la OMC
Además de un campo de pruebas para preparar el asalto a la OMC. Después del desplante de Trump, que justificó su guerra comercial en defensa de la seguridad nacional y que calificó a esta institución de incapaz de gestionar la globalización de los mercados, según los criterios de libre circulación de mercancías, bienes y servicios. Lo que le ha ocasionado una merma de prestigio y credibilidad como gendarme del comercio internacional, además de comprobar cómo se han intensificado las violaciones de sus normas de funcionamiento. Su director general -el sexto mandatario al frente de la institución- Roberto Azevêdo, tiene ante su mesa de trabajo, en su segundo mandato cuatrienal, que expira en 2021, un desafío sin precedentes. Varios de sus miembros más prominentes (Canadá, China, México, Noruega, Rusia, la UE y Turquía, entre otros) le han requerido la creación de un panel de disputas -tribunales sentenciadores de la organización sobre conflictos de intereses comerciales entre alguno de sus asociados, más de 160 países del mundo- encargado de dictaminar si la Casa Blanca ha incurrido en prácticas dañinas o ajenas a los principios rectores del libre comercio por sus incrementos arancelarios. El problema al que se enfrenta Azevêdo es que difícilmente podrá resolver que Washington ha violado la carta normativa de la OMC. O, dicho en otros términos, el panel de disputas tiene complicado impedir que EEUU siga con su política proteccionista. Sobre todo, porque Trump tratará de gobernar su dirección ejecutiva.
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