madrid
Actualizado:“Se ha dicho de mi obra que es hermosa, horrible, bazofia, genial, dispersa, precisa, pintoresca, vanguardista, histórica, manida, magistral, trivial, intensa, mística, virtuosa, desconcertante, fascinante, concisa, absurda, divertida, innovadora, nostálgica, contemporánea, iconoclasta, sofisticada, basura, obra maestra, etc. Es todo cierto”. Con esta ristra de epítetos despachaba Bruce Conner (1933-2008) al guapo que tuviera a bien preguntarle por su arte. No es para menos, si por algo se caracteriza su elusiva trayectoria creativa es por no dejarse atrapar, un creador esquivo que no dejó de buscar ya fuera a través de la pintura, el vídeo, el grabado, la performance o la escultura.
Un corpus que Manuel Borja-Villel, director del Museo Reina Sofía, tildaba de “efímero, orgánico y perspicaz”, el libreto de “desafiante y audaz” y los allí presentes, en función de lo que deparase el recorrido expositivo, modulaban atónitos su veredicto: “Tétrico, alucinado, provocativo…”. Sea como fuere, más allá de la materialidad del momento y de la gramática escogida por el artista perduran en su obra algunas obsesiones como la violencia en la cultura norteamericana, la cosificación del cuerpo femenino o el terror ante el apocalipsis nuclear.
Sexo, violencia y cintas de vídeo
A movie, un artefacto hecho a base de trozos de noticiarios y tráileres diversos le situó en el mapa del cine experimental. El montaje es frenético: surfistas audaces, Mussolini colgandero, desnudos parciales, carreras varias y un apoteósico final con el Hindenburg crepitante. Edición vertiginosa que sigue golpeándonos pasados más de medio siglo. No tiene nada de azaroso aunque lo puede parecer. El desasosiego y desquicie de una carrera hacia ninguna parte, la angustia de una era en 12 minutos. Poca broma.
Un ‘collage’ hecho de sobras
“Prefiero las hamburguesas con mostaza al expresionismo abstracto”, le confesó en su día el artista a un amigo cercano poco antes de abrazar el assemblage, proceso que en Conner consistía en meter la cabeza en contenedores y tiendas de empeño. Así fue armando diversos artefactos de aire lúgubre, tales como Child (en la imagen) y que, en palabras del propio Borja-Villel, “muestra a una sociedad que no tolera ya no sólo el crimen, sino la idea de algo que pueda ser distinto”. La serie evidencia de nuevo su obsesión por la violencia, el sacrificio y la inmortalidad. Temas universales que en Conner inquietan a través de unas superficies que parecen fundidas y de unas tonalidades siniestras.
Del hongo nuclear al hongo psicotrópico
Inquieto ante la posibilidad de una guerra nuclear y asqueado con la cultura del conformismo y tolerancia hacia la violencia imperante en Estados Unidos, Conner decide poner pies en polvorosa y marcha a México. Es entonces cuando el peyote entra en escena y también la idiosincrasia de un país que le apasiona. “México es un lugar maravilloso para huir de la muerte, porque ellos la celebran, con campanas y procesiones y todo lo demás”. Es allí donde pergeña sus ensamblajes más exuberantes y su película Looking for mushrooms donde el hongo nuclear que le quitaba el sueño deviene aquí en psicodélico y sagrado.
Retratista punk
De vuelta a EEUU, la incipiente escena punk de San Francisco capta su atención. Cámara en ristre, se sumerge de lleno en ese mundo para retratar los primeros conciertos de Devo, Dead Kennedys, Crime y la variopinta fauna aledaña. El resultado es una extensa serie de fotografías que, más de dos décadas después, retomaría para convertir en collages partiendo de fotocopias de aquellas instantáneas. Revisitar y manipular el pasado para reinventarlo. Conner en estado puro. El artista en fuga se la juega de nuevo.
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