madrid
Múnich, julio de 1937. Dos muestras de arte se dan cita en la capital bávara aquel verano-preludio de la barbarie. Las dos, curiosamente, antagónicas. La visionaria contraprogramación expositiva formaba parte de las intrépidas políticas culturales nacionalsocialistas con miras a trazar una línea clarividente entre arte admirable y arte deplorable. Sus respectivos epígrafes resultaban cristalinos hasta para el más incauto de los asistentes; la primera se llamaría Arte Alemán y la segunda Arte Degenerado.
Ni que decir tiene que la que pasó a la historia fue la segunda. Ese supuesto outlet de la infamia plástica contenía puntales del cubismo, expresionismo, arte abstracto o surrealismo. La primera, por contra, resultó mucho menos disruptiva. Vigorosas y adorables teutonas, aguerridos reclutas y escenas de un bucolismo almibarado componían una exposición que pretendía mostrar al mundo el verdadero arte alemán. Un ideario artístico que pasaría a presidir la Casa del Arte Alemán, dedicada —en palabras del mismísimo Fürher— “solo al arte sano, a este arte que llevamos en la sangre, a un arte comprensible por el pueblo porque solo el arte que el hombre de la calle puede entender es verdadero arte”.
Nada que ver con las patochadas ininteligibles que se exhibían en la muestra degenerada. “En las pinturas y dibujos de esta cámara de los horrores no hay forma de entrever qué tenían en sus mentes enfermas quienes empuñaron el pincel o el lápiz”, rezaba el catálogo de la expo no canónica. Y como cabezas de cartel de aquella legendaria afrenta estética, nombres que quizá les suenen: Kokoscha, Klee, Braque, Kandinsky, Ernst o Picasso. Una cruzada contra las vanguardias que pretendía “demostrar las intenciones detrás de todo este movimiento filosófico, político, racial y moral, así como las fuerzas motrices de la corrupción que lo motivan”.
El secreto de los Gurlitt
El secreto de los Gurlitt es, según se mire, el mejor guardado de la Historia del Arte. Un misterio que saltó por los aires en una rutinaria investigación por evasión fiscal y que permitió el hallazgo de 1500 obras de arte que se habían mantenido camufladas durante más de medio siglo. Una insólita peripecia que encuentra su origen en Hildebrand Gurlitt, de los pocos marchantes elegidos por los nazis para malvender las piezas de "arte degenerado" que el nuevo orden estético había decidido degradar.
Tras su muerte en un accidente en 1956, su hijo Cornelius se encargó de velar por un alijo sin precedentes en la Historia del Arte. Lo hizo en un piso normal y corriente, tras una puerta sin exclusivos sistemas de blindaje, tan sólo una placa y una apellido. Cinco décadas de discreción e insignificancia que sirvieron de coraza a Gurlitt Jr y su tesoro. Tuvo que ser una sospecha de evasión fiscal la que permitiera a los funcionarios obtener una orden judicial que, a su vez, les diera acceso al inmueble y, de paso, a un hallazgo único. En concreto el piso muniqués contenía 390 pinturas retiradas de los museos por ser consideradas como "arte degenerado" y otras 590 que fueron directamente confiscadas.
Doble exposición depravada
Dos muestras recorren un arte de pasado infausto. En el Bern Kunstmuseum (Suiza) y bajo el título de Degenerate Art, Confiscated and Sold se reúnen más de 200 de aquellas piezas, en su mayoría modernistas, que fueron vistas por el Führer como no alemanas o judías. El Bundeskunsthalle de Bonn (Alemania), por su parte, se centra en las consecuencias del robo de arte por parte de los nazis. Una historia del saqueo contada a través de un buen puñado de obras —incluye piezas de Claude Monet y Durero—, sustraídas a sus legítimos dueños judíos y cuyo historial de propiedad está pendiente de resolución.
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