Opinión
La culpa la tuvo Curro
Por Montse Santolino
-Actualizado a
El mismo día que el Gobierno valenciano ignoró una alerta meteorológica que podía haber evitado muchas muertes, el presidente de la comunidad, Carlos Mazón recibió un premio de turismo sostenible y en el Parlamento valenciano PP y Vox se pusieron de acuerdo para sacar adelante una ley de costas que permite construir hoteles a 200 metros de la playa. Exactamente el mismo día del peor desastre climático de la historia reciente de nuestro país. La nueva ley de costas tenía, por supuesto, contentísimos a los empresarios del turismo y la construcción porque desaparecía la protección previa del litoral. Ese día sonaron todas las alarmas, menos las que tenían que sonar: ¿A qué exactamente le estamos llamando turismo sostenible? ¿Qué parte no hemos entendido de “el Mediterráneo es una de las zonas más expuestas al cambio climático del mundo”?
Este año más que nunca València y su comarca son el mejor ejemplo de las contradicciones de un modelo económico y político capaz de acoger millones de turistas, pero incapaz de responder con eficacia a su propia ciudadanía durante una crisis. De hecho, antes de las inundaciones, en la región crecía el rechazo al turismo de masas. La Federació d’Associacions Veïnals de València clamaba contra el aumento desmesurado de pisos turísticos y el precio de la vivienda, y el Consell Valencià de Cultura alertaba de la gentrificación del centro histórico de la ciudad. Incluso los poderes económicos asumen ya como evidencia lo que hace unos años parecía una idea antisistema: que el turismo masivo deja poco dinero (y lo redistribuye peor) y destruye el entorno. Así lo confirma un informe reciente del Institut Valencià d’Investigacions Econòmiques y la Fundación Ramón Areces, que concluye que las regiones y ciudades con una dependencia excesiva del turismo tienen bajos niveles de bienestar.
¿Existe el derecho a hacer turismo?
En València, Venecia o en el Serengeti cuando los millones de turistas y su tanto por ciento del PIB pisotean más derechos que los que garantizan, el derecho al turismo queda muy abajo en la jerarquía de derechos. ¿Pero existe ese derecho? Como dice el antropólogo José Mansilla, turistólogo de referencia, no existe tal cosa. Nuestra Constitución solo recoge como derecho las vacaciones pagadas y el derecho al ocio y al descanso. ¿Será que el derecho al turismo se lo inventaron las empresas turísticas? En España, desde luego, la culpa la tuvieron Curro y todas las empresas que tenía detrás. “Curro se va al Caribe” fue la exitosa campaña de publicidad que hizo una agencia de viajes hace casi 30 años, y que por alguna razón ha permanecido en el imaginario popular. Con ese lema la agencia pretendía democratizar el Caribe y convertirlo en un destino accesible.
Aunque el nombre de Curro seguro que no fue casual, el protagonista de la campaña tampoco era un barrendero o un obrero de la construcción. Curro era un oficinista que, a mediados de los felices años 90, colgaba la americana, se ponía las gafas de bucear y alimentaba así los sueños de aventuras y prosperidad de millones de personas. Probablemente permanecemos bajo su influjo y, como dice Anna Pacheco, nada mejor para comprobarlo que ver First Dates, donde “viajar” es sinónimo de turismo y un must como afición e interés prioritario. El derecho al turismo tiene, pues, más de marcador de clase y de sueño aspiracional inducido, que de derecho. Poder viajar, después de la casa, el coche y la segunda residencia, es una de las actividades de consumo que han apuntalado el mito de la clase media, en un país donde, según el INE, el salario mensual más frecuente es de 1.042 euros. De ahí, entre otras cosas, el éxito fulgurante del low cost, el todo incluido y los Booking y los Airbnb. Tan clase media de verdad nunca fuimos.
Los economistas hablan ya de la necesidad de reconvertir el sector y transitar hacia un turismo de qualité, pero voces acreditadas como Ernest Cañada, que lleva años estudiando a las empresas turísticas transnacionales, nos advierten sobre estos nuevos apóstoles de la calidad. Pretenden ganar lo mismo, pero evitando al populacho y compitiendo por formar parte del circuito internacional de los lugares de recreo de los superpijos que viajan por el mundo de Fórmula 1 en Fórmula 1 y de Copa América en Copa América. Ojo con animar esa vuelta al pasado de cuando solo los ricos se movían libremente por el mundo, de sus residencias de invierno a las de verano, o de mansión en mansión. Pero ojo también cuando nos rebelemos contra el turismo solo para ricos, porque el turismo de masas nunca ha sido tampoco para todas las masas. La Confederación Europea de Sindicatos asegura que casi 40 millones de trabajadores y trabajadoras en Europa no puede permitirse una semana de vacaciones, y, en España y en Catalunya, hace tiempo que las encuestas nos hablan de una tercera parte de la población que nunca, nunca, sale de vacaciones. Pobreza vacacional lo llaman. Y eso en Europa: no hablaremos del resto del mundo.
Curro era un oficinista que, a mediados de los felices años 90, colgaba la americana, se ponía las gafas de bucear y alimentaba así los sueños de aventuras y prosperidad de millones de personas.
¿Quién reclamará entonces su derecho al turismo? Porque en mi barrio pobre le llamamos turismo a las excursiones de un día, a las salidas de fin de semana a Montserrat, a Vic o a Cadaqués. Conozca Catalunya, ida y vuelta en bus, comida incluida, 30 euros máximo. ¿Qué tipo de turista somos y qué tipo de turismo queremos? ¿Abandonamos la idea del turismo o transitamos hacia otro modelo de turismo de proximidad más social, justo y responsable? Muchos expertos y plataformas han propuesto ya medidas que cada vez son más compartidas: dejar de promover el turismo con dinero público, dejar de construir hoteles, cerrar los pisos turísticos, no invertir en infraestructuras para el turismo o mejorar las condiciones de trabajo en el sector. Pero el problema, de nuevo, hay que buscarlo en Curro y lo que nos metió en la cabeza. Porque igual que amamos las terrazas pero no las queremos debajo de casa, queremos ser turistas pero que los demás no lo sean. Lo más difícil de reconvertir son nuestros deseos personales que, inducidos o no, llamamos derechos pero son privilegios.
Tenemos que enterrar a Curro de una vez. La hegemonía y el poder del sector turístico han colonizado nuestra imaginación y nos han impedido reflexionar sobre nuevos modelos de trabajo, descanso y viaje. Repensar el turismo pasa seguro por lo personal, por repensar nuestras escapadas, nuestra necesidad de “desconectar”, nuestras fast experiencies y nuestras contradicciones. ¿Seguiremos llamándole turismo a encontrarnos solo con turistas en barrios enteros de apartamentos turísticos y a comprar en centros históricos convertidos en grandes centros comerciales? ¿Por qué no viajar pero para conocer experiencias sociales o culturales comunitarias? Pendiente todavía que alguna editorial independiente se ponga manos a la obra con unas Lonely Planet alternativas. En Barcelona ya hay quien ofrece rutas turísticas de ese estilo, incluso con guías que un día fueron personas sin hogar y hoy enseñan a mirar la ciudad con otros ojos.
Si hay un derecho al turismo, es a un turismo social y solidario. Un turismo no de masas, sino para mayorías sociales, que pasa necesariamente por la proximidad y las políticas públicas. Tendríamos que darle una vuelta a los programas que tenemos, ampliarlos y reformularlos, los de albergues y casas rurales para familias numerosas o los viajes del Imserso: ¿Qué se subvenciona y a quién beneficia en realidad? ¿De verdad a los boomers nos van a llevar a bailar la Macarena a hoteles en barrios fantasma? Nos quedan lejos las colonias obreras de los frentes populares y las propuestas de ocio de los ateneos y los sindicatos obreros, pero aún pueden inspirarnos. ¿Cómo priorizamos a ese 30% de la población que nunca, nunca sale de vacaciones porque no puede? ¿Cuántos niños crecen hoy aún sin conocer el mar, la montaña o la nieve? ¿Cuántas familias migrantes no conocen, en realidad, el país donde viven? Bye, bye, Curro.
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