¿De qué hablamos cuando hablamos de diversidad?
Por Elisa Mccausland
Periodista y crítica e investigadora especializada en cultura popular y feminismo
Actualizado a
I
En 2022 hemos tenido la suerte de disfrutar de tres series televisivas idóneas para tasar hasta qué punto, frente a los valores enarbolados por producciones de años atrás, los discursos sobre la diversidad han permeado la cultura pop actual. Las tres se basan en artefactos de reconocido prestigio y las tres han sido objeto de debate y polémica por su renovación de los imaginarios a los que se habían acostumbrado los espectadores. Nos referimos a las primeras temporadas de Sandman (2022), adaptación del cómic homónimo creado por Neil Gaiman en 1989; a El Señor de los Anillos: Los Anillos de Poder, precuela de la mítica trilogía literaria de J. R. R. Tolkien (1954-1955) y de la adaptación cinematográfica de Peter Jackson (2001-2003); y a La casa del dragón (2022), precuela esta vez de la serie Juego de Tronos (2011-2019).
Vaya por delante que la pregunta "¿qué ha aportado la diversidad a estas nuevas producciones que no pudiera visibilizarse en las anteriores?" me parece tan maximalista como la que, en sentido contrario, viene a decir "¿qué falta hacían esos cambios?". La cultura popular y la industria cultural son fenómenos de una complejidad extraordinaria. No entienden por tanto de atrincheramientos en posiciones antagónicas y no se comprenden sin un ejercicio riguroso de genealogía, análisis y comparativa. Por ejemplo, al revisitar Titanic (1997) hace escasas fechas, me sorprendía descubrir hasta qué punto la película de James Cameron era un ejercicio de feminismo in-your-face más parecido al que percibimos hoy en el audiovisual que el (escaso) puesto en escena hace cuarto de siglo. Y cómo, sin embargo, en el momento de su estreno ese aspecto fue discutido en claves muy diferentes.
Titanic fue una película realmente popular entre sectores muy diferentes de población, algo de lo que no pueden presumir muchas de las producciones sobre las que deliberamos en la actualidad, y lo fue sobre todo entre las mujeres. Pero ese impacto tuvo lugar en un panorama sociocultural muy distinto al nuestro. Lo primero de todo, se trataba de una película "romántica", es decir, asignada a un público femenino. Además, el protagonista masculino —Leonardo DiCaprio— subvertía el paradigma del "hombre de verdad" habitual hasta entonces con una belleza andrógina, de tintes queer y un carácter sensible que lo equiparaban a iconos pop de la época como Kurt Cobain, Keanu Reeves o River Phoenix. Por su parte, la protagonista femenina, Kate Winslet, llevaba las riendas de la acción y los comportamientos imprudentes durante gran parte del metraje. En otras palabras, Titanic fue el epicentro de lo que entonces se entendió como una "guerra de sexos", que fue el modo en que se codificó la agitación generalizada ante el relato de empoderamiento y despertar feminista que proponía Cameron.
Con esto quiero decir que el cine de Cameron, igual que el de la dupla creativa que integran el realizador de cine fantástico y de acción Paul W.S. Anderson y la actriz Milla Jovovich, ya promovía desde el mainstream una agenda feminista. Y, lo más importante, lo hacía con personalidad propia en un panorama sociocultural ingenuo, indiferente y en ocasiones, desde luego, también hostil.
Por el contrario, la diversidad que promueven en nuestros días los estudios de cine y las plataformas de streaming, aunque goza de una proyección inédita, es unívoca y literal, una mera fórmula. Solo puede enunciarse y leerse en un sentido, so pena de generar todo tipo de incomodidades si algo resulta ambiguo o extraño. Nos hallamos, en mi opinión, ante una concepción de la diversidad que tiene mucho de colonialismo cultural, pues ha sido gestada y se consume —subrayo el verbo "consumir"— de acuerdo con supuestos ideológicos y económicos consustanciales a la mentalidad estadounidense, ajenos a las problemáticas concretas de clase, raza y género que acontecen en otras latitudes del mundo, por ejemplo las nuestras. Unas problemáticas concretas que son desdeñadas por los habitantes de dichas latitudes en virtud de su alienación a partir de productos mainstream que les permiten interactuar con conocimiento de causa en la esfera virtual de las redes sociales, pero no en la tangible de sus casas, sus barrios, sus urbes, sus sociedades.
II
Considero que esta larga introducción era necesaria para valorar en sus justos términos las novedades que pueden habernos ofrecido Sandman, El Señor de los Anillos: Los Anillos de Poder y La casa del dragón con relación a los discursos sobre la diversidad ya mencionados y que, a mi entender, hemos asumido irreflexivamente como propios.
Sandman me parece en este aspecto la serie menos relevante de las tres puesto que, en mucha mayor medida que Cameron o Anderson, Gaiman ya había dedicado atención a la diversidad en el cómic. De hecho, podría decirse que el núcleo argumental del primer Sandman es la diversidad cultural, de clase y de género. Es una obra inglesa en la que se actualizan principios literarios y mitológicos arraigados en una atmósfera marcada por un espíritu punk, neogótico y milenarista opuesto frontalmente al conservadurismo neoliberal de Margaret Thatcher. Asimismo, Gaiman participa activamente de la serie, por lo que podría decirse que se ha limitado a ampliar el campo de batalla de la diversidad. Él mismo ha declarado sin rodeos que había margen de sobra para ampliar y reajustar su obra original en sintonía con nuevas sensibilidades, pues han pasado treinta años sobre ella… y sobre él, como artista y como ciudadano.
En la práctica, los cambios más relevantes en Sandman como serie han tenido que ver con la transgresión/cambio de género (gender-bending) de dos personajes esenciales en la mitología de Gaiman, John Constantine y Lucifer, así como la encarnación de otro, Muerte, por una actriz afrodescendiente. Se trata de mutaciones que han despertado suspicacias pese a ser cosméticas. Ninguno de estos personajes tiene relevancia más allá de lo que se apuntaba en los cómics. Aparecen en pantalla, pero no tienen agenda propia, no se ha escrito para ellos una aventura más allá de promesas a desarrollar en posibles spin-offs. En el caso concreto de Muerte, uno de los personajes más carismáticos de la historia del cómic, llama la atención la escasa entidad de la actriz encargada de darle vida (Kirby Howell-Baptiste).
En realidad, lo más elocuente de Sandman es la revisión de la masculinidad que lleva a cabo a través del personaje de Morfeo, Rey de los Sueños, que por mucho que pretenda disimularse continúa siendo el gran protagonista. Recordemos que en los cómics la aventura de Morfeo implicaba el autodescubrimiento y la aceptación de sí mismo, pero desde una cierta soberbia. El Morfeo de Gaiman está por encima de los simples humanos incluso cuando cae en los abismos más profundos. Es una divinidad, por mucho relativismo posmoderno que le aplique el autor. Sin embargo, el Morfeo de la serie (Tom Sturridge) se muestra casi siempre dubitativo y vulnerable, a la espera de lo que otros personajes tengan a bien plantear. Salvo por algún chispazo puntual, el factor numinoso y terrorífico del personaje se ha quedado por el camino. Viendo Sandman se tiene en ocasiones la incómoda sensación que también suscitaba Mad Max: Furia en la carretera (2015). Se quiere preservar al protagonista masculino como marca reconocible, pero después no se sabe bien qué hacer con él ni hay valor para sacarlo de la ecuación, con lo que el amago de revolución feminista que traen consigo personajes como Muerte o Furiosa (Charlize Theron) queda frustrado.
III
En cuanto a El Señor de los Anillos: Los Anillos del Poder, es difícil afirmar, como hicieron algunos críticos cuando se estrenó, que en el imaginario original de Tolkien y en la versión de Peter Jackson no existían personajes femeninos empoderados. Otra cosa es que dichos personajes hayan sido reducidos en cierta medida a la condición de estereotipos o excepciones. El Señor de los Anillos: Los Anillos del Poder juega como Sandman a la diversidad étnica, pero ese aspecto es anecdótico frente al peso específico que adquiere la elfo Galadriel (Morfydd Clark), hasta la fecha una secundaria de lujo. Galadriel es la protagonista absoluta de la serie: una guerrera y ejemplo a seguir con una decisión inquebrantable a la hora de enfrentarse al Mal para salvar la Tierra Media. No es además el único personaje femenino con dotes de liderazgo. La serie apuesta por las mujeres como centro neurálgico de las alianzas y estrategias necesarias para frenar a un Sauron que tarda en manifestarse. En este sentido, la definición de Galadriel es interesante pero no deja de caer en lugares comunes: su aventura como heroína tiene su origen en la muerte de su hermano y está a punto de naufragar en el amor romántico.
Por último, La casa del dragón incide también en personajes femeninos con una capacidad para el liderazgo que trasciende la narrativa establecida del fuego y la sangre. En este caso dicha característica es fundamental puesto que la serie proviene de Juego de Tronos, cuyo final en mayo de 2019 derivó en tormenta en redes sociales: la que hasta entonces se presumía ganadora literal y moral de la saga, Daenerys Targaryen (Emilia Clarke), sucumbía a un arrebato de furia totalitaria que el patriarcado, léase Jon Snow (Kit Harington), se veía "forzado" (con muchas comillas) a extinguir. Daenerys terminaba por (re)encarnar la figura de la mujer loca, presa de la sinrazón, y su muerte servía al propósito de que las aguas dramáticas de la saga volvieran a su cauce.
La casa del dragón, por el contrario, nos muestra personajes femeninos que podríamos denominar más grises y más adultos, que se respetan entre sí, que llegan a acuerdos y que incluso tratan de promover la sororidad. Las circunstancias pocas veces se lo permiten, pues estamos hablando de una franquicia en la que priman la violencia y el folletín, pero que lo intenten hace de La casa del dragón un producto fascinante. Por una parte, está constreñida por la visión del mundo de George R. R. Martin y por una secuela cuyo éxito se cifró en que mostraba nuestras pasiones más primarias. Por la otra, intenta cambiar los paradigmas ideológicos de la ficción para responder a un presente donde ya no tiene cabida la épica en sentido shakesperiano y donde todos los personajes, en especial las mujeres, quieren la paz aunque los designios del mainstream les obliguen a otra cosa.
"Como escribió Simone de Beauvoir, 'no se trata de que la mujer le arrebate el poder al hombre. Eso no cambiaría el mundo. Se trata de demoler la concepción establecida del poder'"
Es decir, los discursos de la diversidad en La casa del dragón son muy satisfactorios porque no suponen una alteración superficial para que nada cambie a la larga, sino que nos llevan a pensar las relaciones de poder y los efectos que conllevan desde puntos de vista radicalmente diferentes. Como escribió Simone de Beauvoir, "no se trata de que la mujer le arrebate el poder al hombre. Eso no cambiaría el mundo. Se trata de demoler la concepción establecida del poder".