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El Prado saca del anonimato a Maíno

Entre el naturalismo de Caravaggio y el neoclasicismo, el pintor manchego se mide en la muestra con grandes maestros

ISABEL REPISO

El otoño va de rescates. Después de saldar el destierro de la pintura del siglo XIX, El Prado dedica sus salas temporales a un desconocido: Juan Bautista Maíno (1581-1649), que no debuta solo, sino en compañía de prestigiosos coetáneos que influyeron en su producción, como Caravaggio o El Greco.

De los 66 lienzos expuestos a partir del próximo martes, 14 serán vistos por primera vez en España y casi la mitad (32) pertenecen al Prado. La exposición no es fruto del ahorro, sino de un afán divulgador. 'Es misión del Prado investigar y descubrir joyas desconocidas', defiende Miguel Zugaza, director de la pinacoteca.

De las 40 obras conocidas de Maíno, la muestra reúne 35, entre ellas siete nuevas atribuciones que hasta la fecha se vinculaban a otros artistas. 'Esto no es una ciencia exacta. Sólo conocemos cuatro obras firmadas por Maíno', explica Leticia Ruiz, comisaria de la muestra, que no descartó futuras atribuciones al artista.

La ficha de Maíno desvela una biografía pintoresca. Nacido en Pastrana (Guadalajara), de padre comerciante de orígenes lombardos y madre lisboeta, se formó en Madrid y en Roma, donde 'se codeó de tú a tú con Guido Reni, Carlo Saraceni y Caravaggio', cuenta Ruiz. Su ingreso en la Orden de los Dominicos frenó su carrera a los 32 años, pero no fue obstáculo para que engendrara un hijo natural ni para que metiera la cabeza en la Corte, desde donde apoyó la ascensión de Velázquez. Por otra parte, su formación humanista y teológica lo llevó a asesorar a Felipe IV en temas artísticos y a instruirlo en el dibujo. 'Fue un artista hacinado entre el naturalismo de Caravaggio y el revival clasicista de Guido Reni y Annibale Carracci', resumió Zugaza.

La exposición plantea un viaje in crescendo empezando por telas de pequeño formato y por su faceta de paisajista (que subraya su calidad de miniaturista). Las salas dedicadas al retrato lo ponen en relación con Velázquez, sobre todo, en el sobresaliente Retrato de caballero (1935); aunque es en las composiciones de gran formato donde se mide con los pintores que le han hecho sombra durante cuatro siglos. Su San Jacinto, enfrentado al Beato Enrique Suso de Zurbarán, se antoja original por el reflejo del paisaje en el agua, 'de trazos casi impresionistas', según Ruiz, que explica la perspectiva porque el cuadro fue concebido para ser visto desde abajo, a mucha distancia del suelo. Las composiciones de su Retablo de San Pablo Mártir establecen correspondencias con las Adoraciones de Núñez del Valle, Luis Tristán, Velázquez, Antonio de Lanchares y El Greco.

La influencia de Caravaggio se pone de manifiesto en el enfrentamiento del David vencedor de Goliath y el San Juan Bautista de Maíno. Del maestro tenebrista, el manchego asimiló los cuerpos emergentes de la oscuridad, el espacio claustrofóbico, la invasión del espacio del espectador y el rechazo a la idealización. En este sentido, sus apóstoles del Pentecostés (composición originalmente atribuida a Domenichino) aparecen como figuras de carácter popular.

A pesar de su papel en la Corte, Maíno recibió sólo un encargo de Felipe IV: La recuperación de Bahía de Brasil, que ocupó el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro. Un cuadro 'muy cercano a la sensibilidad contemporánea, porque no retrata la guerra sino sus consecuencias', opina Ruiz. La escena hace referencia a la recuperación, el 1 de mayo de 1625, de una plaza tomada un año antes por los holandeses.

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