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MADRID.- El mito acabó descalzo con sus zapatillas doradas en la mano como si fuesen parte del premio. El mito se había humanizado y deshumanizado a la vez. Hizo lo que jamás hizo nadie: ya es triple campeón olímpico de 100 metros. Pero esta vez a Usain Bolt, a seis días de cumplir los 30 años, le costó como nunca.
El suspense estuvo listo. Hasta los últimos 25 metros, Justin Gatlin volvía a ser campeón olímpico, a los 34 años, doce después, como en Atenas 2004. Pero entonces apareció Bolt para explicar que todavía podía llegar a tiempo. Al final, fue lo que pasó. Venció con 9,81, una marca que esta vez pone pie a tierra. Máxime después de ver media hora antes a Van Niekerk, descomunal, quedarse a 3 centésimas de bajar de los 43 segundos en los 400 metros. El estadio se contagió de lo imposible.
Nadie como Gatlin dio valor a este oro de Bolt, que hubo de exprimirse hasta el final
Ocho años después de su maravillosa noche en los JJOO de Pekín, la vida sigue igual en los 100 metros. La final pudo estar más apretada que nunca, con seis atletas por debajo de los 10 segundos. Regresó hasta la mejor versión de Johan Blake como si cuatro años después volviese a ser el de los Juegos de Londres. Pero sobre todo fue la ambición de Justin Gatlin que, a los 34 años, merece un monumento, tanta motivación en una sola cabeza.
Nadie como Gatlin dio valor a este oro de Bolt, que hubo de exprimirse hasta el final, reivindicar que él también gana con apuros y que no hay nada malo en hacerlo. Sólo hay que llegar a tiempo como hizo él frente a a Gatlin y toda esa corriente de velocistas a los que saca ocho y nueve años como De Grasse, 22, Bromell, 21, Akani, 21 o Meité, 20.
El tiempo ha pasado. Aquella era la edad que Bolt tenía en los JJOO de Pekín 2008. Pero en la velocidad también hay diferencias sociales, clase de tropa y tropa de clase. Así que ocho años después, la pista de Río no engañó a nadie. El único enemigo de Bolt sigue siendo su motivación. Él no procede de Marte, sino del sacrificio, de legiones de series con zapatillas de clavos en la hierba, de entrenamientos que a veces hasta le hacen vomitar de la agonía. Quizá por eso ya ha prometido que estos son sus últimos JJOO. Y si es verdad que así fuese tal vez esta sea una noche crítica para las carreras de 100 metros que lo echarán muy en falta.
Un día nos acostumbramos a Usain Bolt y no tuvimos la culpa. Responsabilizamos a su mirada, a su dedo índice hacia el cielo y al color de su camiseta. Allí siempre sale el sol hasta en la cámara de llamadas, que es como el Tribunal de una oposición. El miedo, por lo tanto, es razonable.
El mito, sin embargo, es otra cosa, otra historia. El primer velocista capaz de hablarnos al oído, desenfadado como Frank Sinatra en Nueva York. Y por eso gana más de 30 millones de dólares al año. Y ha convertido su ‘yo’ en ‘nosotros’. Y, si la tiene, ha sabido disimular su vanidad frente al mundo. Por eso ha sido tan humano ponerle de ejemplo y hasta enamorarnos hoy de esas zapatillas de clavos doradas suyas que ayer terminaron en la subasta.
Pero había motivo. Usain Bolt había vencido a la historia. Había vuelto a derrotar a Justin Gatlin que es lo mismo que hacerlo a los Estados Unidos. Había, incluso, regresado a Pekín, al estadio de El Nido, cuando él tenía la edad de De Grasse, que ayer fue bronce en Río de Janeiro y lo celebró en limusina. A su edad, sin embargo, Usain ya era único, el inicio del mito, porque todo mito tiene un inicio. El precio es interesante, el de no olvidarlo nunca.
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