La diferencia entre Benítez y Aguirre es tal que las decisiones del primero condicionaron en todo momento el partido de ayer. Para bien y para mal. El técnico español dominó la escena y el marcador cuando quiso, y tiró por la borda dos puntos al retirar sucesivamente a Keane, Gerrard y Xabi Alonso, tres pilares fundamentales.
Con infinidad de matices y variaciones, en fútbol conviven dos modalidades de equipo: los que juegan con mapa y aquellos que lo hacen con brújula. Los primeros, planean sobre el papel las rutas a seguir y sus posibles alternativas; los segundos, echan a andar de cualquier forma y se dejan guiar por los fogonazos de inspiración individual.
El Liverpool de Benítez cabalga con mapa, GPS y una voluminosa guía de viaje en la que vienen contempladas todas las posibles situaciones. Con Torres o sin él, los once saben en cada instante cuál es su función. Si, como ayer, Gerrard abandona su habitual atalaya central desde la que suele dirigir al resto para cubrir la plaza de media punta, el grupo tira de manual y se adapta al nuevo escenario.
El Atlético de Aguirre es una casa sin amo. Una excursión de adolescentes al parque de atracciones, en la que cada grupito va por su lado. Desorientados, esperan que alguien saque una brújula y le dejan hacer. Y a menudo, ni siquiera le siguen.
Con sus defectos, Benítez disecciona a cada rival. Estudia y transmite lo aprendido sobre movimientos, estrategia y demás detalles del equipo al que se enfrenta. Y una vez asimilada tanta información, toma decisiones y desarrolla sus planteamientos y variaciones al respecto. Así, sabiendo que la gran virtud del Atlético es una pegada independiente, un poderío ofensivo que va por libre, decidió cortar el suministro de Forlán y Sinama. Clausuró el centro, cerró las bandas, y el partido fue un monólogo en inglés, únicamente roto por un zurdazo solitario del uruguayo en una de esas oportunidades en las que la brújula le indicó el camino hacia la portería .
Sólo la presencia del Kun tras el descanso amenazó el orden establecido. Un día más, el argentino estuvo a punto de rescatar a Aguirre. El mexicano no quiso o no supo comprender la importancia de la cita de ayer. Tiró la toalla desde el jueves, cuando anunció suplencias a mansalva, y sólo el conformismo de su colega le da otro respiro con fecha de caducidad.
Está también, por supuesto, el efecto Agüero. Cansado, que lo está, o fresco, su mera aparición sembró el pánico. Tras un primer tiempo de abusador dominio británico, el pequeño atacante pisó el césped, se colocó entre Forlan y Sinama, y el Liverpool, tan insolentemente superior hasta ese momento, crujió. El uruguayo encontró los espacios desaparecidos, afiló las botas dormidas durante 45 minutos y, tras varias ocasiones fallidas, sirvió a Simao el balón del empate.
Antes, Benítez había optado por contemporizar. El fin de semana le espera una cita crucial en la Premier. Se enfrenta al Chelsea, un enemigo tradicional, y el entrenador madrileño prefirió guardar la ropa, según dice porque Keane, Gerrard y Alonso padecían diferentes molestias físicas. Desaparecieron sucesivamente los tres creadores del gol del Liverpool, y con ellos se difuminó la claridad del fútbol inglés.
Por lógica e inercia, el Atlético creció. Se fue arrimando a Reina, se sobrepuso a un par de errores garrafales del juez de línea en el fuera de juego, y el gol del empate fue inevitable.
Una bendición para chavales como Domínguez o Camacho, expuestos inesperadamente en un escaparate grandioso y cuya evolución es especialmente difícil en un equipo sin rumbo como el actual Atlético, y un merecido premio para una afición tan injustamente maltratada por la UEFA.
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