Cuando cayó sobre el féretro la bandera tricolor, la republicana, empezó a llover. Las gotas fueron engordando hasta convertirse en granizo
ligero de primavera.
Tal vez fue sólo eso. Coincidencia. Tras una tregua de varios minutos, el cielo volvía a plañir en Madrid. Pero ese paréntesis encajó, meticuloso, en el entierro de un mito para la historia. La lluvia quiso detenerse en la despedida roja.
No es una simple metáfora. Rosario Sánchez Mora, la Dinamitera, vivió roja y murió, el jueves, roja. Con ella morían 88 años de lucha por la libertad. Casi 89, edad que habría cumplido pasado mañana.
Rosario ya había trascendido la levedad de la vida hace años, muchos años, cuando Miguel Hernández la inmortalizó en su poemario Vientos del pueblo (1936-1937). “Rosario, dinamitera,/ sobre tu mano bonita/ celaba la dinamita/ sus atributos de fiera/ [...] ¡Bien conoció el enemigo/ la mano de esta doncella,/ que hoy no es mano porque de ella,/ que ni un solo dedo agita,/ se prendó la dinamita/ y la convirtió en estrella!”.
Sin una mano por la impericia
Ese poema sólo exprime en unas líneas aquel día de 1936, al poco de que estallara la Guerra Civil. Aquel día Rosario perdió su mano derecha manipulando dinamita. Apenas tenía experiencia. Unas semanas antes, el 19 de julio, con 17 años, se había incorporado a las milicias populares para detener, desde el frente de Somosierra, a las tropas rebeldes del general Emilio Mola.
Rosario, dinamitera. El poema silabeó en los primeros minutos del sepelio. El mejor responso, el mejor homenaje. La oración laica. Por eso no se dejó enterrar en el cementerio madrileño de La Almudena, en el católico, sino en el civil, levantado junto al primero. Un camposanto recoleto, lleno de la atmósfera épica que también envuelve el cementerio parisino de Montmartre. Allí yacen los restos de Pablo Iglesias, de Pasionaria. Ahora también los de Rosario.
Acabó el canto del poema. Silencio. “¡Viva la República!”, gritó uno. “¡Viva la República!”, repitieron los demás asistentes, en torno al centenar. Los enterradores se afanaron en enyesar la sepultura. Silencio. Y un nuevo grito. El canto de La Internacional. De nuevo, emergió el dolor colectivo, el imaginario republicano, la profunda fe comunista.
“Yo era amiga de Rosario. Pero ella era un poco amiga de todos, los que conocía y los que no –musitaba entre sollozos Ángela–. Era tan afable, tan vigorosa... Nos deja un vacío enorme. Se va sin que se haya hecho justicia con todos los luchadores”. “Vamos a ser así de mayores, como ella”, se prometía otra mujer.
Era la concesión a la esperanza. Porque, latente aún la aflicción por la marcha de Rosario, se sentía el sueño. La lucha por la III República no ha muerto en sus corazones. No, desde luego, en el de las dos hijas de la Dinamitera, ni tampoco en el de Ángela. O en el de Gaspar Llamazares, también presente en el sepelio, como Paco Frutos, secretario general del PCE; Almudena Grandes y su marido, Luis García Montero, o Inés Sabanés, portavoz de IU en la Asamblea de Madrid. Como aquella otra mujer con su bufanda tricolor anudada al cuello. Todo un símbolo.
Rosario no está. Su recuerdo vive y vivirá. Lo intuía esa lluvia que paró en el adiós.
Fonseca, Carlos: Rosario Dinamitera. Una mujer en el frente. Temas de Hoy, Madrid, 2006.
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