zaragoza
La reunión de ministros de Finanzas del G-7 cumplió las expectativas y solventó con un anuncio tan ambiguo e inconcreto como solemne la sesión preparativa de la cumbre de jefes de Estado de la semana que viene: el ministro británico, Rishi Sunak, fue como anfitrión el encargado de explicar al mundo que su país, EEUU, Canadá, Japón, Alemania, Francia e Italia, las siete principales potencias económicas del mundo siempre que se obvie a China e India, han acordado apoyar el establecimiento de un impuesto global sobre los beneficios empresariales “de al menos el 15%”.
Irónicamente, el mundo se enteraba del acuerdo "histórico" para "reformar el sistema fiscal global" y adaptarlo a la era del capitalismo tecnológico a través de un tweet, es decir, mediante los servicios de uno de esos "gigantes tecnológicos" de los que el ministro considera "crucial" asegurar que "pagan el impuesto adecuado en el lugar correcto", algo que, matizó, tiene "un precio enorme para el contribuyente británico".
La secretaria del Tesoro de EEUU, Janet Yellen, se pronunció en términos similares cuando aseguró que "esta tasa mínima global pone fin a la carrera a la baja del impuesto de sociedades y garantiza justicia para la clase media y los trabajadores de Estados Unidos y de todo el mundo".
La ambigüedad de ambos anuncios, a la espera de que los jefes de Estado de esos siete países amplíen su posicionamiento, resulta tan esperanzadora como inquietante, tanto por lo que dicen como por lo que no.
La ambigüedad como baza de la geopolítica tributaria
Lo que dicen es que esos siete países apoyan que el Impuesto de Sociedades tenga en todo el mundo un tipo mínimo del 15%, y que se trata de una medida que va a resultar positiva para sus respectivas públicas.
Lo que no dicen es cuál va a ser la letra pequeña de esa norma, de lo que dependen en la práctica su eficacia y su equidad.
Y lo que ya estaba dicho de antemano es que se trata de un pronunciamiento de siete países, para nada actores secundarios en el concierto internacional pero que han participado en un foro informal, sobre un asunto que, en todo caso, no comenzará a ser trasladado al terreno práctico antes de los próximos plenarios del G-20 y la OCDE, que sí disponen de capacidad normativa, y que después tendrán que poner en marcha otros como la UE.
La falta de concreción sobre la medida responde, aparentemente, a dos claves lógicas: la reserva de la zona central de la escena para los jefes de Estado y la certeza de que ese posicionamiento de los siete no es el final de un camino sino una de sus primeras etapas, a falta de posteriores negociaciones en eso foros, y eso requiere disponer de un margen para negociar. Siempre que uno esté dispuesto a hacerlo, claro.
Y así está uno de los aspectos clave: el promotor de la iniciativa, el estadounidense Joe Biden, que está trabajando en un tipo del 28% para su país, comenzó en abril proponiendo uno global del 21% que ya se ha quedado en el 15%. Y eso, a falta de que entren en la sala actores como Singapur, Holanda e Irlanda, que han hecho de los impuestos low cost un componente clave de su negocio-país. Todo, mientras otros como China mantienen un estruendoso silencio.
Esa inconcreción impide al mismo tiempo, y más allá de la previsible cantinela liberaloide sobre el riesgo de que las empresas repercutan en sus precios sus costes impositivos, atisbar las consecuencias que una medida de este tipo puede tener para unos ciudadanos convertidos en el principal objeto de negocio de unos gigantes digitales que les dan la apariencia de usuarios. "Si es gratis, es porque el producto eres tú", reza el máximo aforismo de la mercadotecnia virtual.
¿Cuál era el problema a resolver?
La combinación de los paraísos fiscales y los países de baja tributación han servido en las últimas cuatro décadas como base para la generalización de una serie de tinglados societarios que permiten a los grandes emporios canalizar sus beneficios hacia los estados de baja tributación a base de que sus sedes regionales les facturen a las locales cifras millonarias como servicios cuando, en realidad, se trata de meras transferencias.
El impuesto de sociedades global tiene como objetivo evitar ese escaqueo tributario y hacer que las empresas transnacionales paguen impuestos a las haciendas locales en función del negocio realizan y de los beneficios que obtienen en cada territorio.
Esa es la teoría. La práctica dependerá de la letra pequeña, que debe establecer si el impuesto se aplica sobre los beneficios contables o sobre las bases impositivas una vez aplicadas las deducciones, algo que en España permite bajar de un teórico 25% de los beneficios a un 8.3%; cómo será el cobro en cada país y qué parte del negocio puede transferirse a la sede de la empresa, y qué ocurre con los impuestos actuales, ¿Irlanda subirá su 12,5% actual y Suiza su 8,5% al 15%? ¿España restará diez puntos su 25% y Francia bajará a la mitad su 30%?Esos detalles están pendientes de lo que salga del G-20 y la OCDE, y de cómo se interprete esa partitura en la UE o Mercosur amén de las versiones locales, aunque estudios como el reciente de Simulaciones para la UE del cobro del déficit tributario de las multinacionales, elaborado por el Tax Observatory de Gbriel Zucman, dan pistas: los principales beneficiarios de un impuesto global sobre los beneficios empresariales serían los miembros del G-7, con EEUU la cabeza (164.000 millones de euros de 460.000 con un tipo del 25%), mientras que con niveles como el anunciado (15%), otros como España ingresarían 700, que son menos de los estimados para las polémicas tasas Tobin (850) y Google (1.200).
"Sin acuerdo no se puede imponer un tributo a las multinacionales no residentes"
Julio López Laborda, catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Zaragoza y uno de los principales expertos del país en materia tributaria, destaca que "se está dando mucha importancia al establecimiento de un tipo mínimo pero también es relevante el segundo componente, que pretende atribuir a los países el derecho de gravar parte de los beneficios de las multinacionales generados en su territorio", algo que permitiría "avanzar bastante en la limitación de la competencia fiscal y la deslocalización ficticia de los beneficios o profit shifting hacia territorios de baja tributación como los paraísos fiscales, así como en el reparto más justo de la recaudación del IS entre los países".
En este sentido, anota, EEUU ha pasado de rechazar ese segundo componente, el de la presión local, a apoyarlo "esperando que también se traduzca en un aumento de ingresos tributarios para el país", aunque "es importante advertir de que los resultados dependerán mucho de la ambición de las medidas que se acuerden: por ejemplo, no es lo mismo un tipo mínimo del 12,5% que del 21%".
La implementación del impuesto no resultaría, en cualquier caso, sencilla, ya que los Estados pueden "adoptar el Pilar 2 e imponer a sus multinacionales residentes un impuesto equivalente a la diferencia entre el tipo mínimo acordado y la tributación efectiva de las mismas en otros países", pero, al mismo tiempo, "sin acuerdo no puede imponer a las multinacionales no residentes que tributen por los beneficios generados en España, porque no lo permiten las normas vigentes de fiscalidad internacional, en particular, los denominados convenios de doble imposición". Las primeras serían Telefónica, Iberdrola o ACS; las segundas, Amazon, Twitter o Facebook.
"El listón queda tan bajo que cualquier empresa podrá saltárselo"
Así, apunta, "los acuerdos no podrán ser muy ambiciosos, ni en la determinación de las empresas afectadas (sectores, tamaños) ni en el importe del tipo mínimo que se fije. Pero, en todo caso, será un avance con respecto a la situación actual".
Por último, López Laborda rechaza que pueda hablarse de un intento de "armonización global" del Impuesto de Sociedades, aunque sí considera que "las propuestas en las que está trabajando la OCDE a instancias del G20 pueden tener efectos de largo alcance". Entre otras causas, añade, porque "los países más grandes han estado desde el principio detrás de los trabajos de la OCDE, en especial, Francia y Alemania, y ahora tienen más interés que nunca en que salgan adelante, porque les pueden proporcionar ingresos adicionales que precisan para hacer frente a las consecuencias económicas y sociales de la pandemia".
Por su parte, Íñigo Macías, responsable de Investigaciones de Oxfam-Intermon, calificó de "decepcionante e incluso absurdo que el G-7 declare que esto es una ‘transformación integral’ del sistema fiscal internacional", ya que "un mínimo global del 15% se queda corto, no marcará ese punto de inflexión para acabar con el uso abusivo de los paraísos fiscales ni en la competencia fiscal".
"Nos hubiera gustado poder reconocer que este era el gran momento histórico de la reforma del sistema fiscal impulsado por las grandes economías del mundo para que las grandes corporaciones lleguen a pagar los impuestos que les corresponde donde les corresponde", anotó, pero "con este 15% en realidad no hacen más que alinearse con los paraísos fiscales como Irlanda, Suiza o Singapur. El listón queda tan bajo que casi te tropiezas con él y cualquier gran empresa se lo saltará".
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