Pese a su holgado triunfo en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, a Gustavo Petro (40%) se le ha complicado la llegada al poder en Colombia. La irrupción del populista de derechas Rodolfo Hernández (28%) podría hacer naufragar, en una reñida segunda vuelta, el proyecto de cambio que encarna el líder progresista.
Desde la entrada en escena de Donald Trump han surgido en América Latina clones suyos que amenazan la alternativa de transformación social en la región. Jair Bolsonaro (Brasil) y Nayib Bukele (El Salvador) gobiernan bajo el influjo del exmandatario estadounidense. Y en Argentina, el economista Javier Milei gana enteros cada vez que insulta a un rival político.
Con la llegada al Palacio de la Moneda de Gabriel Boric en marzo, una ventana de optimismo se abrió en América Latina. El joven presidente (36 años) representa a la nueva izquierda que propone una agenda social para mitigar el rodillo neoliberal en la región. Pero Boric no lo tuvo fácil. Para derrotar en la segunda vuelta al ultraderechista José Antonio Kast, el dirigente del Frente Amplio debió ganarse primero los apoyos de otros sectores políticos (socialistas, democratacristianos), unidos en su afán de frenar a Kast.
Si las derechas unen fuerzas, Colombia se despediría del sueño de tener el primer Gobierno de izquierdas
Para desgracia de Petro, el populista Hernández cuenta ya con el respaldo del tercer candidato en discordia en las elecciones colombianas, el oficialista Federico Gutiérrez (24%). Si sus votantes suman fuerzas el 19 de junio, Colombia se despedirá del sueño de contar por primera vez con un presidente progresista. Con el uribismo en sus horas más bajas (por el juicio que afronta el expresidente Álvaro Uribe por fraude procesal y la bajísima popularidad del presidente saliente Iván Duque), el Pacto Histórico de Gustavo Petro (62 años) se erigía como la alternativa a los gobiernos neoliberales de las últimas décadas. Ahora ya no está tan claro.
El marco del debate en la campaña de la segunda vuelta no podrá ser continuidad (uribista) o cambio (progresista). Como se ha visto en otros países, el populismo de derechas sabe imponer sus propios marcos referenciales. Y Hernández, empresario millonario y exalcalde de Bucaramanga, ya ha instalado el suyo: la supuesta lucha contra la corrupción.
Populismos blanqueados
A los líderes populistas de derechas de América Latina se les suele tildar de antisistema. Nada más alejado de la realidad. Bolsonaro se instaló en el Palacio del Planalto gracias al sistema. Sin el apoyo incondicional de la judicatura, los militares, los grandes empresarios, los principales medios de comunicación y un sector de la derecha, el excapitán seguiría siendo hoy un diputado raso del Congreso, como lo fue durante tres décadas, defensor de la dictadura y sin demasiado predicamento.
La influencia del trumpismo fue vital para Bolsonaro. De él y de su consejero áulico Steve Bannon aprendió el actual presidente brasileño que un bulo lanzado a la arena de las redes sociales puede convertirse en un arma de destrucción política masiva. Así lo hizo en la campaña de 2018, a través de inmensas cadenas de WhatsApp en las que se presentaba a los líderes del Partido de los Trabajadores (PT) como ladrones sin escrúpulos con argumentos falaces. La narrativa electoral de Bolsonaro fue similar a la que ahora destila Hernández en Colombia: acabar con la corrupción institucional. Bolsonaro ganó las elecciones una vez que el lawfare (guerra jurídica) había dejado fuera de combate a Luiz Inácio Lula da Silva (en prisión por una condena que tres años más tarde anularía el Tribunal Supremo).
Su discurso militarista, negacionista y xenófobo ha impregnado la política brasileña desde entonces. La Amazonía es hoy un territorio devastado en el que los depredadores de la selva (empresas mineras, madereras, ganaderas) hacen y deshacen a su antojo ante la falta de fiscalización gubernamental. Y la pandemia segó más de 600.000 vidas, en parte por la inacción de un mandatario que hoy, con Lula al frente en las encuestas de cara a las elecciones de octubre, amaga con movimientos golpistas en caso de derrota.
Nayib Bukele controla todos los resortes del Estado en El Salvador, donde ha impuesto la ley del silencio a la prensa. Ganó las elecciones en 2019 con una abrumadora mayoría y desde entonces ha ido devorando a todos los que le hacían frente. Para ganarse adeptos también utiliza las redes sociales. Twitter es su boletín oficial del Estado. Con el Congreso a sus pies, ha impuesto el uso del bitcoin como moneda legal, una ocurrencia que puede llevar al país centroamericano a la bancarrota al apostar por la criptomoneda, en caída libre por la guerra en Ucrania y la crisis económica.
La volatilidad política de estos tiempos genera liderazgos impensables hace poco. Es el caso de Argentina, donde al hegemónico peronismo se le ha combatido tradicionalmente con experimentos de centroizquierda (la Unión Cívica Radical de Alfonsín) o de derecha (el exitoso PRO de Macri). Ahora, ha surgido una nueva voz teñida del discurso trumpista. El economista Javier Milei provocaba vergüenza ajena entre sus contertulios cuando comenzó a aparecer en los debates políticos de la televisión hace unos años. Su histrionismo al atacar al gobierno de Mauricio Macri por la derecha (algo ya difícil de concebir) resultaba tan patético que nadie lo tomaba muy en serio. En las elecciones legislativas de noviembre, Milei se lanzó al ruedo electoral y obtuvo un notable 17% de los votos en la ciudad de Buenos Aires. Con la experiencia de lo sucedido en otras latitudes, hoy ya se le empieza a tomar en consideración como una amenaza populista en Argentina.
América Latina se debate entre la hegemonía de una izquierda más pragmática y la irrupción de un populismo trumpista
Rodolfo Hernández (77 años) ha hecho de Tik Tok un campo de batalla electoral desde el que se ha merendado, sin participar en un solo debate, al candidato del oficialismo. Al frente de la Liga de Gobernantes Anticorrupción, el candidato Hernández, misógino, xenófobo y él mismo acusado de corrupción, vende a la audiencia el mismo tarro de crecepelos que Trump, Bolsonaro, Bukele, Kast o Milei. Cada uno lo perfuma a su manera pero todos ellos defienden un adelgazamiento del Estado como remedio para todos los males. Esa charlatanería cala en unos electorados que sufren la crisis económica y reciben con entusiasmo promesas efectistas (como la retirada de los vehículos oficiales a los congresistas propuesta por Hernández, insignificante a efectos presupuestarios pero de gran impacto mediático), aunque no pongan en cuestión las desigualdades derivadas de las políticas neoliberales impuestas desde el Consenso de Washington en los años 90.
América Latina se debate así entre la hegemonía de una izquierda más pragmática que la experiencia bolivariana de principios de siglo y la irrupción de un populismo trumpista que se abre paso a codazos, con el apoyo del establishment económico y mediático, allá donde la derecha tradicional pierde terreno. Del Río Bravo a Tierra de Fuego, las izquierdas latinoamericanas, cada una con su propia particularidad, tratan de sacar adelante sus agendas de transformación social (sin desmantelar el neoliberalismo pero dotando al Estado de mucha más fortaleza). El México de Andrés Manuel López Obrador tiene eso en común con el Chile de Gabriel Boric. la Honduras de Xiomara Castro, la Bolivia de Luis Arce o la Argentina de Alberto Fernández. Lo que ocurra en Colombia el 19 de junio y en Brasil en octubre será crucial para determinar el rumbo político de una región que, como expresó Petro durante la noche electoral, tendrá que elegir entre “cambio o suicidio”.
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