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Rambo, el brazo armado de Reagan

El reaganismo impulsó un tipo de cine de acción que ahora vuelve a ponerse de moda

CARLOS PRIETO

Primero se puso otra vez de moda La Movida. Luego las series de televisión de cuando éramos pequeños, el tecno pop británico, los cardados, las chupas de cuero... Y ahora, ahora vuelven los héroes de acción de los ochenta, reunidos por Sylvester Stallone en Los mercenarios, que se estrena hoy. Bruce Willis, Arnold Schwarzenegger, Dolph Lungren y compañía regresan al mando del hombre que reinó hace 25 años como John Rambo.

Amparados en la impunidad que da el paso del tiempo, la nostalgia y el revival ochentero lo envuelven todo. Todo, sí, porque el fenómeno sobrepasa los límites del sector freak de la cultura popular. La Mostra de Venecia homenajeó el año pasado a Stallone por 'explorar las zonas más claras y más oscuras del sueño americano'. Un sector de la crítica reivindica desde hace tiempo que los antiguos filmes de Stallone tienen más chicha cinematográfica de la que parecía. Y ahora algunos saludan el nuevo filme de Stallone, la historia de un grupo de mercenarios que viaja a un país latinoamericano a derrocar a un dictador, como un simpático divertimento sin mayores pretensiones. Todo perfectamente razonable.

Ahora bien: ¿podemos celebrar las obras de acción hollywodienses de los ochenta sin tener en cuenta el contexto ideológico del que surgieron? Podemos, sí, pero puede que al hacerlo estemos también reivindicando el legado político de Ronald Reagan sin darnos cuenta. Y eso ya es más problemático.

Tal para cual

'Tras ver Rambo anoche, ya sé lo que haré la próxima vez'. Lo dijo Ronald Reagan el 30 de junio de 1985, tras anunciar la liberación de 39 rehenes estadounidenses en Beirut. Lo que Reagan amenazaba con hacer la próxima vez era liquidar a los secuestradores, que habían huido de Beirut sin dejar rastro. La segunda parte de la saga de Rambo, dirigida por George P. Cosmatos, se había estrenado un mes antes convirtiéndose en un fenómeno de masas multimillonario. Pero la facilidad de Reagan para incluir guiños pop en sus discursos no nos debe confundir: no era Rambo el que había influido a Reagan, sino al revés. Veamos.

Durante la segunda mitad de los años setenta, coincidiendo con la presidencia del demócrata Jimmy Carter, que sigue cargando con el sambenito de presidente “débil”, las películas de Hollywood reflejaron el desasosiego de esa época, marcada por la derrota en Vietnam y el escándalo del Watergate. El regreso (Hal Ashby 1978) y El cazador (Michael Cimino, 1978), que trataban de un modo frontal el trauma de los veteranos de Vietnam, arrasaron en la ceremonia de los Oscar de ese año. Mientras filmes como Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) o Network (Sidney Lumet, 1976) aclaraban de un modo feroz la crisis de un país que parecía en descomposición. El sistema no era de fiar.

El cine crítico de finales de los setenta pasó a mejor vida tras el cambio de gobierno

Pero la irrupción de Reagan en 1981 borró el pesimismo de un plumazo. Minutos después de su toma de posesión se solucionaba la crisis de los rehenes de Irán (66 estadounidenses llevaban secuestrados desde noviembre de 1977) que había desestabilizado a la administración Carter. Reagan era un hombre con suerte y también parecía indestructible: dos meses después sobrevivió a un atentado. Además estaba armado hasta los dientes: recortó todas las ayudas sociales posibles, pero el presupuesto de defensa aumentó en cada uno de sus ocho años de presidencia. Y financió generosamente a las guerrillas anticomunistas en Nicaragua, El Salvador o Afganistán. Los comunistas no iban a volver a dar otra lección a EEUU.

Pero para completar esta vuelta a la superpotencia orgullosa de serlo había que acabar de una vez por todas con el síndrome de Vietnam. Y Hollywood iba a jugar aquí un papel clave. Las estadísticas sobre las películas bélicas y de acción durante los mandatos de Carter y Reagan reflejan de un modo inapelable el cambio de rumbo ideológico. “El constante incremento de las alusiones de Reagan al Imperio del Mal (el bloque soviético) se reprodujo en los filmes hollywodienses”, explica Samuel E. Rossi, autor de una tesis doctoral sobre el tema. “Muchos americanos vieron en Reagan un cruzado que nunca hubiera permitido la derrota de EEUU si hubiera estado en la presidencia en los años de la guerra de Vietnam. Haciendo uso del revisionismo histórico, algunos filmes se basaron en la premisa de que si la guerra hubiera continuado en los años de Reagan, América hubiera podido lograr la victoria”, razona.

Durante su primer mandato, en un discurso en el cementerio militar de Arlington, Reagan afirmó que “los veteranos de Vietnam nunca habían sido vencidos”. ¿Perdón? Si acaso la guerra la habían perdido los burócratas de Washington con sus decisiones descabelladas. Reagan mataba así dos pájaros de un tiro: devolvía el orgullo perdido a los soldados y reformulaba su teoría de que “el Gobierno es un problema” (léase hay que dejar actuar al mercado para que los americanos puedan ser –ja, ja, ja– más libres). La maquinaria neoliberal estaba en marcha. El revisionismo sobre Vietnam también. Y Hollywood había tomado nota.

El nuevo presidente impuso una visión revisionista sobre la guerra de Vietnam

Una oleada de filmes de veteranos que volvían a luchar a la selva por los motivos más peregrinos tomaron los cines del Tío Sam. En Más allá del valor (Ted Kotcheff, 1983), el coronel retirado Cal Rhodes (Gene Hackman) volvía a Vietnam para rescatar a su hijo y decía cosas como “esta vez nadie podrá discutir que estamos haciendo lo correcto” (donde “nadie” podía significar esos malditos hippies de los sesenta). Por no hablar de las inenarrables Desaparecido en combate (Joseph Kito, 1984) y Desaparecido en combate II (Lance Hool, 1985), con un Chuck Norris enloquecido cepillándose comunistas y “amarillos” como un poseso.

“Del arrepentimiento y las crisis psicológicas de las películas de los años setenta habíamos pasado a los héroes orgullosos de lo que estaban haciendo”, dice Rossi. “Los intentos cinematográficos por superar el síndrome de Vietnam mostraban la incapacidad de EEUU para aceptar la derrota y aprender las lecciones sobre los límites de su poder militar”, añade el ensayista Douglas Kellner.

La apoteosis del fenómeno llegó en 1985 con la segunda parte de la saga Rambo. Las autoridades militares sacan a Rambo de la cárcel para que vaya a Vietnam a comprobar si siguen quedando prisioneros vivos.

No dejará títere con cabeza: además de asesinar a un sinfín de soviéticos y vietnamitas también tendrá tiempo para enfrentarse a varios burócratas de Washington, algo que algunos interpretaron como signo de su carácter antisistema, pero que no era otra cosa que la traslación a la gran pantalla de las teorías revisionistas reaganianas sobre Vietnam, un guerra justa que se perdió por la incompetencia y la corrupción de unos cuantos funcionarios públicos del maldito gobierno.

Al final de la película, John Rambo, al contrario que los soldados de los filmes de los años setenta, dejaba claro que estaba dispuesto a morir por su país otra vez. Se había reescrito la historia. “Si Rambo hubiera llegado a los cines hace 10 años, tras la caída de Saigón y la angustia del escándalo del Watergate, le hubieran echado a patadas de los cines por ridículo. El humor era entonces virulentamente antibélico, pero eso ha cambiado hoy”, se leía en People el 8 de julio de 1985.

Un tercer Rambo, dirigido por Peter MacDonald, llegó a las pantallas en 1988. La trama del filme era un hilarante ejercicio de humor involuntario: John Rambo vive ahora retirado en un templo budista tailandés y está más interesado en meditar y vivir en comunión con la naturaleza que en guerrear. El caso es que, por unas cosas o por otras, le acaban liando para que vaya a Afganistán, mate a una cantidad insensata de rusos y arme hasta los dientes a los muyahidines afganos (talibanes, para entendernos). Toda una metáfora geopolítica de las consecuencias actuales de la política exterior de Reagan.

“Muchos de estos filmes tomaron sus claves temáticas de los discursos de Reagan, los ajustaron al formato cinematográfico. Mientras oíamos a Reagan demonizar a los rusos en sus discursos, veíamos a Rambo combatir contra ellos. Las similitudes entre la retórica de Reagan y las acciones de Rambo hicieron posible que las masas los equipararan”, concluye Rossi. John Rambo era el brazo armado de Reagan. ¡Larga vida a los años ochenta!

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