Entrevista a Enrique Aparicio, escritor"Durante mi infancia, me hablaron más de los extraterrestres que de lo que es lo marica"
María Martínez Collado
Madrid--Actualizado a
Enrique Aparicio es periodista cultural y creador, entre otras cosas, de los pódcast ¿Puedo hablar! y Maricapáginas. Además, desde hace unos meses escribe en la sección de Opinión de Público. Recientemente, ha publicado La mancha, su primera novela. Una obra que invita a reflexionar sobre la identidad, la memoria y el sentido de pertenencia. Aparicio teje una narrativa que, aunque a priori pudiera parecer localista, trasciende sus fronteras geográficas para abordar temas universales como la lucha por la dignidad de las personas LGTBI+ y el significado de la vida en la España rural, tan enjuiciada para lo bueno y lo malo.
El ganador del Premio Fungible de Relato Joven, en 2017, y del accésit del Premio Paco Rabal de Periodismo Cinematográfico, en 2020, recibe a Público en un bar del barrio madrileño de Lavapiés para conversar en una entrevista donde reflexiona sobre el trauma, el poder de la violencia simbólica, la importancia de tejer redes de apoyo y las posibilidades simbólicas o estéticas de los pueblos. No sin olvidarse de la derecha, la extrema derecha y el rojipardismo, cuyo discurso esencialista e instrumentalista de lo rural critica y trata de desmontar.
¿Qué significa para usted 'La mancha'? ¿Cree que todas cargamos con algún tipo "mancha", de herida a la que regresamos traumáticamente para encontrar alguna forma de darle una explicación simbólica a eso que nos dañó?
No todas. De hecho, me alegro mucho por las personas que realmente no tienen grandes conflictos con su vida porque se ahorran mucho dolor, mucha soledad y un camino muy penoso que no es otro que lograr estar en paz con quién eres. Hay gente que por sus condiciones de privilegios o circunstancias encaja y no tiene mayores desafíos. Ahora bien, creo que en una sociedad completamente cisheteropatriarcal, racista, clasista y todos los -istas que le queramos agregar somos mayoría las personas que sufrimos algún tipo de opresión y algo que encarar. Lamentablemente, ese camino se ha recorrido casi siempre en solitario y por eso suele ser o ha sido tan penoso... Porque, aunque ha habido muchas personas padeciendo lo mismo, no había comunicación ni redes de apoyo. De alguna forma, cada uno tenía que sacarse las castañas del fuego como buenamente podía. El feminismo es un buen ejemplo de lo que supone aunar fuerzas en este sentido. Cuántas cosas se habrán callado (y callan) las mujer que, en realidad, eran procesos y violencias que ocurrían (y ocurren) de forma sistémica.
"Querer encajar pasa muchas veces por convertirte en un lienzo en blanco que se rellena con lo que los demás quieren"
En este caso, la novela habla desde el punto de vista de un marica de pueblo que atraviesa en completa soledad su infancia, su adolescencia y su juventud, hasta que se marcha Madrid. Una vez allí, conecta con otros maricas, pero de una forma que desatiende ese trauma. Con 18 años, es normal que llegues a una gran metrópolis y te encuentres con gente con la que quieres encajar. Sin embargo, muchas veces eso pasa por convertirte en un lienzo en blanco que se rellena con lo que los demás quieren. Le ocurre a Valentín: él no habla de su origen, no habla de su pueblo, no habla de su familia, neutraliza su acento... Todo para convertirse en un marica más que está estudiando publicidad en la capital. Es realmente triste y peligroso ese intento de desligar y desencajar esas partes de tu vida, que es lo que hemos hecho muchas –aunque entiendo que ocurra porque no es fácil atravesar esas vivencias–. Cuando Valentín regresa a su casa, cree que sigue siendo el Valentín de 17 años, sigue tratando su realidad como un defecto. Su "mancha" es ese conflicto no resuelto, el tratamiento que le ha dado a su viencia.
En este sentido, ¿es quizá este libro precisamente un intento de articular mediante la palabra ese conflicto interno? El regreso de Valentín a su pueblo parece representar no solo un retorno geográfico, sino una confrontación con sus propias
cicatrices. Desde este punto de vista, ¿podría decirse que en el contexto de 'La mancha' la identidad se define tanto por la herida como por el intento de sanarla?
Yo a Valentín le llevo 10 años de ventaja. Ni que decir tiene que no podría haber escrito esta historia desde esta óptica, si no supiera que es posible una suerte de entendimiento. Es un libro sobre la posibilidad de una reconciliación, otra cosa es que la consiga. A veces, las circunstancias no lo permiten. Tengo muchos amigos que no tienen una relación normalizada con su pueblo u origen. Es más, hay gente que no va a volver jamás a esos lugares ni va a darse a sí misma esa oportunidad y lo entiendo, de verdad... No es obligatorio, ni es fácil. Yo mismo estoy en ese tránsito, pero, ante todo, porque así lo he decidido y es lo que he querido. Mi intención era poder dejar esas miguitas, esas intuiciones al Valentín del futuro para comprender que existe también esa opción. No te puedes quedar atascado en ese dolor.
"El problema no está en ningún pueblo concreto, sino en unas estructuras sociales que son violentas"
Yo sabía desde hace mucho que quería escribir esta historia y durante muchos años mi idea era vengarme de mi pueblo, devolverles de la manera que yo podía, que era a través del arte, el dolor que yo había sentido allí. Lo que pasa es que el problema no está en ningún pueblo concreto, sino en unas estructuras sociales que son violentas. La cuestión es que en los pueblos percibimos esas estructuras a una distancia muy corta, para lo bueno y lo malo.
Entonces, por supuesto que el libro intenta explorar un caminito de cierta reparación. Valentín, los Valentines, pasan toda su vida agachando la mirada, huyendo y pensando que los demás son peligrosos... Eso se junta con que llega un momento en el que también tiene que empezar a reconocer que hay cosas que ha hecho en su pasado con las que no está a gusto, que no sabía por qué las hacía, más allá de la inercia del momento. Cosas que han sido una respuesta a ese dolor. Al final, a veces un animal herido que se siente indefenso solo sabe defenderse atacando y él quizá no supo hacerlo de otra manera. Cuando empiezas a ser consciente de tanto y de golpe no sabes ni por dónde empezar a deshacer nudos. Es al final de La mancha cuando va a empezar a entender que quien tiene la llave para para releer todo su pasado y su presente es él. Él es el que se está negando a permitirse el espacio y el tiempo para hacerlo.
Su obra refleja el dilema de muchos jóvenes LGTBI+ −pero también otras identidades disidentes, que han sido leídas socialmente como abyectas−, entre abandonar el entorno rural o resistir en él. ¿Cómo dialoga su novela con la idea de pertenencia y arraigo? ¿Cree que el exilio es, en cierta medida, una muerte simbólica del 'yo' que se ha formado en ese espacio, o, por el contrario, una forma de resurrección?
Valentín está convencido de que él se fue de su pueblo para no volver. Es más, de que él se lo merece. Lleva toda la vida escuchando que se le queda pequeño. Esa idea de que, si vales, no te puedes quedar aquí, de que el pueblo es para la gente que no vale. Él lleva más o menos bien el volver por Navidad o unos días en verano, pero ya está. Realmente, el Valentín de 18 años está absolutamente traumatizado, aunque no tiene todavía las herramientas para leer la situación en esos términos. Poco a poco se va dando cuenta a cuántas cosas está renunciando y si es de verdad es esa persona la que quiere ser y a qué precio.
"Lo que quería hacer con este libro era un planteamiento político que atendiera a las causas de esa perspectiva que se tiene de los pueblos como si fueran el mismo infierno"
Como hemos comentado, la cosa es que en los pueblos las distancias son muy cortas y si perteneces a un colectivo oprimido la cosa es incluso un poco más perversa. Desde muy pequeños aprendemos, percibimos, que ser marica es algo que se debe ocultar, te conviertes en una especie de policía de ti mismo. Durante mi infancia, me hablaron más de los extraterrestres que de lo que significa lo marica. El colectivo LGTBI+ no formaba parte de la conversación. De hecho, para mí, "maricón", antes que una realidad o una identidad, era un insulto. Descubrí lo que era lo marica convirtiéndome en marica, casi como la metamorfosis de Kafka. El proceso fue levantarme un día y descubrir que el monstruo era yo, que me había tocado. A partir de ahí, mi adolescencia se convirtió en un penoso proceso de intentar ocultarlo, incluso delante de mis padres. Solo me podía relajar encerrado en mi habitación.
Por eso, cuando vas entendiendo que estas cosas existen, lo que quieres es irte cuanto antes a ese mítico lugar donde no te conoce a nadie. Lo que quería hacer con este libro era un planteamiento político que atendiera a las causas de esa perspectiva que se tiene de los pueblos como si fueran el mismo infierno. A lo mejor el infierno también puede ser el centro de Madrid. A mí me han pegado aquí por maricón y también en València capital, no en Albacete. De alguna manera, me gustaría expresar que las distancias cortas también pueden ser positivas. En una ciudad es anónima la víctima, pero también el victimario. En los pueblos, si se encuentra la forma, puede ser más fácil generar vínculos y cercanía.
Mientras autoras como Ana Iris Simón en 'Feria' parecen ensalzar rural como refugio ante la supuesta pérdida de "valores tradicionales" (si es que alguien sabe qué es eso), usted presenta ese mismo entorno como un espacio que, como hemos comentado, resulta opresivo para ciertas identidades. ¿Podríamos interpretar este contraste como un cuestionamiento de la mitificación de lo rural que en los últimos años ha sido visto como un lugar idílico y puro? ¿Hay espacio para imaginar otras formas de interpelar la ruralidad?
Los entornos rurales se suelen usar en la ficción, o bien, como un paraíso ancestral, donde realmente uno redescubre valores tradicionales, la conexión con la naturaleza; o bien, como la España negra, la de las envidias, la hipervigilancia... Sin embargo, la gente que nos hemos criado en pueblos sabemos que ni una cosa ni la otra, quiero decir, dependerá de lo que te toque, es igual que vivir en cualquier barrio de Madrid. Es pueblo es donde sucede la vida, habrá gente que esté súper feliz y otra que esté deseando irse.
"Hay que ser muy paleto para que los únicos modelos sociales y políticos que se te ocurran sean los del pasado"
La cuestión es que hay muchos arquetipos porque España es un país que era eminentemente rural hasta que llegaron los años 60, el desarrollismo y una inmigración masiva a las ciudades. Entonces, entiendo que la percepción que tiene mucha gente de los pueblos es de que son sitios súper felices, como se ve en muchas películas. Después, sin embargo, esa película se acaba y yo soy ese niño que se queda despidiéndote con la manita y vive todo lo demás, eso que no se ve. En todo caso, lo que quería era que La mancha fuera un retrato más realista de lo que es. Ahora bien, me nombras a Ana Iris Simón... Leí el libro en su día y yo en la lectura no detecté todo lo que vino después, la verdad. Aún así, creo que hay que ser muy paleto para que los únicos modelos sociales y políticos que se te ocurran sean los del pasado.
¿Cómo entiende usted la función de lo tradicional? ¿Es, como en el pensamiento conservador, un refugio seguro y melancólico ante el caos de lo moderno; o, más bien una forma sutil de control que hace de algunas subjetividades prisioneras?
Es importante distinguir entre tradiciones y mandatos sociales. Una tradición puede ser hacer una romería y un mandato social es la heterosexualidad obligatoria. Quiero decir, disfrazar la ideología, como hacen todas las ultraderechas, las derechas y los rojipardos, de tradición es un engaño. Un ejemplo de algo similar son las tractoradas en apoyo a Vox. Cuando lo pienso, veo que tienen sentido. Si uno coge la historia y examina cómo se ha tratado a lo rural desde ámbitos progresistas –que básicamente es desde el olvido. Sino, dime qué proyecto para el campo tiene Sumar–, entiendo que sea fácil para discursos como el de Vox capitalizar su enfado. Si embargo, al mismo tiempo es evidente que Vox hace un uso interesado porque no le interesan las tradiciones del mundo rural, sino los privilegios de los señoritos. Eso es así porque la voz que habla es la de Juan Diego en Los santos inocentes, no la de Alfredo Landa. Te están hablando los señoritos de toda la vida, no los jornaleros.
"A Vox no le interesan las tradiciones del mundo rural, sino los privilegios de los señoritos"
El tema es que este contexto es la tormenta perfecta para que se apropien del sufrimiento de los que han estado siempre en el otro lado, labrando las tierras, cosiendo para los ricos o limpiando casas. Pienso, además, que todo viene de la cantidad de prejuicios y sesgos que arrastramos, como te he comentado. Se da por hecho que a un campesino no le interesa la cultura, el cine o el teatro. En definitiva, considero, por una parte, que hay unos discursos que se quedan con las cosas que les interesan para obtener ciertos espacios o votos y, por otra, que hay otros que se proyectan desde la superioridad o la distancia.
Sobre los nostálgicos, no puedo evitar pensar en que mis padres no tuvieron cuarto de baño hasta los años 80 o en que mi padre no pudo ir a la escuela... Son muchas cosas las que me impiden tener nostalgia de nada. Decir que antes se vivía mejor es sencillamente una insensatez.
A través del uso de una suerte de acento manchego, introduce una dimensión lingüística que va más allá de lo meramente regional. ¿Hasta qué punto el lenguaje, en su forma más dialectal, es también una marca de poder o desventaja social en la novela? ¿Cree que las diferencias lingüísticas funcionan como un modo de reforzar la jerarquía de clases, perpetuando la imagen del "paleto" frente a la sofisticación urbana, o puede el lenguaje también convertirse en un acto de resistencia?
"Es una verdadera pena que, en realidad, el mayor éxito de mis padres sea que yo me haya convertido en una persona que no tiene casi nada que ver con ellos"
El señorito no habla como la gente que trabaja para él. Ahora me estoy leyendo el libro de Raquel Peláez Quiero y no puedo que habla de los pijos y de cómo uno puede hacer casi una especie de transfuguismo de clase, empezando por cómo hablas, cómo te mueves, cómo te vistes... Lo que pasa es que hablar, de momento, no cuesta dinero. Hay muchos dialectos, hablas o lenguas que son de gente pobre. El gallego, por ejemplo, es una lengua de gente pobre. La burguesía gallega hablaba en castellano. El valenciano en el País Valencià, igual. Los mismo pasa con el andaluz. El acento es una marca de clase absoluta. El manchego, al menos hasta que llegó José Luis Cuerda, cuando la gente descubrió que podía ser muy gracioso, también lo era. Por eso, yo quería que fuera otro de los ejes de la novela. Primero, porque me doy cuenta de lo que ha pasado con mi propio acento, que es que yo también lo neutralizado. De hecho, a mí ahora me cuesta poder hablar en mi acento y es una cosa muy triste muy triste. Y, luego, a la vez me servía para que Valentín tuviera presentes las cosas a las que había ido renunciando.
Además, hago que ese acento tenga un momento en la trama, introduciendo la reflexión de hasta qué punto renunciamos a quienes somos y a nuestras raíces, sobre todo si vienes de una clase precarizada, para convertirte, en ¿qué exactamente? Es una verdadera pena que, en realidad, el mayor éxito de mis padres sea que yo me haya convertido en una persona que no tiene casi nada que ver con ellos. Es tal la renuncia que llega un punto en el que ya no sabes ni cómo hablar con tu propia familia. Eso hay que trabajarlo para acabar con el daño que produce.
Varias propuestas artísticas actuales, como las de Andrea Abreu o Greta García, exploran el uso de giros lingüísticos regionales, ¿con qué autoras piensa que dialoga mejor su libro?
Panza de Burro de Andrea Abreu es ya el ejemplo canónico de hacer una propuesta escrita de cómo es un acento oral. A mí me demostró que eso se podía hacer y que se podía disfrutar de la lectura sin enterarme de todas las palabras. También Sabina Urraca, su editora, me parece muy referente. A lo mejor hace diez años se habría decidido elaborar un glosario, pero ella decidió que no hacía falta incluirlo. En este sentido, esta apuesta formal puede ser un buen ejemplo a seguir. También te diría que le debo mucho a Tengo miedo torero de Pedro Lemebel, que es un autor queer chileno.
Quería hablar de esa segunda voz femenina y manchega que acompaña a Valentín a lo largo del libro aunque de una manera discreta, subyacente, como lo han hecho tantas mujeres. Unos susurros que, sin embargo, han sostenido buena parte de nuestra historia…
Es una voz que hay que saber escuchara y para eso hay que estar ahí. Si no estás ahí, te la pierdes. Es otra de las cosas que le quería decir a Valentín: despega las narices de tu dolor, de tu trauma, date una vuelta y, luego, hablamos. Por eso incorporé también ese giro formal en la novela. Por su puesto, es muy marica estar en un rincón viendo y escuchando qué hacen las mujeres. Lo que hacen los hombres ya nos queda claro, lo sabemos todas. Ellos cumplen su función, que es ir a trabajar y proveer a la familia. Ellos se pueden ir al bar, pueden no aparecer por casa, pueden pueden no criar a sus hijos... Lo demás les da igual.
Sin embargo, las mujeres están cargando con todo lo demás, pero encerradas en su universo. Creo que el escucharlas a ellas, a Valentín le sirve para demostrar que crecer en un pueblo en los 90 no es lo peor que le puede pasar a una persona. A su vez, pretendía que funcionara también como ese cordón umbilical de la historia del poder femenino. Al final, también había algo poderoso en conocer y entender cómo funcionaban los hogares. Me interesa la herencia de la sabiduría popular, es un tesoro que nos conviene conservar.
En 'La mancha', la violencia no es explícita, pero se siente como una presencia constante, como una sombra que oprime a los personajes por los efectos que produce ese disciplinamiento silencioso y que tiene, como ya sabemos, muchos nombres: machismo, racismo, LGTBIfobia... ¿En qué medida la violencia
estructural puede ser más devastadora que la violencia física precisamente por su invisibilidad, por su capacidad de penetrar las instancias más íntimas de la identidad sin necesidad de mostrarse abiertamente?
Hay un refrán que no sé si es manchego, pero desde luego mi madre lo usa, que dice que "a quien le han de dar cien latigazos, cuanto breves". Es decir, obviamente duele que den latigazos, pero también se sufre mucho dentro de uno mismo, esperando atemorizado y sin saber muy bien el porqué. Es una paradoja: el golpe que no llega siempre está llegando. Es como una cárcel sin barrotes en la que, además, si la violencia explícita llega, tú tienes la culpa porque no lo has evitado con suficiente éxito. Todo lo que implica solo lo podemos entender quienes vivimos lo que significa ir por la calle midiendo cada interacción, todas esas que nos montamos en el metro mirando dos veces en qué vagón entrar o que avisamos al llegar a casa de que estamos bien. Eso no significa que las palizas hayan desaparecido: hay que recordar que hace solo tres años asesinaron a Samuel Luiz en A Coruña.
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