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"Verde de montes y negra de minerales": Asturias y el carbón
Por Pablo Batalla
Periodista
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Tenía Asturias dos colores, dos colores la caracterizaban, para Pedro Garfias, poeta republicano, autor de un poema sobre la Asturias revolucionaria que se convertiría, andando los lustros, en himno extraoficial de la región tras musicarlo Víctor Manuel: "Verde de montes y negra de minerales". La Asturias revolucionaria lo era fundamentalmente a raíz de lo segundo, de los minerales, y concretamente de uno: la hulla.
El carbón transformó una tierra que había sido labriega, pobre y emigrante. La transformó económica, sociológica, políticamente, religiosamente incluso, con la contundencia que Armando Palacio Valdés lamenta en La aldea perdida, novela de principios del siglo XX sobre la llegada de las minas al —para Palacio, antes bucólico— valle de Laviana. Un arrasamiento paisajístico: "Bocas de mina que fluían la codiciada hulla, manchando de negro los prados vecinos, alambres, terraplenes, vagonetas, lavaderos; el río corriendo agua sucia; los castañares talados". Y un arrasamiento también moral: el traído —para horror de aquel hidalgo conservador— por tipos "agresivos, pendencieros, alborotadores", que proferían "blasfemias tan horrendas que los cabellos de los inocentes campesinos se erizaban de terror". Asturias, tierra que se había caracterizado por su acendrada religiosidad, llegaría a ser considerada tierra de misión por varias órdenes religiosas resueltas a civilizar las "kábilas" (así las llamaban) mierenses o langreanas.
Cuando Palacio escribe su novela, se extrae carbón en Asturias desde hace casi dos siglos. En 1836 se sacan unas 12.700 toneladas. En el siglo XX, Asturias entra extrayendo 1.900.000. Para entonces, la región cuenta con 12.000 mineros censados. Un trabajo duro y riesgoso. Treinta muertos se registraron a las once de la mañana del 2 de enero de 1889 en la mina La Esperanza, en Boo, Aller. Su asesino fue el sospechoso habitual de las catástrofes mineras: el grisú, un gas incoloro, inodoro, inflamable y venenoso, más ligero que el aire, que está compuesto principalmente de metano y que mezclado con el oxígeno del aire se convierte en explosivo.
Aquellos mineros blasfemos eran también revoltosos. En 1906 tiene lugar una Güelgona con epicentro en Mieres, a la que suceden nuevas revueltas en 1909, 1910 y 1911. En 1910 nace el Sindicato Obrero Minero de Asturias. Cuatro años después, la Gran Guerra —y la neutralidad española en ella— aceleran la historia que pretendemos compendiar aquí. El conflicto y sus necesidades provocan la desaparición del mercado del carbón inglés y otras hullas de países inmersos en el conflicto, y disipan súbitamente las desventajas que la hulla asturiana ha arrastrado siempre: debilidad calórica, fragmentación, alto contenido en cenizas y elevado coste de extracción debido a las características de las explotaciones, de capas característicamente verticales y estrechas, con elevada presencia de grisú. Pero la guerra se acaba y, con su fin, el carbón inglés regresa, y sus variados hándicaps vuelven a lastrar la prosperidad de la industria hullera asturiana.
Para 1922, con el fin de la I Guerra Mundial, la producción ha vuelto a reducirse a las 2.500.000 toneladas. Ante aquella situación, la patronal solicita al Gobierno medidas proteccionistas. Lo hace la dictadura de Primo de Rivera, lo ratifica más tarde la República, y la producción aumenta de nuevo. Pero la época de mayor esplendor del carbón asturiano —de su rentabilidad, que no del bienestar de sus extractores— advendrá con el primer franquismo, la fase autárquica de la dictadura. Las cuencas mineras conocen una auténtica fiebre del carbón, que atrae a miles de trabajadores del resto de España: Asturias se ha convertido en tierra de inmigración. La eclosión minera facilita otras producciones, y singularmente la de una industria siderúrgica que también se convierte en polo de atracción.
En 1958, el año en el que la minería asturiana llegó a su cénit, había 110 empresas hulleras y 55 dedicadas a la extracción de antracita en la región. En 1961, se alcanzó el récord, con 7.904.765 toneladas de carbón extraídas. Mieres, concejo minero por excelencia, alcanza su pico histórico de población en 1960, con 70.871 almas que hoy se han reducido a 37.206, prácticamente la mitad.
En 1962 el concejo se ha convertido también en epicentro del antifranquismo. "Hay una lumbre en Asturias que calienta a España entera, y es que allí se ha levantado toda la cuenca minera", canta Chicho Sánchez Ferlosio en años en los que un joven Manuel Vázquez Montalbán, estudiante universitario, es detenido en Barcelona por cantar el Asturias, patria querida, convertido en himno revolucionario. La Güelgona de la primavera de 1962 hace temblar los cimientos de la dictadura y despierta la simpatía del mundo entero. Sindicatos de todos los países del globo envían sumas de dinero solidarias a los huelguistas astures; Lito el de la Rebollada, uno de sus rostros, imparte en Helsinki una charla para unos atentos Jean-Paul Sartre, Pablo Neruda o Miguel Ángel Asturias, intelectuales progresistas, dispuestos a colocarse detrás de aquellos humildes trabajadores en la epopeya de cambiar el mundo de base.
El problema es que las huelgas se producen también porque el carbón asturiano ha dejado de ser rentable. Con el Plan de Estabilización que, a instancias de los tecnócratas del Opus Dei, liberaliza la economía del país, la hulla producida en Asturias vuelve a ser desplazada por competidores más aventajados. Los beneficios disminuyen y los costes aumentan. Las empresas hulleras pequeñas cierran y las grandes reducen su tamaño. La dictadura rescata al sector para evitar su quiebra. En 1967 se funda Hulleras del Norte, Sociedad Anónima (Hunosa), una empresa estatal conformada mediante la fusión de veinte privadas, que llegaría a sumar los 28.000 empleados a principios de los setenta.
Se inicia, entonces, una tumultuosa sucesión de reconversiones que perdura hasta los años diez del nuevo siglo. Cada tres o cuatro años, y mientras los pozos van cerrándose, un nuevo plan de nombre largo y rimbombante y altas esperanzas edificadas sobre vocablos como "competitividad", "racionalización", "reestructuración"...
A principios de los noventa, fracasados esos intentos, comienza a hablarse ya de compensaciones por reducción de la producción y regeneración del tejido industrial de las comarcas mineras. En la década de 2010, la Unión Europea se pone seria con la descarbonización, emitiendo directivas y planes que obligan a las térmicas a acometer inversiones cuantiosas o cerrar, y a los Estados a dejar de suministrar ayudas a la producción con el fin de facilitar el cierre de las minas no competitivas. En 2018, los pozos Carrio y Santiago echan el cierre, dejándose solo abierto el emblemático Nicolasa, cuya actividad se remonta a 1860, y que sigue alimentando de combustible la central térmica de La Pereda, en vías de reconversión a una central de biomasa.
Toda esta agonía que también afecta a comarcas mineras de otras provincias del país, caso de León y Teruel, se produce entre incansables movilizaciones de los mineros: huelgas generales y regionales, barricadas, manifestaciones, encierros... En la memoria de estas luchas descuellan hoy las tres marchas negras a Madrid: otras tantas columnas de trabajadores que, desde Asturias y León, marchan hacia la capital en 1992, 2010 y 2012. La última de ellas arribará a la Puerta del Sol una noche de julio en la que los mineros componen una estampa sobrecogedora y crepuscular: linternas encendidas, banderas desplegadas, himnos añejos (En el pozu María Luisa o El pueblo unido jamás será vencido) y el aplauso entusiasta de decenas de miles de transeúntes que los vitorean.
Un recuento de estas porciones menos edificantes de la historia reciente de la minería asturiana tampoco puede dejar pasar el poder omnímodo que el SOMA (Sindicato de los Obreros Mineros de Asturias) desplegó a través del hegemónico PSOE. José Ángel Fernández Villa, secretario general del sindicato entre 1979 y 2013, llegó a erigirse como gobernante real, de facto, de un territorio en el que su dedo temible nombraba y desnombraba presidentes, alcaldes y consejeros delegados de la Caja de Ahorros. 2012, año en el que aún encabezó la gran huelga minera contra Rajoy —que se desconvocó por sorpresa a instancia suya— y la Marcha Negra a Madrid, fue también aquel en que se acogió a una amnistía fiscal que sacó a la luz su fortuna oculta de 1,2 millones de euros de dudosa procedencia. Era solo la punta del iceberg de todo un rosario de groseros latrocinios en la gestión de subvenciones y sobrecostes vinculados a proyectos de revitalización de las comarcas mineras.
De la minería asturiana quedan en 2022, fuera del Nicolasa —que emplea actualmente a 150 trabajadores—, el recuerdo, cierta melancolía («¡con lo que fuimos!») y un patrimonio industrial al que ha empezado a sacarse partido turístico, cultural y hasta gastronómico: Mieres organiza gastroveladas en los acondicionados pozos de Santa Bárbara o Espinos. La Brigada de Salvamento Minero se mantiene y concita de tanto en tanto, merced a operaciones como el rescate de un espeleólogo en La Torca de Vizcaya en 2017 o el intento de salvamento del niño Julen Roselló en un pozo de Totalán (Málaga) en 2019, una admiración de toda España en la que aún resuenan ecos pálidos del tiempo en que Pedro Garfias poetizara la «crispación de coraje» que la «raíz entrañable» del árbol de Asturias podía insuflar a los «obreros del mundo».