MADRID
El domingo siempre termina llegando. Las moratorias son lícitas y escurrir el bulto puede ser una opción. Una opción para nada desdeñable cuando el bulto es la propia vida de uno, pero estarán conmigo que, llegado el momento, conviene saldar cuentas con lo que somos, o peor, con ese tipo que nos mira al otro lado del espejo. Sábado, domingo (Alfaguara, 2019), la nueva novela de Ray Loriga (Madrid, 1967) nos habla de ese cacho de vida que va del pecado a la culpa, de los presagios a las certezas y de la bisoñez a la edad adulta. Ese que nos pone en su sitio y nos pide las vueltas.
Sucede todo en dos tiempos. El primero –la noche de marras– es un sábado cualquiera a finales de los ochenta en la que el protagonista y su amigo el Chino –“dos tolais”, aclara el autor– coquetean con una camarera de una conocida cadena de restauración. El flirteo deviene en cita y la cita en suceso escabroso. La mancha queda y ni frotando se va. Es entonces cuando el narrador emprende una huida hacia delante con tal de no afrontar una realidad que se le antoja harto desasosegante.
"Traté de escribir como cuando empezaba hace más de 25 años"
“Todo el mundo sabe dónde falla su ética personal y es muy difícil mentirse a uno mismo. Te puedes intentar engañar a base de pastillas y fiestas, incluso puedes tener éxito, pero tampoco eso te redime porque al final no te puedes mentir a ti mismo”, confiesa Loriga. Es así como el adolescente, que Loriga narra como si fuera un principiante –“traté de escribir como cuando empezaba hace más de 25 años”– se da de bruces con ese domingo de turno que llega de improviso para anuncia la buena nueva, a saber; que el juego se ha acabado y debe pagar sus deudas.
“Lo veo como un juicio en el que el juez, el fiscal, el abogado defensor, el testigo e incluso el detective son la misma persona, con lo cual es muy difícil escaparse”. Un sumario voluntario al que nuestro protagonista se enfrenta en busca de redención: “Está buscando su propia dignidad, sin pretenderlo se convierte en el testigo ciego de un suceso que le atormenta y que trata, de alguna forma, de superar”. Un examen de conciencia que llega veinticinco años después de aquella noche infausta y que, a modo de “ejercicio forénsico”, Loriga disecciona con la crudeza que le caracteriza.
“Vengo de una generación donde el trauma te lo comías con un bocadillo normalmente de chocolate Valor, valga el símil”, aduce el escritor entre risas. Y es precisamente la asunción de ese trauma por parte del autor lo que confiere a esta historia mayor realismo. “Los libros no dejan de ser ficción pero con emociones prestadas por los autores, nada de esto que narro me ha ocurrido a mí pero es el resultado de una investigación de sensaciones propias”.
"La literatura para mí está muy lejos de ser terapéutica"
Dicho de otro modo; el autor se nutre de ese ajuste de cuentas del que hablamos. Si bien Loriga nunca entendió la escritura como una cura –“la literatura para mí está muy lejos de ser terapéutica"–, no duda en servirse de sus propias taras para construir la ficción: “El malvado y el villano no dejan de ser una construcción, utilizas mimbres de tus propias sensaciones para dar luz a un personaje concreto, pero esto no quiere decir que utilice la literatura como autoterapia”.
Subyace en Sábado, domingo una pregunta difícilmente asumible: ¿qué significa ser un hombre?, ¿cómo hacer para mirarse al espejo y seguir reconociéndose? La respuesta, sobra decir, no es sencilla y Loriga, lejos de pontificar, tiene algo que decir: “Uno piensa, cuando es niño, que de mayor será un hombre como esos que vemos en las pelis en blanco y negro, un John Wayne que toma decisiones morales aunque le cuesten un sacrificio personal, creo que esa es la clave de todo, una ética personal que te permita mirarte al espejo y saludarte con cierta dignidad”
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