BARCELONA
Un abrigo oscuro con anchas hombreras cruzando precavidamente cualquier calle del centro de Nueva York. Unas gafas de sol, un fular, unos Levi's, unas botas de vaquero. Casi siempre, un cigarrillo prendido entre los dedos. Y el gesto serio, fiscalizador, de quien estalla en cualquier esquina y le echa la bronca al ciclista por pasar en rojo o al autobusero por no circular más despacio. Es Fran Lebowitz, una imagen inconfundible. Es posible que nadie esté más cabreado que ella. Es posible que sea la persona que mejor se queje del mundo. Es posible que sea la única mujer de Manhattan que no tenga ordenador ni teléfono móvil. Para contactar con ella, hay que llamarla a su departamento o mandarle una carta. Pero merece la pena. Muchos estadounidenses lo hacen para invitarla a la televisión, para que dé una charla, para conocer su opinión acerca de cualquier cosa.
Es un carácter único, una celebridad. Una tipa, en el fondo, extremadamente divertida. Ahora, Martin Scorsese, un admirador más, la ha convertido en la protagonista de un documental de Netflix de siete capítulos (Supongamos que Nueva York es una ciudad). Y el impacto de la serie ha sido tal que la fascinación por el personaje ha traspasado fronteras, y en muchos países ya se están preguntando por qué no habían escuchado antes su nombre. Cómo se explica este ser inimitable. De dónde ha salido.
Pero supongamos que Fran Lebowitz es una escritora. Una simple escritora que nació en Morristown, Nueva Jersey, hace 70 años, en el seno de una familia judía practicante. Sus padres regentaban una pequeña tienda de muebles y ella compaginaba la escuela con un trabajo sencillo en un puesto de helados. También tocaba el chelo. Y hablaba por los codos. Y hacía bromas. Y se metía con todo lo que no le parecía bien. Algo que a sus progenitores, que trataban de inculcarle su rectitud, los sacaba de quicio.
Hace unos años Alec Baldwin le preguntó si el sentido del humor es un don innato o se desarrolla con el tiempo; Lebowitz contestó que ella nació con él, porque ya no es que no se lo enseñaran, sino que la castigaban por tenerlo. Su madre una vez le dijo: "No seas graciosa, a los chicos no les gustan las niñas graciosas". "Una pena que se equivocara", dice ella, que no cambió, y a la que con el tiempo ese genio incorregible hizo que la expulsaran del colegio. Con más horas libres, descubrió los libros. "Yo pensaba que simplemente estaban ahí, como los árboles. Pero cuando supe que las personas los escribían, también quise hacerlo. Cuando eres pequeña aspiras a gestas inhumanas. La mayoría de la gente crece para darse cuenta de que no puede volar. Los escritores son individuos que no crecen para no darse cuenta de que no pueden ser Dios".
Con 13 años, por las tardes, se tumbaba en el jardín de la casa familiar, miraba al cielo y se preguntaba: "¿Cómo voy a escapar de aquí?".
"Los escritores son individuos que no crecen para no darse cuenta de que no pueden ser Dios"
Después de todo, no fue tan complicado. Necesitó unos años más, un sitio (Nueva York) y un proyecto: ganarse la vida escribiendo. Al llegar a destino, sin embargo, se vio sin un duro en el bolsillo. Fue un golpe de realidad. "Para las personas con un poder adquisitivo como el mío, la calefacción era un tema importante. Ibas al Max's a ligar con gente y lo primero que preguntabas era: ¿Tienes calefacción? Si te contestaba que sí, de repente la persona parecía Brigitte Bardot". Lebowitz tuvo que ponerse de inmediato a buscar ingresos. Si quería salir adelante en aquella ciudad cruda y gigante, hecha para hombres frígidos con sus propios negocios, necesitaba dinero. Encadenó varios trabajos precarios. Vendía cinturones por la calle, hacía de chófer privado, limpiaba casas. Trabajaba cinco días a la semana, a veces seis. Pero nunca los miércoles, porque era el día que salía a la venta The Village Voice, y ella iba a comprarlo con la esperanza de encontrar entre sus páginas la oferta de algún empleo que fuera mejor del que tenía.
Pese a los apuros económicos, jamás aceptó ser camarera. Todas sus amigas lo eran y se lo recomendaban, porque era más entretenido que fregar suelos e incluso se cobraba mejor, pero lo tenía clarísimo: era imposible entrar en la plantilla de un restaurante sin antes acostarse con el encargado, y ella por esas no pasaba. Donde sí entró fue al gremio de los taxistas. Aquella experiencia acabó de curtirla. "En aquellos tiempos el taxista de Nueva York era un judío de clase obrera con un cigarro en la boca. (...) Todos se portaban muy mal conmigo. (...) ¿Así será nuestra profesión a partir de ahora?, se debían preguntar. ¿Vendrán chicas con el pelo largo y nos quitarán el puesto?".
Paraban a comer en una cafetería de Lower Park Avenue, llamada Belmore, que estaba abierta por las noches y frente a la que podías estacionar el coche sin miedo a que te multara la Policía, pero cuando Lebowitz se dejaba caer por allí, ningún compañero le dirigía la palabra, ni siquiera para ofrecerle consejo. El desencuentro con aquellos tipos rudos y sectarios, junto a la odisea de tener que hacerle frente al tráfico infernal de la ciudad, terminaron por endurecer las formas de aquella jovencita que miraba desafiante todo lo que se movía a su alrededor. Si los tiburones solo comían peces pequeños, había que convertirse en tiburón. No quedaba otra.
A todo esto, Lebowitz fue haciendo crecer su círculo de contactos, persiguiendo su sueño de ver publicados sus textos. En una ocasión, se presentó en la oficina de Grove Press, una editorial bohemia muy venerada en la época, y entregó un libro con algunos poemas que había escrito. "Entré y puse el manuscrito sobre la mesa de la recepcionista. Me gustaría aclarar que iba descalza. Dije: Soy poeta. Y lo dejé allí. Luego esperé durante días una carta. Pero, por suerte, no me respondieron".
Aún así, sus vínculos a la larga surtirían efecto. Nadie quedaba indiferente al conocer a aquella mujer hábil para la conversación, vestida generalmente con trajes masculinos y que derrochaba una ironía más propia de un adulto que de una chica de su edad. Penetró en los círculos más selectos de la sociedad neoyorquina del momento. Se ganó la simpatía de aquellos artistas e iconos de la moda a base de labia, autenticidad y ocurrencias de lo más graciosas. Con los años, se hizo amiga de los influyentes Malcolm Forbes o Barry Diller. Compartió mesa con Diane von Fürstenberg o Calvin Klein. Visitó a Charles Mingus o los Dolls en sus camerinos. No corrigió su acidez, y fue eso mismo lo que le abrió un hueco entre los más grandes.
"Nunca me llevé muy bien con Warhol. Le han ido mucho mejor las cosas desde que murió"
Sus primeras columnas se publicaron en Changes, una modesta revista de política y cultura, cuando solo tenía 20 años. Escribía sobre trabajos de otros, críticas de libros y de películas, pero había algo adictivo en su tono que pronto cautivó a Andy Warhol, que la fichó para Interview. Aquello fue algo bastante parecido a dar el salto. De tener que pedir prestado para pagar el alquiler a convertirse en la apuesta personal del referente del pop-art. "Nunca me llevé muy bien con él. Le han ido mucho mejor las cosas desde que murió. ¿Que cómo lo sé? Porque vendí mis Warhols dos semanas antes de que muriera". En cualquier caso, alguien ya había detonado el talento de Lebowitz. Y su fama, a partir de ese momento, crecería de forma imparable. En 1978 publicaría Metropolitan Life, un libro que recogía sus mejores publicaciones en prensa; y, en 1981, Social Studies, otra colección de ensayos cómicos que ya habían visto la luz en periódicos y revistas. El estilo seco y original de la autora ha convertido a ambos títulos en libros de culto.
Suponer que Fran Lebowitz es una simple escritora es solo eso: una suposición. Porque lo cierto es que la dimensión de su figura desfasa por completo el marco del éxito literario. ¿Cómo se explica, si no, que alguien que solo ha publicado dos libros en su vida, que además aterrizaron en las librerías hace más de 40 años, sea capaz de seguir llenando salas de conferencias por todo Estados Unidos, o de aparecer habitualmente en late-nights de máxima audiencia como el de David Letterman? Eso no lo aclara el poder de la palabra escrita. O no sólo. Eso lo explica el carisma, el ingenio, la inteligencia para sorprender. Los reflejos, la chispa. El humor. O el mal humor. Una manera de ser.
Quizá lo que más destaca de su faceta como oradora es su versatilidad. "Saco de quicio a la gente porque tengo opiniones para todo". No hay tema de conversación que Lebowitz no pueda mejorar con un chiste o una opinión polémica. No hay asunto que escape al radar de su mala leche. Los turistas, la burocracia, el culto al bienestar, el urbanismo, la tecnología, los jóvenes. El tabaco. En un mundo en el que parece que ya no eres nadie si no tienes una esterilla en casa para hacer tus flexiones matinales, Lebowitz fuma dos paquetes diarios y repudia el deporte. Dice no entender por qué hoy genera tanto escándalo la nicotina que hay en los cigarrillos. "¿De qué pensaban que estaban hechos? ¿De Vitamina C y calcio?". Tampoco tiene problemas en expresar en público su disconformidad con la ley antitabaco. En una ocasión se las tuvo con el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, por haberla promovido durante su mandato. La escritora le acabó soltando: "¿Sabes cómo se llama cuando los artistas están en un bar hablando, bebiendo y fumando juntos? Se llama historia del arte. Si, por ejemplo, Picasso hubiese tenido que levantarse y salir a fumar, se habría perdido algo".
Nunca le ha gustado que la definan como una activista, porque no hay etiqueta que no le moleste en los hombros, pero sus opiniones acerca de la situación de los homosexuales o las mujeres también sientan precedentes. Lebowitz declaró abiertamente su homosexualidad hace décadas y ha mantenido a lo largo de los años un discurso desacomplejado que rompía estigmas. Aunque, para ser sinceros, su pesimismo congénito jamás le permitió prever fenómenos tan transformadores como el Me Too.
A Bloomberg: "¿Sabes cómo llama cuando los artistas están en un bar hablando, bebiendo y fumando juntos? Historia del arte"
"La vida de una niña es mucho mejor ahora que en el pasado, no hay comparación. Y, en cambio, es peor para otra gente. Oh, ¿en serio? ¿La vida ya no es tan perfecta como antes para los hombres blancos y heterosexuales? Ah, lo siento mucho, pero es mejor para el resto". Los escándalos por agresión y abuso sexual que se destaparon a raíz del caso del productor cinematográfico Harvey Weinstein le tocaron de cerca, porque salpicaron a algunos hombres que conocía. Pero la escritora no dudó en tomarse en serio las denuncias que proliferaban en los medios y las redes sociales. "Suelen preguntarme: ¿No crees que esa mujer miente? Y mi opinión sobre esto es que creo a todas las mujeres. Si alguna miente, primero tienes que demostrármelo, porque yo también fui una mujer joven, ¿entiendes?".
Fran Lebowitz no publica un libro desde 1994. Aquel año salió Mr. Chas and Lisa Sue Meet the Pandas, una novela infantil que pilló desprevenidos a sus lectores, que esperaban que rompiera su silencio con una obra diferente. El bloqueo creativo, en cualquier caso, es un hecho reconocido por la propia autora. En 2004 volvió a amagar con escribir una novela, de la que se llegó a publicar un adelanto en Vanity Fair, pero desde entonces no se ha vuelto a saber nada. Lebowitz achaca su inactividad a la pereza, a la autoexigencia y a su desenfrenada pasión por la lectura: en el apartamento del centro donde vive tiene una biblioteca con más de 10.000 volúmenes que la mantienen ocupada la mayor parte del tiempo.
Y mientras sus defensores y sus detractores debaten sobre su ya legendario letargo literario, ella sigue hablando en bares, auditorios y teatros, que es lo que mejor se le da. Siempre a la contra, generando revuelo. Su amigo Scorsese, con el que celebran juntos cada fin de año viendo una película clásica de Hollywood en una sala de proyección privada, y que incluso la obsequió con un pequeño papel en El lobo de Wall Street, suele compararla con un músico de jazz, por lo bien que improvisa en las conversaciones. Nunca sabes cuando Lebowitz matará la partida con uno de sus dardos envenenados. "Si pudiera cambiar las cosas que me molestan, no estaría tan enfadada. La rabia es porque no tengo poder, pero tengo muchas opiniones", remata el personaje.
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