madrid
Sevilla, años sesenta. Dos críos duermen al raso, arropados por las estrellas. Cuando llega el frío, comparten uno de colchones de la litera, un ring de boxeo donde guerrean hasta que los vence el sueño y la mañana los despierta fundidos en un abrazo. Raimundo tiene un año más que Rafael. Son ocho hermanos y el pequeño, Diego, será testigo del embarazo de un disco revolucionario que ahora también da nombre al libro que revela cómo se gestó, Blues de la frontera (Efe Eme). En su prólogo, el menor de la familia Amador recuerda aquella infancia de gitanos que hacían con el corazón de la luna canciones y estribillos blancos, ecos del blues del Delta que aterrizó en los aeropuertos militares de Rota y Morón.
El periodista Marcos Gendre (A Coruña, 1978) había prestado oídos a otras músicas hasta que aquellos chavales de las Tres Mil Viviendas comenzaron a registrar sus derrochadores ensayos, una fiesta inacabable, en un estudio. El cofundador del magazine La Zancadilla apuntaba hacia Mánchester, aunque terminó dirigiendo sus pabellones auditivos hacia el sur. “Cuando lo escuché con quince años, me abrió las puertas del flamenco, que entonces era una cosa rara que chocaba con mis gustos personales: Joy Division, Sonic Youth, New Order… El cante no me entraba, pero cuando escuché a Pata Negra me dije: Aquí hay algo”.
Blues de la frontera, publicado en 1987 por Nuevos Medios, fue para el futuro crítico y escritor un tobogán por el que comenzó a deslizarse hacia abajo. Una vez en el suelo, comenzó a horadar en los géneros espurios que se cruzaban en la periferia de la ciudad hispalense. “Es el disco que mejor define lo que después vendría a ser el nuevo flamenco, donde no sólo destacaron ellos: si Ketama eran los Beatles, Pata Negra eran los Rolling”, explica el autor del libro homónimo, subtitulado Anarquía y libertad de los Amador.
Gendre contextualiza el álbum y, para eso, retrocede hasta el rock andaluz —progresivo y psicodélico— de Smash, cuyos miembros participarían en la grabación del elepé, y hasta las bases americanas, un vibrante surtidor de gasolina que combustionó el flamenco. Aquella música que venía del nuevo mundo retozó con el folclore de la tierra, dando como fruto un estilo bastardo que, partiendo de la raíz, transitaba por el blues eléctrico y hundía sus ruedas en los baches del jazz, el rock, el reggae y el pop.
“Escuchaban a Pink Floyd, Bob Marley, Prince o Michael Jackson. El arranque de Lunático, que cierra el álbum, parece de Quincy Jones. En el fondo, en el disco está todo lo que habían mamado en su infancia y en su adolescencia, hasta el punto de que no escuchas música, sino que te abren la puerta para que puedas entrar en su cabeza”, añade el firmante de volúmenes como Hüsker Dü. Encrucijada en la cumbre, Miles Davis. Big bang oceánico o Mánchester. El sonido de la ciudad. Libros dispares entre sí y alejados del presente trabajo, donde Gendre traza un relato coral de la concepción de la obra cumbre de los Amador, al tiempo que intercala su pluma con pericia para engarzar las narraciones.
Además de ubicar históricamente al lector con un retrato sociocultural de la época, analiza las canciones de Blues de la frontera, para lo que se vale de los satélites humanos del dúo —incluido Luis, percusionista e hijo de Rafael— y de la escudería que puso a punto un álbum trascendental en la historia de la música española. Están todos los que fueron, aunque algunos ya se hayan ido, como el demiurgo de Nuevos Medios, Mario Pacheco, quien apadrinó desde su discográfica a la arrolladora generación de flamenquitos, cuando aquella denominación todavía no había adquirido ningún matiz peyorativo.
Pacheco supo ver, y también fotografiarlos. Sus fondos son —además de un valioso documento— un tesoro, que trascendería el quejío para adentrarse en el pop exquisito de Vainica Doble, Golpes Bajos o La Mode, unos outsiders de la movida que Mario supo captar para su causa, cuyos cajones habían alojado hasta entonces todo lo que no era pop ni rock. Las declaraciones de Mario, como las de otros testigos ya fallecidos o ausentes, son producto de una labor de documentación, aunque figura el testimonio de su hija María, actual responsable de Nuevos Medios.
Por sus páginas desfilan, además, Raúl Rodríguez, Silvia Cruz Lapeña, Kiko Veneno, Lola López, Tomatito y los smash Gualberto y Antonio, quien participó en la grabación del vinilo. También otros personajes singulares como Cathy Claret, la chica del viento que dejó atrás Francia para ser gitana, o Ricardo Pachón, quien iba para abogado, trabajó como comercial y sacó una plaza de funcionario que le permitió producir más de un centenar de discos.
Algunos, una referencia del género, como los tres primeros álbumes de Lole y Manuel, el debut de Veneno —el trío formado por Kiko y los hermanos Amador— o La leyenda del tiempo, de Camarón de la Isla. Por no citar otros reseñables trabajos de los flamencos Rafael Riqueni, Tomatito, Diego Carrasco y La Macanita, así como de los heterodoxos e inclasificables Silvio y Tabletom.
Todos, bien acompañados por las composiciones de los propios Pata Negra, escúchense su álbum de debut homónimo, Rock gitano, Guitarras callejeras y, claro, Blues de la frontera. Luego, cuando Raimundo dejó la banda, Ricardo Pachón metió mano al Inspiración y locura —que incluía la célebre declaración de intenciones “todo lo que me gusta es ilegal, es inmoral o engorda"—, compuesto en solitario por Rafael, quien cerraría el círculo con el menos logrado Como una vara verde. Luego le llegó el turno al Anticipo flamenco de su hermano Diego, rebautizado para la ocasión como Patita Negra.
Marcos Gendre da cuenta de todo ello y mucho más en Blues de la frontera. Anarquía y libertad de los Amador, que desgrana en esta entrevista telefónica. Incluido en la colección Elepé de la editorial Efe Eme, será presentado este miércoles en la Fnac de Callao, en Madrid. Allí, el colaborador de las revistas Rockdelux, Zona de Obras y Mondosonoro estará acompañado por José Soto Sorderita y Antonio Carmona, miembro de Ketama, cajón en el disco de Pata Negra que agitó el flamenco y una de las voces de un libro que al fin sitúa a los sevillanos en la balda más alta de la estantería.
Usa el formato de la historia oral a varias voces, pero sin prescindir de su pluma.
Cuando empecé a hablar con la comunidad gitana, a la que no se le suele dar mucha voz, vi que tenía mucha potencia, por lo que decidí que hablase en primera persona. Percibí la existencia de una historia que iba más allá de lo musical y que, sin embargo, contrastaba con un vacío editorial sobre la música —más que flamenca— gitana.
Por ello, concebí una obra documental que quebrase los tópicos, dejando que ellos mismos narrasen esa historia. El libro, en realidad, es una excusa para mirar hacia atrás y entender de dónde viene todo: desde el hippismo hasta el contexto social de la Sevilla de la época; desde el exilio permanente sufrido por los gitanos —que culmina cuando los echan de Triana— hasta los discos que les llegaban con antelación a través de las bases americanas.
¿Se atrevería a decir que fue, si no el disco fundacional del nuevo flamenco, sí el más influyente?
Para mí, nuevo flamenco ya era el Lebrijano cuando en 1985 graba Encuentros con la Orquesta Andalusí de Tánger. O incluso el Songhai de Ketama. Pero no cabe duda de que Guitarras callejeras —grabado en 1978, aunque publicado por Nuevos Medios siete años después— une el flamenco con el blues del Delta, con todo lo que ello supuso.
Teniendo en cuenta que La leyenda del tiempo se grabó en 1979 e incluso que ellos mismos, junto a Kiko, lanzaron el precedente de Veneno en 1977, ¿diría que fue revolucionario o que, al menos, abrió camino a otros músicos del género?
Blues de la frontera es el disco que mejor define lo que después vendría a llamarse nuevo flamenco, cuyo máximo representante sería Ketama. El elepé es un monolito, cuya influencia posterior se quedó en la superficie. Como subraya Raúl Rodríguez, fue la vía para la electrificación del flamenco, un concepto más profundo que el simple uso de una guitarra eléctrica. Porque, en el fondo, aquello sonaba a flamenco, no era algo impostado.
Obras como la citada de Camarón y, en lo que aquí respecta, la de Pata Negra marcan un antes y un después. Son hitos difícilmente superables que fuerzan a sus coetáneos y sucesores a vadear esos caudalosos trabajos para intentar facturar otros discos para el recuerdo.
Hablamos de una generación inigualable: Lole y Manuel, Tomatito, Camarón y Pata Negra, todos en torno a Ricardo Pachón. ¿Cómo continúas eso? Es muy complicado. Desde entonces, apenas hubo algún destello a cargo de Ray Heredia y del Príncipe Gitano.
Salvando las distancias, sucedió igual en el Manchester de los ochenta con The Smiths, New Order o The Fall. Tras esa conexión de músicos, sean flamencos o británicos, ¿qué haces después? Aquello fue producto de la borrachera de conexiones de una comunidad concreta en pleno movimiento, pues antes no había tanta comunicación con otras escenas, lo que te lleva a innovar.
¿Qué significó Pata Negra?
El comienzo y el fin de una revolución, que empezó con Veneno y Lole y Manuel, y que con ellos murió.
Los discos posteriores a Blues de la frontera fueron considerados menores, pero siguen atesorando calidad. Raimundo ha dejado el grupo y las composiciones de Rafael quizás son más flamencas y menos blueseras, mas en absoluto prescindibles, sobre todo las de su primer disco en solitario.
Inspiración y locura (1990) está a la altura del Blues de la frontera. Raimundo aportaba la parte más técnica, mientras que Rafael ponía el toque de intuición y de carisma. Pese a los problemas con las drogas, su voz es alucinante e inconfundible. Sin embargo, aunque a Como una vara verde (1995) le dedica más tiempo y está muy trabajado, pierde frescura y carece de unidad y concreción melódica.
¿Qué pierden Rafael sin Raimundo y Raimundo sin Rafael?
Rafael Amador fue el único de los dos que consiguió sacar un disco a la altura de lo que habían hecho juntos, caso de Inspiración y locura. No obstante, pierde el orden que le daba su hermano.
En realidad, Raimundo perdió más que Rafael: la voz de su hermano, única e inimitable; el ingenio, el carisma y la intuición melódica; y la manera callejera de incorporar el blues, el swing y el jazz, adoptándolos desde el humor. Todo nace de la alegría, si bien era una broma muy seria que trascendía la gracia y que, a veces, rozaba lo amargo.
Por su parte, Rafael pierde un multinstrumentista espectacular, un bajo que hilaba las ideas y una telepatía que provocaba que un esbozo suyo abriese horizontes y fuera más lejos, como infelizmente se refleja en Como una vara verde.
Desde que dormían juntos en el mismo colchón de la litera hasta sus conciertos con Pata Negra, no dejaron de discutir, aunque durante las giras mediaban sus músicos y colaboradores. ¿Tan mal se llevaban? ¿Tanto se querían?
Durante treinta años, vivieron las veinticuatro horas juntos. Eran siameses. El milagro fue que llegaran hasta el Blues de la frontera y, de hecho, habría que darle las gracias. No se echaban piropos a la cara, pero sí se elogiaban mutuamente a sus espaldas. Eran el día y la noche.
Rafael, el sol y Raimundo, la luna.
Rafael era el gran gitano puro y duro, que se desabotonaba la camisa y sacaba pecho. Raimundo se escondía más, aunque paradójicamente con el tiempo se le ha valorado más.
¿Qué se perdió con Pata Negra?
Desapareció lo que pudo y no llegó a ser. Si contamos Veneno, compusieron cuatro discos impresionantes, rebosantes de ideas, que reforestan la tradición y la convierten en atemporal: un puente entre culturas. Se perdió una metodología y un modus vivendi que, salvo proyectos esporádicos —como La raíz eléctrica, de Raúl Rodríguez—, no se han vuelto a explorar. En definitiva, se perdió la anarquía y la naturalidad, que es su gran herencia.
Una anarquía que, según usted, describe mejor que nadie su Tío Bastián.
Nacieron de la libertad de la pobreza más absoluta. Tocaban doce horas seguidas sin la intención de grabar nada. Lo hacían de forma natural, por alegría. Si se hubiese registrado todo aquello, hoy tendríamos uno de los tesoros más grandes de la música mundial. Esa despreocupación por vender más discos y por cobrar royalties nacía de la anarquía. Nunca se plantearon romper moldes, ni fueron conscientes de lo que habían hecho. Se tomaban la vida por delante.
El libro está incluido en la colección Elepé de Efe Eme, pero habla de mucho más que de un disco.
Mi intención es que se entendiese de dónde vienen las cosas. El flamenco tiene siglos de historia y no va a la misma velocidad que el pop y el rock. Eso no depende del purismo, sino que es una cuestión de ritmos. Pata Negra fue una de las últimas demostraciones de un estilo de música que ha bebido de otras culturas y que se ha desdoblado más que otros géneros. Es el meridiano perfecto de todos los puentes que se tendieron, incluso antes de que nacieran los Amador.
¿Cómo cambió la vida de aquellos chavales de las Tres Mil Viviendas?
Rafael sigue viviendo en las Tres Mil, algo que explica su concepción anárquica de entender la vida, su tradición, sus orígenes y, por supuesto, su idea de familia.
En el libro, curiosamente, no hablan los hermanos Amador. Una suerte de biografía de Pata Negra en la que los protagonistas permanecen callados, aunque usted haya tirado de publicaciones para incluir declaraciones suyas.
Cathy Claret me sirvió de gran ayuda para escribirlo, además de mi pareja, Carmen Viñolo, gran dramaturga, ensayista y filósofa.
No pude entrevistara Rafael ni a Raimundo Amador, si bien están presentes a través de una selección de sus citas. Sin embargo, he hablado con el universo que los rodeaba, de modo que le da un margen más amplio a lo que hicieron. Su ausencia podría parecer un problema inicial, pero precisamente eso fue lo que me llevó a buscar más voces, de manera que así el libro ha llegado más lejos.
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