El clásico dibujó una radiografía total de ambos equipos que va más allá del mero resultado o de que el campeonato liguero quedara sentenciado. El juego no fue más que el fiel reflejo de las abrumadoras diferencias que hay a favor del futuro campeón y del que lo fue. Para el Barça, que llenó el Bernabéu de fútbol, el partido desemboca en un refuerzo de su propuesta. Para el Madrid, en la necesidad de reorientarse en los despachos y en la hierba. Seis goles, como seis odiosas comparaciones.
El cómo de la tunda recibida obliga al Madrid a agilizar su regeneración, retardada por los dos últimos títulos ligueros. Si Florentino Pérez es el nuevo presidente, como todo indica, tiene la oportunidad de empezar de cero; el vestuario y el club han tocado fondo.
Si elige un entrenador y una dirección deportiva para que recuperen el gusto por el fútbol ofensivo y unifique el estilo del primer equipo con el de la cantera tendrá que ofrecer un discurso valiente. El que ningún presidente se ha atrevido a articular: la posibilidad de que el Madrid esté, que no tiene por qué, un par de años sin ganar nada. El crecimiento y la regeneración dependen de la humildad de reconocer las propias limitaciones, del trabajo constante y de la creencia en lo que se hace. Su aparato propagandístico deberá bombardear al madridismo con esa posibilidad de sequía, pero, a la vez, dejar constancia mediante transparencia de que está trabajando en la buena dirección. Para el Barça, la gesta del Bernabéu impulsa un ciclo que se intuye hegemónico. Guardiola ha hecho olvidar la crisis que tuvo en jaque a Laporta y el vestuario es feliz bajo su dirección.
El Barça respondió el sábado a la pregunta en la que se resguardan los resultadistas cuando les discuten que el marcador final esté por encima de la estética. ¿Qué es jugar bien? La respuesta rotunda está en los 90 minutos que plasmó el equipo de Guardiola. El Barça triplicó en remates al Madrid (18-6), le fundió a rondos (27-4 en paredes y 619-417 en pases) y pretendió un partido continuo sin caer en malas artes (9 faltas contra 22). Como él mismo reconoció, Guardiola es hijo de Cruyff. El Barça ha tenido en los últimas dos décadas algunas inestabilidades institucionales, pero nunca perdió de vista el sello futbolístico que implantó el Flaco.
Ser fiel a una idea acelera las reconstrucciones porque los jugadores que permanecen saben siempre a qué juegan, para qué y para quién y facilitan la integración de los nuevos. En sólo un año, el Barça ha pasado de hacerle pasillo al Madrid a salir del Bernabéu como un campeón incontestable. El Madrid, en cambio, está huérfano de una idea. Ha tenido 20 entrenadores en 20 años y cada uno ha jugado de una manera distinta. No ha concebido más seña de identidad que la de los resultados y cuando éstos no han llegado se ha desnudado: detrás de los triunfos no había nada para reconstruirse sobre un plan que le identifique. No tiene una marca de fútbol registrada.
Guardiola es un símbolo del barcelonismo y de lo que representa el club para Cataluña. Como jugador era la bandera de ese fútbol tocado. Lo sentía y hacía jugar a sus compañeros bajo sus reglas. Ahora lo transmite desde las entrañas y no lo negocia por la urgencia de resultados a corto plazo. En la previa advirtió que no se traicionaría, que no renunciaría a buscar el partido, y lo cumplió.
Juande no representa ni tiene ligazón alguna con lo que significa el Real Madrid. Frente al Liverpool empezó a sospecharse que no tiene poso de entrenador de equipos grandes. Detrás de las 17 victorias de las que presume no hay nada: la negación a la derrota hasta el último minuto y el escudo son intrínsecos al club. El día que quiso dar un paso adelante y avanzar la defensa quedó retratado: nunca ha trabajado para atacar y para que su equipo sea el protagonista del juego. La pizarra de Guardiola tiene sentimientos; la suya, flechas que sólo apuntan al resultado. El mejor Madrid estadístico de la historia fue un guiñapo en manos del Barça.
El Barça acabó el partido con ocho futbolistas criados en la cantera. En ellos se encierra todo el fútbol. Valdés, un portero moderno y fiable. Un central racial (Puyol), y otro con manejo y corte limpio (Piqué). Dos medios con el molde de la escuela del cuatro (Xavi e Iniesta), pero con fútbol para ejercer de dieces, y otro más clásico dentro de esa moldura (Sergio Busquets). Y, por último, dos delanteros. Un regateador que finaliza porque se limpia todo lo le sale al paso (Messi) y un goleador (Bojan). Ante eso el Madrid opuso a Casillas, incuestionable, y a Raúl, que, como al equipo, le cuesta ya despuntar ante los grandes. Entró Javi García, que no genera ilusión alguna, y fue sacrificado Torres, que en lo poco que ha jugado ha sido más fiable y correcto que Heinze.
A la necesaria clase media que denostó Florentino se la ha tratado con rango de estrella (Lass, Sneijder, Robben, Van der Vaart, Huntelaar...). Faubert no es ni eso. El Barça hizo un desembolso que marca diferencias: Alves. Y apuntaló con peones útiles: Piqué y Keita. Dos no han encajado: Hleb y Cáceres.
El planeta fútbol es ahora del Barça. La prensa internacional escenificó en sus crónicas el enamoramiento mundial que genera el fútbol del Barça. La dimensión y la difusión de la marca Real Madrid, una de las patas sobre las que Florentino tratará de sostener la viabilidad económica de su proyecto, se cotiza a la baja. Nadie paga bolos a precio de oro de un equipo sin encanto alguno.
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