Pilar Dasí, la aspiración de una testigo por convertir su historia en testimonio
Por Marta García Carbonell y María Palau Galdón
Periodistas. Autoras de 'Indignas hijas de su Patria. Crónicas del Patronato de Protección a la Mujer en el País Valencià'
En 1970, Pilar Dasí solía acudir al cine con sus amigos, la mayoría hombres intelectuales reconocidos en el mundo cultural valenciano. Vieron El Joven Törless, de Volker Schlöndorff; Tristana, de Luis Buñuel; Freud, pasión secreta, de John Huston, o El compromiso, de Elia Kazan. Todo quedó anotado en una minúscula agenda de cubiertas marrones que conserva como un pequeño tesoro. El 10 de octubre escribió: "Colegio de la Madre Sacramento. Entrada 2,30 horas". Aquel escueto apunte le ha permitido saber, décadas después, la fecha exacta en la que fue internada en un reformatorio del Patronato de Protección a la Mujer en València.
Nunca ha ocultado su paso por aquellos reformatorios para niñas y adolescentes, creados durante el franquismo y que emitieron su último estertor cuando Franco llevaba muerto diez años, pero se había limitado a compartirlo con su círculo más cercano.
"Lo cuento raro", se disculpa; e insiste en que, a pesar de ser "testigo" de un episodio que describe como "una extralimitación del franquismo muy salvaje", no aspira a que la crean a ella, sino su "testimonio". "Me escucho a mí misma contarlo y digo: «Qué fría parezco». En realidad, cuando se cuentan estas cosas, es como si no te hubiesen pasado a ti. Lo dicen [Jorge] Semprún y Primo Levi de los campos de exterminio: si lo contaras como que te ha pasado a ti, no lo podrías contar", reflexiona. Acto seguido, se excusa y se refugia en el balcón: "Me salgo porque estoy fumadora. Contarlo me ha recordado cosas".
Pilar Dasí tenía 19 años, apenas le quedaban dos para cumplir la mayoría de edad, que entonces estaba establecida en los 21, cuando tres policías franquistas se presentaron en la oficina donde trabajaba como secretaria. Les abrió la puerta. Sin mediar explicación, la esposaron y, uno de ellos, la trasladó hasta el convento de Adoratrices Madre Sacramento, en la calle Hernán Cortés, en València: "¿Qué llevas en el bolso?", le preguntó el agente y ella, ávida lectora, le mostró un ejemplar de 120 días de Sodoma, del Marqués de Sade, una historia "aburridísima porque no se casan ni nada". "El libro me lo llevo yo, que no te lo vean estas", reaccionó el hombre.
¿Su falta? ¿Su pecado? "Yo era salidora", apunta y reconoce que el "mundo absolutamente cultural" en el que se movía y "no cumplir ni una norma" provocaron "muchas broncas" en el entorno familiar. Cree que para su madre, "como para todas las madres entonces, la sexualidad de sus hijas era inconcebible". "En el sentido de hacerme mujer", remarca para matizar que, en realidad, "sexualidad había muy poquita", pues ella "lo que hacía era estudiar, leer y ver cine". Y aclara que la preocupación de su progenitora se limitaba a un insistente: "Ven pronto a casa". Sospecha que habló con una prima de Madrid que "se arrogó el poder" de corregirla en sus "destarifos": "En el Patronato sí que la van a enderezar".
En el convento, "las duchas eran frías. Desayunabas cuando llevabas dos o tres horas despierta. La comida era monstruosa", rememora. La mayoría de las aproximadamente 80 muchachas encerradas pertenecían a la burguesía. Dasí asegura que las internas no pertenecían "al lumpen del proletariado, descarriadas, prostitutas, según la mentalidad; sino hijas de padres muy del régimen o muchachas pobres".
Madre Sacramento ocupaba toda la manzana en un complejo "decimonónico con claustros internos preciosos, paredes muy altas, muebles antiguos y espacios muy voluminosos y vacíos". Con el paso del tiempo las religiosas vendieron gran parte del inmueble, pero sobre la entrada del edificio, que continúa albergando a las monjas de la misma orden religiosa, todavía se alza una imponente virgen.
Tras cinco días de reclusión, fue trasladada a otro reformatorio, que funcionaba también como Centro de Observación y Clasificación, ubicado en la avenida del Puerto de València. Al escuchar estas palabras, casi se marea y repite: "Observación y clasificación, es lo que era. Yo no tenía los significantes para nombrar aquello". Durante cuatro meses, convivió allí con cerca de 40 jóvenes. Vivían hacinadas en habitaciones compartidas situadas en la parte trasera del convento. "Todo muy tétrico, muy feo, muy austero. No podías tener nada personal", describe y narra "el desprecio, la chulería y la imposición" en el trato de las monjas. No olvida la "agresividad" con la que eran forzadas a rezar. Algunas internas procedían de otras provincias: "Muchas no eran de València, lo que implica una deslocalización de su residencia, un atentado más".
La realidad vivida por Pilar Dasí dentro de este centro contradice el discurso oficial de la dictadura. La primera mención a este reformatorio, regido —al menos sobre el papel— por las adoratrices, se nombra por primera vez en una memoria del organismo redactada en 1973. Sin embargo, los testimonios de las supervivientes, algunos de ellos anteriores al año de su inauguración oficial, apuntan a las Cruzadas Evangélicas, otra de las órdenes religiosas vinculadas al Patronato, como responsables del funcionamiento diario.
En el transcurso de su internamiento, no dejó de acudir a su puesto de trabajo. Las monjas se embolsaban la totalidad de su salario. "He tenido siempre una imagen recurrente que he apartado de mi mente como si fuese un sueño", relata al referirse a este periodo. El recuerdo la traslada a un atardecer, tumbada sobre la mesa de su despacho, con la vista fija en una ventana con una persiana de lamas: "Un hombre mirando mi coño ante la mirada de otro hombre". "Me hicieron una prueba de virginidad", sostiene, mientras intuye que eligió el lugar donde trabajaba, acompañada de su jefe, por "la insoportabilidad de pensar que fuese en otro sitio". No duda al declarar que "eso sí eran malas costumbres, degradación y maldad hacia las mujeres. Fue cruel, humillante y peligroso. Fue obsceno".
El recorrido entre el convento y la oficina se presentaba como una "pequeña franja de libertad", como "si te hubiese tocado la lotería". Aprovechaba estos trayectos para reencontrarse con su "noviete", Alberto, quien se puso en contacto con el abogado Alberto García Esteve. El letrado "montó en cólera, sabía que la ley [del Patronato] era muy antigua y el uso que estaba haciendo el franquismo de ella al engañar a las familias para quitarles la patria potestad", así que presentó a las monjas un escrito que significó el cese de su internamiento. No obstante, el caso de Pilar Dasí representa una excepción entre las historias de libertad de las supervivientes: "Yo salí porque Alberto García Esteve era muy conocido. Cuando digo muy conocido es que, ante cualquier problema de orden público, todo el mundo acudía a él".
"Me saca a mí, pero se quedan las otras", se lamentaba una y otra vez. Asolada por la culpa, una especie de "síndrome de Estocolmo" la llevó a visitar durante un año a las que hasta entonces habían sido sus compañeras. Con el tiempo, e impulsada por la sensación de no ser bien recibida, sus visitas se fueron dilatando hasta que se interrumpieron: "Ya no era puta, ahora era puta, malvada y comunista. Era lo peor", sentía al regresar al convento.
Pilar Dasí tuvo claro que quería "ser importante para ayudarlas, para que eso —el encierro de miles de niñas y adolescentes contra su voluntad— no pasara de nuevo", para acompañar a aquellas mujeres que, víctimas de una sociedad patriarcal, vieron cercenados sus derechos en nombre de un bien superior. Se afilió al Partido Comunista. Estudió Psicología y psicoanálisis. Dejó atrás la vivienda familiar para instalarse con su novio. "Yo me salvé gracias al amor, la justicia, la política y el psicoanálisis", proclama.
No se identifica como una víctima. Su internamiento en el Patronato de Protección a la Mujer instaló en ella un hiriente rastro con el que convive desde entonces. "Con traumas, sí; pero no despellejadas, no desmembradas, no de-lo que sea: supervivientes". Se reivindica a sí misma y a todas esas mujeres con las que comparte un pasado de encierro, pero también una voluntad presente y futura por contar su historia.