Julián Ayala era un hombre flaco. Poca cosa. Según se observa en las fotos de la época, uno de esos tipos fáciles de tumbar. Esta fisonomía no fue obstáculo, sin embargo, para que se convirtiera en un genocida. En la década de 1920, al mando del destacamento de militares españoles de la zona de Micomeseng, en Guinea Ecuatorial, sometió a miles de guineanos de la etnia fang. Los mató, los esclavizó y jamás fue represaliado por ello. Murió en 1942 de una enfermedad no tropical en una cama en Barcelona.
Esta es la historia que cuenta el antropólogo Gustau Nerín en su libro Un guardia civil en la selva (Ariel). La primera vez que oyó hablar de Ayala fue a comienzos de los años noventa, durante una visita a Guinea (hoy es profesor de Historia en el Centro Cultural Español de Malabo). Fueron los más viejos de la ciudad los que le pusieron tras la pista del sanguinario. Muchos recordaban sus atrocidades, como enviar a decenas de personas a la isla de Fernando Poo (actual isla de Bioko) para trabajar como esclavos en las plantaciones de cacao. Para Ayala, era además un negocio: por cada persona que enviaba, recibía una suculenta cantidad a cambio.
Es uno de los pocos libros que escarba en la colonización española de Guinea
Julián Ayala procedía de una familia de militares 'muy reaccionarios', recalca Nerín a Público. Nacido en 1897 en Logroño, todos los que le rodeaban estaban marcados por las recientes guerras coloniales de Cuba y Puerto Rico, y por la de Marruecos, donde se batallaba al mismo tiempo que se colonizaba Guinea. Su primera formación fue la de militar, pero después se hizo Guardia Civil para poder ir a Guinea Ecuatorial, ya que allí sólo enviaban a los miembros de este cuerpo. Cuando llegó allí, pronto se convirtió en el hombre imprescindible para llevar a cabo la colonización. Él fue el símbolo de lo que significa toda represión. 'Para someter a un pueblo, es necesaria la fuerza. Siempre ha sido así. Y Ayala era el hombre. De hecho, muchos de sus crímenes se taparon por eso', explica el antropólogo.
En esta biografía, con muchos tintes de novela de aventuras y de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, hay un hecho curioso: tras la proclamación de la República, Ayala se adhirió a ella. El motivo fue su desencuentro con los sacerdotes que evangelizaban en Guinea. 'Igual que mato a un negro, mato a un cura, decía', apostilla Nerín. Sin embargo, este compromiso con los republicanos, que tan sólo duró unos meses, le salió caro. Cuando intentó reconciliarse con el bando franquista, fue recibido con un portazo. Ayala cogió su tricornio, abandonó Guinea y se marchó a Camerún. Su pista se pierde en 1939 y sólo se recupera en la fecha de su muerte en 1942.
A pesar de este perfil violento, reaccionario y racista, Nerín descubrió durante su investigación que Ayala también tenía otro rostro: el del hombre afable, educado y con grandes dotes sociales. Tampoco era cruel por sí mismo. 'Con sus castigos, evitaba sublevaciones. Era un individuo que descubrió los rendimientos del mal', afirma el investigador. En este sentido, para Nerín esta personalidad tan contradictoria le aleja del personaje de Kurtz de Conrad, pero le acerca 'a los verdaderos malos, que son los que matan y luego te muestran una cara amable'.
«Para someter a un pueblo, hace falta la fuerza y Ayala era el hombre»
Un guardia civil en la selva es uno de los pocos libros que escarba en la colonización española de Guinea. Uno de los más recientes es La última selva de España: antropófagos, misioneros y guardias civiles, también de Nerín y publicado por Libros de la Catarata este año. Precisamente, para el antropólogo, el papel de la Iglesia fue 'bastante fuerte, ya que agregó un factor de intolerancia. Querían que los guineanos fueran a misa y se casaran con una sola mujer. Su postura fue muy agresiva'.
La bibliografía sobre Guinea Ecuatorial aún queda por descolonizar. A Nerín le gustaría investigar los trabajos forzados durante el periodo franquista, un sistema que bajo el término de prestaciones permitió la construcción de puentes, carreteras e iglesias. Pero el tiempo corre en su contra. Los viejos guineanos que sufrieron aquellas barbaridades se mueren. Y la esperanza de vida del país apenas llega a los 48 años.
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