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Revista 'Ajoblanco': cuando unos jóvenes arrojados se rebelaron contra la oscuridad del régimen
Cuando nadie antes se había atrevido a hacerlo, después de más de 30 años zambullidos en la noche del franquismo, unos jóvenes melenudos y temerarios se pusieron a hablar libremente de sexo, ecología, cooperativismo o antipsiquiatría. Lo hicieron a través de una revista que hoy es símbolo: 'Ajoblanco'. Viajar al origen de aquella publicación improbable es penetrar en el corazón de un país que ya no existe.
Madrid--Actualizado a
Eran jóvenes, pero no inconscientes. Eran idealistas, pero no ingenuos. Eran comunicativos, pero nada les sacaba más de quicio que les llamaran periodistas. Tenían ímpetu, greñas, camisas estampadas, tejanos raídos, papel de fumar, muy poco miedo. Procedían, la mayoría, de familias burguesas. Se inventaban el día. A veces escribían. Otras veces dibujaban. Otras veces diseñaban, componían, cantaban. Coleccionaban extravagancias. Viajaban en coches destartalados. Una tarde conocían al distribuidor, a la siguiente al papelero, a la siguiente a un técnico que les contaba lo que era un fotolito. Inspeccionaban la vida y sus peculiaridades. Eran leonardescos: querían probarlo todo. Leían cualquier clase de libro, se ponían discos de cualquier tipo. Detestaban cualquier forma de autoritarismo. No estaban locos: pensaban raro. Y aspiraban a lo más básico, que su voz fuera escuchada.
Hablar de sexo, de antipsiquiatría o de drogas con el dictador todavía acostándose cada noche en su cama
La historia de la revista Ajoblanco, y de los muchos que la impulsaron en Catalunya en la década de los 70, es un milagro estrafalario y a la vez una radiografía muy seria de un país y una época que ya no existen. Con el franquismo languideciendo, con una sociedad acostumbrada a vivir cohibida y a oscuras, un puñado de soñadores se dejaron envalentonar por el eco de las utopías parisinas y californianas, la nueva literatura y el rock progresivo y fundaron una publicación con la que poder dirigirse despreocupadamente al mundo. Nadie había hecho nada parecido hasta entonces. Hablar de sexo, de antipsiquiatría o de drogas con el dictador todavía acostándose cada noche en su cama. Ellos lo hicieron. Y la aventura se estiró en el tiempo. Fueron más de 180 números en tres etapas distintas. Hasta devenir en una insignia de la contracultura y el underground españoles.
Aunque todo empezó en Pedralbes.
Fueron más de 180 números en tres etapas distintas
Incrustada en uno de los barrios altos de la ciudad, la Facultad de Derecho de la Universitat de Barcelona fue el kilómetro cero de la odisea. "Pese a oponernos a Franco, nos separamos un poco de la onda comunista que había entonces, porque no nos gustaba que nos dijeran lo que teníamos que hacer. Nosotros éramos dadaístas, surrealistas. Y decidimos montar una exposición de poesía fuera de los círculos politizados", empieza a relatar Pepe Ribas (Barcelona, 1951), uno de los pulmones de Ajoblanco y parte del núcleo duro con Fernando Mir y Toni Puig que encabezó esas primeras acciones del movimiento.
Con ellos, también estaba Antonio Otero García-Tornel, el escritor. Solo tenían 19 años. La exposición consistía -"más como una broma, al principio"- en que cualquier persona pudiera colgar lo que le diera la gana en las paredes de la facultad. La sorpresa vino cuando aparecieron más de 500 poetas con sus versos en la mano. Profesores y alumnos quedaron asombrados. Era una mañana de enero de 1973 y algo se había detonado.
"Yo era delegado de curso y aquel año se tenía que elegir decano. Entonces hubo una traición de un profesor de Bandera Roja, se armó el lío y clausuraron la facultad, que no sabíamos si volvería a abrir algún día", recuerda Ribas, para explicar por qué aquella pandilla de universitarios revoltosos decidió irse de viaje por las carreteras que llevaban a la India. Iban en dos coches. Por el camino, al llegar a Dubrovnik, uno reventó. Como Otero se había enterado de que iba a ser padre, deshizo el camino. Y el resto lo retomó hasta acabar en las islas griegas, donde conocieron a otros muchos hippies de otras muchas partes que, con las furgonetas, estaban haciendo el mismo trayecto que ellos. Aquellos encuentros fueron una suerte de iluminación. La idea de montar un proyecto comenzaba a flotar en el ambiente. "Con el tiempo se ha dicho que estábamos pirados o que éramos unos hedonistas", señala Ribas, "pero lo cierto es que nosotros no sabíamos ni lo que era el hedonismo, porque estábamos todos castrados por la culpa judeocristiana que transmitían las familias, las escuelas y los periódicos. Queríamos salir de aquel horror y pensábamos que había mucha gente que tenía que estar como nosotros. Para encontrarla, con el apoyo de Ana Castellar, la secretaria de Carlos Barral, decidimos hacer una revista fuera de la universidad y de las comisiones de cultura".
El nombre surgió a finales de verano en una cena en El Putxet. Aquella noche, el poeta José Solé apareció con unas almendras de la finca de su padre. Y Flora, la cocinera del restaurante, "una joven casada con un torero sin suerte", preparó con ellas un plato típico de su pueblo, la sopa de ajoblanco. Después de aquellas cucharadas ya no habría marcha atrás.
El modo en que se organizaron para dar forma a los primeros números tampoco fue nada convencional. El consejo de redacción se armó "espontáneamente". !No había jerarquías: éramos colectivo", concreta Ribas. Un equipo fluctuoso y polifacético en el que todos hacían de todo. Quim Monzó, por ejemplo, se encargó del diseño de la cabecera, que imitaba las letras de Coca-Cola. Por el despacho del número 15 de la calle Aribau, el primero que alquilaron, desfilaban estudiantes, grafistas, escritores, abogados, artistas. Además de los mencionados, también Luisa Ortinez, Maria Dols, Francisco Marsal, Albert Abril, Claudi Montaña, Pep Rigol, Ana Milá, Luis Racionero, Luis Vigil, Gay Mercader o Karmele Marchante. Una generación autodidacta, en busca de un universo propio, acostumbrada a trabajar en grupo. "Luego nos fuimos a un local de la calle Consell de Cent, y después a otro todavía más grande. Por allí pasó media España. Venía gente de Madrid, de Sevilla, de Vigo, de Bilbao… De todas partes. Más que una redacción, era como un club".
"Montamos el colectivo de antipsiquiatría, el de ecología, el de sexualidad libre, el gay. No estábamos sectorizados. Todo era cooperativo. Hasta que llegamos a vender 100.000 ejemplares y a tener un millón de lectores", continúa Ribas. Aunque los datos no sean oficiales, no hay duda de que Ajoblanco llegó a muchísima gente. Una popularidad que se cimentó a toda pastilla (la primera etapa de la revista solo duró de 1974 a 1980), y que precipitó un acontecimiento clave. En el número 10, la publicación decidió dedicarle unas páginas al fenómeno de las fallas en Valencia. Un encargo que asumieron dos equipos distintos.
"Queríamos salir de aquel horror y pensábamos que había mucha gente que tenía que estar como nosotros", señala Ribas
Por un lado, unos cuantos valencianos catalanistas, discípulos de Joan Fuster, a los que capitaneaba Amadeu Fabregat, que más tarde sería director de la televisión autonómica con los socialistas. Y por otro un grupo más libertario, partidario de Foucault, que se encargó de la parte teórica, reivindicando la fiesta pagana del Mediterráneo frente a la fiesta facha de los franquistas. El contenido que prepararon Fabregat y sus compañeros era explícitamente sexual, con alusiones a la película La fallera mecánica, de Lluís Fernández, en la que un travesti se colaba en la tradicional ofrenda a la Virgen. Aquello generó un revuelo monumental. "Se escandalizó toda la derecha valenciana, que vino a por nosotros. Montaron un cipote de cuidado, la prensa incluida, que cada día llenaba páginas y páginas con el tema. Hasta que el Consejo de Ministros de Arias Navarro, a través de Fraga Iribarne, nos metió una suspensión de cuatro meses y una multa de 2.500 pesetas que nunca llegamos a pagar", rememora Ribas.
Los integrantes de la revista, que llegaron a recibir amenazas de muerte
Los integrantes de la revista, que llegaron a recibir amenazas de muerte, aprovecharon el parón para marcharse a vivir unas semanas en comuna a Menorca, mientras en la península la polémica no paraba de crecer. "No hay mal que por bien no venga. Fue una campaña de publicidad brutal. Multiplicamos nuestras ventas de un modo exagerado".
En tierras baleares, Ribas y los demás se dieron cuenta de que la contracultura americana, que hasta ese momento había sido un referente, estaba perdiendo su esencia al comercializarse, y optaron por que Ajoblanco se acercara más al anarquismo. Cuando tuvieron permiso para volver a imprimir, lanzaron un especial sobre la figura del sindicalista Buenaventura Durruti, que también fue muy celebrado por el público. A esas alturas ya había quedado despejada esa duda que en un principio había estimulado a los fundadores; efectivamente, había muchas personas al otro lado que pensaban como ellos.
"No creamos una comunidad de lectores, creamos una comunidad de activistas", subraya Ribas, que no fue hasta el cabo de unas décadas que descubrió que muchas de las firmas que se estrenaron en la cabecera acabaron haciendo carrera en la literatura, el humorismo, el cine o el cómic. "Como pocos de los que publicaban ponían el nombre, con los años les perdías la pista. No había el yo artista… Eso es un invento más del capitalismo".
Si en general cuesta identificar por qué se terminan las cosas, todavía es más difícil cuando estas han dejado una huella evidente. Ajoblanco bajó el telón por primera vez en 1980, solo seis años después de aterrizar en los kioscos. Y lo hizo, entre otros motivos, porque también se acabó una época. El final de la década de los 70 trajo varios cambios en España. Con Franco muerto y la Transición en marcha, aparecieron los partidos, que rápidamente tomaron posiciones y ocuparon su parcela social. Las causas y los frentes que las defendían se disgregaron. Se convocaron elecciones generales y municipales, llegaron los gobiernos, con ellos las subvenciones.
'Ajoblanco' volvería a la carga en 1987, en esta ocasión mucho más profesionalizada, ya sin miedo a recalcar su vocación periodística
Y, por esos años, apareció también la heroína, una bestia indomable que tuvo un impacto masivo en algunos sectores de la sociedad. A la sombra del régimen, todas las luchas, en cierta medida, eran la misma. Cuando este desapareció, la realidad se convirtió en un tablero mucho más complejo y fragmentado. Algo parecido ocurrió con aquellos que habían unido esfuerzos para sacar adelante una revista imposible.
Ajoblanco volvería a la carga en 1987, en esta ocasión mucho más profesionalizada, ya sin miedo a recalcar su vocación periodística, con el objetivo de establecerse "como la mejor revista cultural en castellano". Esa segunda etapa se alargaría hasta 1999. En 2004 reaparecería de nuevo, aunque de forma instantánea, para sacar a la venta dos nuevos números y un conmemorativo. Y en 2017, en otro intento por resurgir, bajo el lema "Revolvemos", sumó otros dos números al catálogo. Recientemente ha vuelto a ser rescatada de la memoria por la exposición La contracultura i l’underground a la Catalunya dels anys 70, en el Palau Robert de Barcelona, donde tiene un peso destacado por ser uno de los símbolos que mejor resumen el espíritu de aquellos tiempos. El MACBA, después del interés que ha despertado la muestra, ya se ha ofrecido a incorporar sus fondos en el futuro.
Pepe Ribas es comisario de la exposición y ha estado al frente de cada uno de los resurgimientos de la cabecera durante las últimas cinco décadas. Ahora mismo no se plantea un nuevo regreso. "Hoy lo importante no es hacer el Ajoblanco. Me mueve mucho más salvar la memoria. Hablar con los jóvenes, que están muy jodidos, como nosotros lo estábamos entonces. Contar lo que hicimos para que la gente que está escribiendo sobre esa época sin haberla vivido pueda entenderla". La llama sigue encendida.
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