Este artículo se publicó hace 5 años.
Esclavitud modernaLa cara oscura de la economía californiana: los esclavos laborales
California posee el mayor número de inmigrantes indocumentados de EE.UU., lo que convierte al estado dorado en una mina de esclavos laborales para los traficantes.
Aitana Vargas
Los Ángeles--Actualizado a
El día que Flor Molina llegó a Los Ángeles a manos de un pollero, acababa de materializar un objetivo anhelado por millones de inmigrantes que miran hacia Estados Unidos como el país donde perseguir nuevos horizontes laborales. Al verse ya en territorio anglosajón, los tres mil dólares que tenía que pagarle al traficante humano por haber alcanzado su destino con vida le parecían un "regalo2, porque la mexicana estaba a punto de iniciar una prometedora etapa como costurera en una de las fábricas de ropa del distrito de la moda de la ciudad californiana. Al otro lado de la frontera había dejado a un bebé que falleció por no poder costearle la atención médica que requería, pero ahora podría enviarle dinero a su madre y a sus otros tres hijos.
Sin embargo, en cuestión de horas Molina pasó de un "esperanzador" comienzo a engrosar la lista de esclavos laborales en California, contribuyendo a que esta región continúe entre los cuatro estados con el índice más elevado de esclavitud moderna del país, según el Departamento de Justicia de California.
"La patrona me dijo que tenía que pagar la deuda de tres mil dólares trabajando para ella. Me amenazó y me dijo que si me negaba o iba a la policía, mataban a mi familia", explica a Público esta oriunda de Puebla.
Durante cuarenta días, la vida de Molina transcurrió entre los muros de aquella fábrica. Detrás de ellos, confeccionaba vestidos de fiesta que acababan en los escaparates de grandes cadenas de ropa estadounidenses. Cuando el resto de trabajadores concluía la jornada laboral y se marchaba a casa, ella cogía la escoba y la fregona y limpiaba las instalaciones.
Sin ducharse y con una ración de comida al día, a veces la mexicana no cumplía las expectativas de sus supervisores. La sometían entonces a humillaciones delante de otros trabajadores, la tiraban del pelo e incluso la golpeaban. Al llegar la noche, dormía en un pequeño almacén de la nave y compartía un colchón sucio con su maestra de corte y confección, quien le había animado a embarcarse en esta aventura americana.
“Yo no quería vivir así, y aún teniendo todo en contra, estaba dispuesta a encontrar una salida”, asevera Molina. “En varias ocasiones le pedí permiso a la patrona para ir a la iglesia, y sorpresivamente un día me lo dio”.
Aquel día, la mexicana no solo se hincó de rodillas sobre el suelo de la iglesia y se encomendó a Dios. También realizó la llamada telefónica que días después culminaría en una redada del FBI a la fábrica donde se encontraba retenida.
“Llamé a una compañera del taller desde un teléfono público y le conté lo que pasaba. Vino a recogerme y, días más tarde, el FBI apareció y me conectó con una ONG que me dio alojamiento y comida. Me siento bendecida porque Dios fue la llave de mi libertad”, confiesa la creyente.
Desde 2001, Molina se ha convertido en uno de los rostros más visibles en la batalla contra la esclavitud moderna en Norteamérica, una lacra que en California afecta con mayor incidencia a mujeres, niños e inmigrantes indocumentados de origen hispano y asiático en sectores como la agricultura, las labores domésticas o la industria textil, aunque también la encarnan grupos de jóvenes que venden productos puerta a puerta o que piden limosna en la calle.
La activista también imparte conferencias en Estados Unidos y México, impulsa la aprobación de leyes y medidas contra la trata humana, y forma parte del Consejo Asesor de Estados Unidos Sobre Tráfico Humano, cuyos miembros son seleccionados por el presidente estadounidense cada dos años.
En este momento, una de sus principales preocupaciones es educar sobre el tráfico humano y la esclavitud laboral a las comunidades mexicanas y centroamericanas que planean venir a Estados Unidos a trabajar en fábricas o en los campos de cultivo porque “deben conocer los riesgos antes de iniciar el viaje”.
Otro de sus objetivos prioritarios es garantizar que un mayor número de solicitantes obtenga la visa T, una medida creada por el congreso estadounidense en octubre del año 2000 para ayudar a algunas víctimas de tráfico humano que cooperan con las autoridades en investigaciones. La cifra de solicitudes aprobadas, sin embargo, ha venido cayendo desde enero de 2017, perjudicando con más virulencia a los inmigrantes procedentes de México, Honduras, El Salvador y Guatemala, según la ONG Refugees International.
“Tengo conocimiento de algunos casos de visa denegados porque no presentaron toda la documentación. Antes, si faltaban documentos, te los pedían. Ahora, te deniegan la visa”, afirma Molina.
Esta versión también la comparte Kate Transchel, catedrática de Historia en la Universidad Estatal de California en Chico y especialista en trata humana que, en entrevista con Público, asegura que el número de víctimas que recibe esta visa desde la llegada de Trump es “minúsculo” comparado con el número de personas explotadas y traficadas.
“Si un inmigrante indocumentado acude a las autoridades en una ciudad santuario de California, este recibiría protección y ayuda. Pero si el inmigrante acude al alguacil de un pueblo de derechas, es muy probable que llame a las autoridades migratorias y estas lo deporten”, explica.
Transchel también lamenta que Estados Unidos haya cedido terreno en la lucha contra la esclavitud laboral a nivel mundial debido a las medidas de austeridad aplicadas por el dirigente estadounidense.
“No es que el gobierno de Trump carezca de voluntad política, sino que ha vaciado el Departamento de Estado y ha despedido a un tercio del personal sin que este haya sido reemplazado”, explica la catedrática. “El resultado es que ya no tenemos ni los recursos ni el personal necesario para monitorear y perseguir la esclavitud laboral como lo hacíamos antes”.
Además de las políticas gubernamentales, la experta recalca que buena parte de la responsabilidad de luchar contra la esclavitud moderna también recae sobre la cadena de producción y los fabricantes, que deben implementar políticas de transparencia que le permitan al consumidor saber el origen de cada producto y tomar decisiones concienzudas.
“Al comprar una barrita energética, si sabes de dónde procede el cacao y cómo se cosecharon los granos, puedes elegir pagar un poco más por un producto elaborado por trabajadores que reciben un salario y unas condiciones justas, en vez de apoyar a una compañía que tiene niños o indocumentados explotados, dos de los grupos más vulnerables”, recomienda.
Un punto de partida es la página Slavery Footprint, que calcula el número aproximado de esclavos que mantienen el estilo de vida de cada consumidor. El siguiente paso y, quizá el más importante, es que la ciudadanía aprenda a reconocer las señales de esclavitud laboral, detalladas por organizaciones especializadas en trata humana como Polaris Project.
“La mayor parte de ciudadanos ha visto alguna vez a una víctima de explotación laboral, pero no sabe reconocer las señales. Por ejemplo, lugares como los parques temáticos son elegidos por los traficantes para vender y comprar niños”, asevera Transchel. “Pero curiosamente, la gran mayoría de víctimas son rescatadas por las denuncias de la gente, y no por la actuación de las autoridades”.
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